Estimada Giuliana:
Querría comenzar agradeciéndote los trabajos que me envías. Trabajos de tu
carrera y de tus primeros intentos para publicar, palabras que nacen tanto de
tus lecturas como de tus más profundas preocupaciones por la vida, el
conocimiento, la realidad en la que vivimos, las prospectivas de lo que nos
cabe esperar y la irritación por lo que pudo ser. Los he leído con mucha
atención e interés y, si quieres, podemos comentar en posteriores cartas
algunas de las ideas que inspiran tus textos y las formas de tus razonamientos.
Pero tengo que decirte que no soy capaz de responder a las preguntas que me
diriges y que te angustian porque parecen volverse sobre tu misma identidad. Me
preguntas si después de leer estos textos te puedo decir si creo que tienes
capacidades como filósofa y si creo que aportarás algo sustancial a la
filosofía. Es una pregunta con la que me parece que tendrás que convivir a lo
largo de tu vida y que nunca será respondida por la voz de otros.
Es cierto que en la vida cultural y en el mundo académico el prestigio es
algo que nace de las apreciaciones de otros, de tus iguales en los espacios de
dedicación profesional sobre todo. La fama es algo más contingente que depende
de las derivas comerciales, algo que atrae con poderosa fuerza a muchos
espíritus, doma las identidades y termina por hacer que los discursos se
acomoden a los gustos que hacen posible ese estado deletéreo en el que se
sumerge el orgullo cegando muchas veces la lucidez sobre la condición propia.
Es cierto también que el prestigio no está tan expuesto a esos riesgos pues lo
que parece indicar es la resonancia que tus palabras han tenido sobre quienes,
como tú, necesitan del discurso ajeno para construir el propio y acuden a
encontrarse contigo en los contextos discursivos que forman el complejo
entramado de nuestra vida cultural con la curiosidad y el anhelo de comprensión
y de verdad. Pero los peligros del
prestigio no son menores que los de la fama cuando se constituyen en señores que
dirigen tu vida y tu trabajo. El mundo académico está lleno de vidas torcidas que
han ofrecido sus virtudes al precario premio del reconocimiento ajeno. No es
difícil identificarlas. Son como fantasmas que recorren los espacios académicos
implorando pequeñas participaciones en el juego de la autoridad; espíritus
dañados que no se sacian nunca porque el reconocimiento ajeno no puede llenar
los hondos vacíos que deja la incapacidad de convivir con la pregunta sobre el
valor propio. Grandes y trágicos pensadores
como Goethe y Thomas Mann dedicaron relatos de perplejidad a estas vidas caídas
que han poblado las generaciones de creadores desde que la modernidad se
constituyó como un juego interminable de jugadores en la ruleta del
reconocimiento.
No te diré que desprecies el prestigio ni la fama. Son regalos que los otros
nos hacen y que debemos tomar como dones que nos ofrecen, pero nunca como
señales de nuestra propia valía sino como indicadores de nuestros lazos de
dependencia de la voz ajena, que no es menos frágil y ciega que la propia. La
respuesta al prestigio tendría que ser el agradecimiento y no el orgullo. Y por
ello mismo, es peligroso entrar en la vorágine del resentimiento si sientes que
no has logrado ni el prestigio ni la fama que mereces. El resentimiento es la
respuesta natural a un daño que se nos ha infligido y no ha sido resuelto, es
una forma de protección del yo frente a las injusticias del mundo, pero mal consejero
sobre la dirección de tus sendas en la vida. Si crees que te mereces un reconocimiento
que no has tenido puede ser que estés equivocada sobre qué es lo que nos
merecemos de los otros. Porque podría
ser que a veces nos cieguen los deseos y no veamos cómo los otros cuidan de
nosotros sin subirse a las balanzas que pueblan los áridos campos de los
espacios académicos.
Qué merecemos por nuestros trabajos es algo que no debemos preguntar sin
dejar al descubierto las entretelas de la fragilidad de nuestro
autoconocimiento pues ¿qué es merecer en el mundo de la cultura?, ¿dónde nace el
valor de las ideas y de su expresión en la escritura filosófica?, ¿cómo es
posible que la lectura de unos textos, que una vez publicados nos son ajenos,
ponga en cuestión el valor de nuestras vidas?
Nada merecemos si no es el regalo de los vínculos que nos unen al mundo
cotidiano: el amor, el aprecio y el cuidado de los otros con quienes nos unen
esos mismos lazos sobre los que se sostiene el mundo.
No te diré tampoco que no te mires en los espejos de los ojos ajenos. Nada
hay peor que el pecado del orgullo ciego de quien cree habitar en la genialidad
no reconocida. Quienes escriben desde la indiferencia a los lectores no
expresan sino un grito de debilidad y a veces odio a los otros por quienes no
tienen la menor estima ni, sobre todo, sienten la menor necesidad de su ayuda.
No son pocos quienes se refugian en los grandes nombres y autores del pasado
para evitar reconocer que ha sigo gente de su tiempo la que les ha influido en
sus ideas. Forenses manifiestos, vivirán siempre entre cadáveres sin aprecio por
la vida. Aprender a escuchar, nos dice Foucault (lo escribió en un tiempo en el que él mismo
tuvo que aprenderlo) es algo difícil pero necesario para lograr alcanzar el
momento de poder decir algo en voz alta. No te importe que los otros influyan
en tu trayectoria, al contrario, cuantos más vaivenes den tus ideas y textos
mostrarás que estás abierta a las palabras que escuchas, que las valoras y las
sientes como propias. Somos como ciegos que necesitan indicaciones para
encontrar caminos.
Tendrás miedo, lo sé, cuando escuches palabras y leas textos que no
entiendas o no creas entender y que te sumerjan en las aguas de la duda sobre
tus capacidades de comprensión. Cuando te sientas acorralada por la angustia
debes saber que quienes dijeron o escribieron aquellas palabras posiblemente no
estén en mejor situación que tú. Nadie es completamente dueño del discurso y
los significados se esconden entre ramajes verbales de jergas y galimatías que
no deben asustar. Como tampoco te debe asustar la aparente claridad de muchos
textos. La claridad, como sabían los monjes medievales, es una propiedad divina
que infunde luz, pero no es ciertamente una propiedad sencilla de entender. A
veces, como en los templos cistercienses,
es difundida por pantallas opacas que dejan pasar la luz sin
transparentar la imagen. Y, por el contrario, muchas aparentes claridades no
son sino fuente de preguntas no reconocidas o que no nos atrevemos a preguntar.
También los pantanos tienen su propia claridad que nace de las luces de los
fuegos fatuos que nacen en la podredumbre del fondo.
Y, lo que me es más difícil de decirte, tampoco querría que de mis palabras
infirieses que la única solución es ser fiel a ti misma. Es dudoso que nos
debamos a nosotros mismos más fidelidad que la que debemos a los otros. En
realidad nos debemos lealtad, sinceridad y cuidado, pero la fidelidad huyó del
mundo con los dioses. Donde no hay fe solo cabe la voluntad de seguir juntos. Y
tu existencia contigo misma, como persona y como filósofa, nunca será una
existencia sencilla y solo te cabe ser leal con tus propios planes pero nunca
deberás confiar totalmente tu vida a lo que en un tiempo creíste que era la
esencia de tu identidad. Es difícil sentir que el espacio y el tiempo están
abiertos, cuando todo parece indicarnos que nuestras vidas intelectuales ya
están hechas. No es cierto. No nos cabe
saber lo que está en el futuro, salvo las luces de nuestra imaginación
deseante, pero quizá no sea tan complicado aprender del pasado. Ábrete al
futuro y entrégate al pasado. Alguien que se llamaba como tú, Giuliana, en el
relato “Il deserto rosso”, de Michenangelo Antonioni, es interrogada por su
hijo acerca de si los pájaros morirán porque las nubes amarillas de la fábrica
les harán perecer. Ella, que está en una duda como la tuya, responde “no,
porque ya han aprendido que no deben atravesarlas”. No sabrás nunca lo que
oculta la niebla, pero quizás aprendas algo sobre las nubes venenosas.
Estimada Giuliana, solo me queda
hacerte saber que estamos juntos en el destino incierto de las preguntas
sin respuesta, pero que estos lazos no tendrían por qué ser menos firmes que
los engañosos oráculos de los señores de la sociedad del espectáculo en la que
habitamos.
Genial! gracias Fernando, pues me he sentido como Giuliana este último tiempo de finalización de escritura doctoral. Y se siente muy sola, llena de dudas y preguntas, pero al leerte vuelvo a comprender... que la filosofía es una soledad común.
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ResponderEliminarHermosisima carta llena de ternura, sabiduría y bondad.
ResponderEliminarMuy lindo lo escrito, lo comparto plenamente!
ResponderEliminarLo siento por el error de interpretación.
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