Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
lunes, 12 de octubre de 2015
La literatura en la filosofía
Que la filosofía necesita a la literatura es algo establecido implícita pero no curricularmente desde que se fundó la filosofía (como sostenía Eduardo Rabossi, digamos, allá por los tiempos de la fundación del canon filosófico, en Berlín, entre la Ilustración y el Romanticismo: No es broma, es una tesis de las más profundas y serias que he escuchado jamás). Hay que haber leído Antígona para entender la Fenomenología del Espíritu y, desde entonces, buena parte de la historia de la filosofía se entrevera con la de la literatura. Pero no están nada claras, para nada, las relaciones entre los dos campos intelectuales.
Cuando uno se dedica a la filosofía ya conoce la dificultad de la escritura, aunque no sepa mucho de la dificultad de la escritura literaria. Cuando uno se dedica a ser profesor de filosofía, sabe de la dificultad de la lectura (de la filosofía, mayormente, de la literatura, también: éste es el tema de estas líneas). Yo me he pasado muchos años diciendo y enseñando que la filosofía y la ciencia y la técnica no deben estar separadas, y que un analfabeto científico y técnico tendrá siempre muchos déficits en epistemología, metafísica y, cada vez más, en humanidades. Pero he rechazado siempre - de hecho he despreciado - a los filósofos que se creen científicos (ciencia de salón, sin pagar los precios del sudor del laboratorio y el lápiz y papel). He ido aprendiendo que lo mismo ocurre con las relaciones entre filosofía y literatura. No saber leer literatura es un déficit tan serio como lo anterior para quienes quieren hacer del interpretar lo que pasa su profesión. Pero también me molestan los filósofos que creen ser escritores sin pagar los duros precios que paga el novelista o el poeta (como no los conocen, es difícil que los aprecien. Creen que un lenguaje-sonajero es suficiente para estar entre filosofía y literatura. Tampoco daré nombres).
Ahora sé que el filósofo necesita de la ciencia y de la literatura de un modo asimétrico al del científico y el escritor. Ambos (ambas) son oportunistas filosóficos para quienes las ideas son como otros instrumentos con los que crean mundos. Y lo que de verdad creen, en términos metafísicos, éticos o epistemológicos hay que deducirlo de la lectura, de sus obras, si tal cosa fuese posible. El filósofo necesita de las dos tradiciones porque son, junto a su vida cotidiana, sus accesos al mundo real.
La filosofía que a veces se enseña en la academia sostiene que nuestro acceso al mundo real es a través de los sentidos y los conceptos, pero todos sabemos que es a través de la trama de la experiencia compartida: de nuestro estar en el mundo, de la división social del trabajo cognitivo y práctico y de la imaginación que sólo la literatura puede concedernos. Necesitamos todo eso como el pez necesita el agua.
Pero no es fácil saber qué aprendemos de la literatura para hacer filosofía. La peor de todas las opciones es la de quienes usan la literatura (a estas alturas debería haber aclarado: el teatro, el cine, las series, todo aquél mundo donde se construyen vidas que no son planas y esquemáticas), para sostener normas y morales, la de usar los guiones, historias y personajes como ejemplos o estereotipias de ideas o modelos de vivir. Hay que respetar el trabajo del escritor, que nos ofrece toda su angustia para construir personajes y situaciones oscuras, ambiguas, plurisignificativas, en la forma de aquello que hace de las grandes escritoras grandes: su capacidad para hacer preguntas.
Un filósofo debe tomar una obra literaria como una pregunta. Si no es capaz de hacerla explícita, es que no ha hecho su trabajo como lector. Ser capaz de responderla es el trabajo que le tomará muchos años.
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Qué importante es mostrar la pregunta, orientar la mirada (la tuya, la del otro) al interrogante, que no siempre tiene por qué traducirse en un problema (no todas las preguntas son abordables) Pero saber preguntar es también virtud de los filósofos, quiero decir, descubrir las condiciones por las que tiene sentido una nueva pregunta, que antes ni siquiera era posible. La filosofía no crece por su capacidad de dar respuestas, sino por la de crear preguntas.
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