domingo, 7 de febrero de 2016

El drama de lo posible



Cuando fui joven, me devané los sesos con una paradoja que me planteaba la misma idea del compromiso político que por aquellos días se entrelazaba con mi compromiso con los estudios de filosofía. Nacía de un mensaje persistente y moralizador que recibía una y otra vez en las aulas (no diré el nombre del profesor, pero solía repetirlo mirándome con sonrisa sardónica): "la política es el arte de lo posible". Pero yo estaba por entonces convencido de que la política era el arte de lo imposible, el arte de hacer posible lo que parecía imposible. Por entonces creía que lo imposible era una sociedad libre e igualitaria. Igualitaria y libre. Todavía sigo creyendo las dos cosas, en la posible aparente imposibilidad de una sociedad igualitaria y libre y en que la política es el arte de lo imposible. La paradoja está (estaba) en la formulación de "hacer posible lo imposible".

El arte de lo posible es la administración. La administración prudente y cuidadosa cuida de la economía de lo posible, de la realización de lo que se ha hecho ya realizable, dispuesto un presupuesto disponible y un plan efectivo de acciones que habrán de hacer realidad lo que ya era una posibilidad real. La política, por el contrario, comienza antes o después, cuando la posibilidad no existe aún y hay que presentarla, representarla, imaginarla, construir las condiciones de su posibilidad y cimentarlas para evitar que se desvanezca de nuevo en la imposibilidad. La política es lo que llamamos hacer historia, la administración es simplemente vivir en ella. Aún lo sigo creyendo, y, como entonces, me asalta la duda y el deseo que vive entre las dificultades y esperanzas de hacer posible lo imposible.

El arte de la política se mueve en tres espacios diferentes que tienen sus propias reglas, constricciones y derivas dinámicas: el espacio de poder, el espacio de la representación y el espacio de la imaginación. En los tres es necesario intervenir para crear las posibilidades. El espacio del poder es increíblemente complejo, como nos enseñan los teóricos como Pierre Bourdieu: es el espacio de los campos de la economía, del poder simbólico y cultural, del capital social. Y también, como he recordado en múltiples escritos, es el espacio de las posibilidades técnicas. Pues la técnica limita la democracia, como también la democracia limita la técnica. En este espacio de fuerzas reales, la política consiste en la movilización a favor de una determinada posibilidad de fuerzas sin las cuales permanecería en el terreno de lo imaginario. La política, en este espacio, es algo que ejerce la sociedad civil transformando sus propias estructuras, las que sostienen las correlaciones en las diversas formas de capital y movilizando el conocimiento para la innovación social y técnica.

Este esfuerzo, que tradicionalmente se ha concebido como el "verdadero" terreno de la política, es insuficiente y muchas veces improductivo sin la transformación de los espacios de representación y de la imaginación.

Los filósofos y filósofas de la política (pienso ahora en Habermas y Hanna Arendt) nos han hecho pensar mucho sobre la doble significación del término representación. Por un lado, el espacio de la representación consiste en la presentación de las posibilidades y de las posibilidades de las posibilidades, en un lenguaje común, en un medio común e inteligible de intelección. Una posibilidad solo lo es si es representable, si se convierte en un modelo que habrá de hacerse realidad. Por ello, el trabajo de representación es un trabajo de la palabra y el intelecto, de conversión en conceptos lo que de otro modo sólo serían afectos. Por otro lado, la representación sólo es posible en lo que podríamos llamar el teatro o el escenario donde se desenvuelve la confrontación y el debate. En una democracia avanzada el teatro de la representación es múltiple: es la esfera pública y es el conjunto de lugares donde coinciden quienes toman la palabra en lugar de otros. Los parlamentos son múltiples: algunos se institucionalizan mediante la concesión formal de la palabra mediante el voto, otros son menos formales pero no por ello menos importantes. Son los espacios donde se levanta la voz y se toma la palabra para interrumpir, increpar, interpelar o razonar. Son espacios de apropiación de la palabra.

Las sociedades autoritarias son aquellas que debilitan la representación. Muchas veces mediante la coerción, es decir, usando el miedo para impedir la representación. Otras veces, las más dañinas, mediante el monopolio de los medios de representación, con la intención explícita de no hacer posible la representación de otras posibilidades, o de sugerir la imposibilidad. En este teatro de las representaciones, a veces los medios representacionales son solamente títeres de las fuerzas de poder. El espacio de representación se debilita en la misma medida en que pierde autonomía respecto al espacio de fuerzas, cuando se convierte en nada más que una "representación" de la fuerza.

Por último, y más importante, el conflicto político ocurre en el espacio de la imaginación. La imaginación es el lugar donde nacen las posibilidades, donde comienza la posibilidad de la posibilidad. La imaginación es la fuente del miedo y del deseo, es en la conexión profunda con los afectos donde el espacio de la imaginación crea las posibilidades. Porque, a diferencia del mundo animal donde la posibilidad está dada por las fuerzas naturales, en el mundo humano la posibilidad no lo está: solo existe cuando es imaginada. Hay aquí un territorio de conflicto donde lo explícitamente representado no basta, donde lo imaginado nace de los impulsos básicos de la existencia, donde el miedo a mirar se confronta con el deseo de hacerlo. El poder autoritario siempre controla la imaginación a través del uso directo o indirecto del miedo. El miedo es siempre la enfermedad de la imaginación. Una imaginación herida siempre produce miedo del mismo modo que el miedo hiere la imaginación. Lo saben bien las sociedades autoritarias en las que la violencia no se dirige tanto a infligir dolor como a crear miedo y a dañar la imaginación. La violencia, la nueva, la más persistente, es, cada vez más, violencia contra la imaginación. Uso coercitivo de los afectos.

Estoy hablando de teatro, de cómo la imaginación puede ser dañada por medios representacionales que no son sino representaciones de las fuerzas de poder. Estoy hablando de cómo una sociedad se vuelve cada vez más autoritaria. Y cito aquí la nota de Santiago Alba Rico, comentando cómo dos titiriteros pueden ir a la cárcel sin fianza por intentar representar la manipulación política. Estoy hablando de mi país. Ahora:

Paradoja criminal. Una obra de títeres que denuncia la criminalización política interesada es objeto inmediato de una criminalización política interesada cuyo destinatario real es el Ayuntamiento de Carmena, el cual, en lugar de solidarizarse con los mensajeros injustamente criminalizados, ahora en la cárcel, intenta descriminalizarse criminalizando también a las víctimas, con lo que sólo consigue parecerse a los criminalizadores, y ello de una manera tal que, sin rehabilitarse a los ojos de los que no pararán hasta restablecer el antiguo régimen en el Ayuntamiento, se deslegitiman a los ojos de quienes tenemos que sostenerlos allí. Puede que la obra fuera mala y demagógica (no la he visto) y además inadecuada para niños; y si este es el caso habrá que reprochar a los responsables municipales que, en una situación tan delicada, con tantas cosas en juego, hayan sido tan poco cuidadosos y previsores. No había por qué contratarlos y, desde luego, una vez contratados, habría sido bueno advertir que se trataba de una pieza para adultos. Pero justificar o no denunciar ahora este intolerable atropello contra la libertad de ficción supone declararse derrotado en el único espacio real -el de los derechos civiles y culturales- donde somos más fuertes que ellos. De momento hay dos personas en prisión incondicional (¡prisión incondicional!) por haber exhibido, en el contexto de una ficción teatral, una pancarta tan absurda que, en su misma explicitud, se autodestruye como cuerpo de delito. Como sabemos, uno de los rasgos definitorios de las dictaduras es el de la literalidad y la oligosemia: el de una práctica punitiva que ignora la diferencia entre realidad y ficción, entre política y arte, para castigar frases aisladas y sin contexto (atribuidas a intenciones prejuiciosamente penalizadas). En los años 80 escribí los guiones de la bruja Avería, que se emitían en un programa infantil en la 1ª cadena de TVE y en los que este malvado y divertido personaje no dejaba de reivindicar la dinamita, la nitroglicerina y las explosiones nucleares. Al parecer empezamos la segunda transición con menos libertades y menos coraje. No conozco a los titiriteros encarcelados y no siento ninguna admiración por ellos; ni siquiera estoy seguro de que su pieza teatral me gustara. Pero como autor de los guiones de Los Electroduendes, votante de Ahora Madrid y crítico feroz de la primera transición, no puedo dejar de expresar mi solidaridad con los encarcelados y mi preocupación por estas prácticas criminalizadoras (y nuestra escasa respuesta ante ellas), criminalización de la que la víctima final y verdadera es la sociedad española y sus deseos y oportunidades de cambio

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