domingo, 10 de abril de 2016

El tiempo del fracaso



Aprovechando que la editorial Delirio, que se sostiene sobre la espalda de Fabio Rodríguez de la Flor, abre una colección pensada para que jóvenes autores que tengan algo que decir y que aún no se hayan sometido al estilo académico puedan empezar a publicar, y que comienza su viaje con Sea usted exitoso, un inteligentísimo análisis de la cultura contemporánea del muy joven Emmanuel Godínez, me atrevo a esbozar un par de ideas sobre el éxito y fracaso.

La cultura dominante, y aún dirigente, es la cultura del éxito obligatorio. Una suerte de neodarwinismo teológico, que se cierne sobre toda manifestación vital, ha resucitado la vieja creencia protestante de que Dios señala a sus elegidos con el éxito y, como recordamos desde Weber y su ensayo sobre los orígenes del capitalismo, con tal creencia nace también el mecanismo cognitivo inverso que obliga al éxito para mostrar los signos de haber sido elegido por la historia. Correr, correr, adelantar, como en la novela negra de Horace McCoy ¿Acaso no matan a los caballos? (que Sydney Pollack llevó al cine, traducida al español con el poco afortunado título de Danzad, danzad, malditos) ganar como objetivo sin pensar en la dirección de la carrera ni siquiera si tal carrera merece la pena emprenderse.  Allí donde debería haber una biografía ahora solo queda un curriculum vitae.

Cada vez me interesan más los autores y autoras que hace un siglo vivieron tiempos de oscuridad y pensaron sobre la condición de fracaso histórico. No cultivaron la estética del fracaso, una cultura en negativo de la cultura del éxito, una suerte de melancolía progresista que combina el desencanto con la acomodación, sino la teoría de por qué hay fracasos históricos que parecen acabar con las utopías y sueños de emancipación, al tiempo que nunca dejaron el camino. Hanna Arendt, una de ellas, llamó la atención sobre otros y otras de la generación anterior en su colección de ensayos Hombres en tiempos de oscuridad. Es un libro necesario, que nos recuerda que aún en los tiempos oscuros alguna gente no pierde la capacidad de lucidez. Para estas autoras y autores el fracaso nunca fue el fracaso personal, que daban por descontado, sino el fracaso histórico de las esperanzas colectivas, con el que había que convivir pero nunca resignarse.

La primera de ellas podría ser sin dudarlo Rosa Luxemburgo. Poca gente en la izquierda de su tiempo se atrevió a decir que Marx se equivocó, que si bien fue el mejor intérprete del capitalismo de su época, marró en su diagnóstico sobre la inminencia de colapso económico debido a sus contradicciones internas. Frente a quienes creían en la necesidad del progreso, ella miró con más cuidado los procesos contemporáneos. Ciertamente, sostenía, el capitalismo tiene un límite en su capacidad de explotación de una parte de la sociedad, pero a cambio desenvuelve un proceso continuo de invasión de los modos precapitalistas de existencia, tanto en su sociedad como, más tarde a lo largo y ancho de la geografía terrestre. Anticipó la globalización como una huída hacia adelante en la que ningún rincón del mundo quedaría al margen de la lógica del beneficio. Supo que ese proceso sería largo y destructivo a menos que se ofreciese resistencia. Su voluntad fue, como sabemos, quebrada por los paramilitares respaldados por la unión de socialdemócratas y conservadores. Explicó los mecanismos del fracaso pero también se convirtió en una de las avisadoras de lo que vendría si no se detenía el proceso de destrucción progresiva de las formas de vida diversas y la uniformización de la lógica del éxito. Hablaba con fluidez media docena de idiomas, recitaba de memoria a Goethe, escribió hermosísimas cartas de amor y, sobre todo, amaba las flores y la vida.



El segundo autor teórico del fracaso fue Antonio Gramsci. A diferencia de Rosa Luxemburgo, quien no llegó a ver la derrota de la revolución espartaquista, Gramsci sí vivió el final del bienio rojo, cuando se llenó Turín de consejos obreros que tomaron las fábricas y las mantuvieron en producción, desarrollando así una forma nueva de levantamiento distinta a la huelga. Gramsci vivió la emergencia de las camisas negras, la marcha sobre Roma y la toma consentida del poder por el fascismo. Fue encarcelado y antes de que su cuerpo frágil sucumbiera tuvo tiempo de hacer del fracaso de la revolución italiana un relato profundo de por qué un pueblo que tendría razones ilimitadas para levantarse prefería consentir en la subordinación. Fue el primero en mostrar que cultura es un nombre de derrota, que la fuerza cultural podía dominar las tensiones sociales que nacían de la situación de necesidad y precariedad económica. No aceptó la simplificación marxiana según la cual la religión es el opio del pueblo. Investigó los mecanismos por los que la religión es capaz de torcer las voluntades y producir consenso y consentimiento. Su conocida frase de que "todo hombre es filósofo" debería ser pensada y repensada por quienes siguen despreciando desde la derecha y la izquierda el poder del sentido común y la fuerza de lo cotidiano. Sus cartas a su hijo contándole cuentos de esperanza desde su celda donde ya agonizaba son testimonios necesarios de que el fracaso es tan ilusorio como el éxito y que lo que queda de la vida se mide por la voluntad.



El tercer autor, claro, es Walter Benjamin, el teórico de la degradación de la experiencia. Benjamin mira a los ojos de los soldados que vuelven del infierno de la guerra y explica su silencio. Hemos perdido la capacidad de narrar, de hacernos cargo de la experiencia. En Imágenes que piensan, Benjamin explica la diferencia entre la sobreabundancia de información y el misterio de los relatos que unas generaciones se transmitían a otras y con ellos una experiencia abierta, insondable, entre el testimonio de la catástrofe y la esperanza que trae la fuerza del relato. En esta colección de pensamientos,  encontramos estas palabras sanadoras: "Y también es sabido que la narración que el enfermo le hace al médico al principio de su tratamiento puede convertirse en el inicio del proceso de su curación. Surge así la cuestión de si la narración no formará el clima correcto y la condición más favorable para la curación. Si no sería curable en realidad toda enfermedad si pudiéramos avanzar lo suficiente -- hasta alcanzar la desembocadura-- por el río de la narración. Si tenemos en cuenta que el dolor es un dique que se opone al torrente de la narración, vemos claramente que ese dique siempre se desmorona cuando el río tiene la potencia suficiente para arrastrar al feliz mar del olvido todo lo que se encuentra en el camino. Las caricias le marcan un cauce a ese río". Decidió bajarse del camino antes que caer en manos de los nazis. Su relato quedó inconcluso como todo buen cuento de experiencia. Su "fracaso" no ha dejado de ser iluminador desde entonces.





La tercera, sin tampoco dudarlo, es Simone Weil. Como a Gramsci, le consumió la tuberculosis y la pasión. Fue disidente allá donde estuvo: dejó el judaísmo, su cristianismo fue condenado por herético, fue sindicalista revolucionaria, casi anarquista, platónica allí donde Platón no se habría atrevido a mirar, y escribió los más bellos textos del pensamiento contemporáneo. En un proyecto de artículo "Meditación sobre la obediencia y la libertad", leemos: "La fuerza social no puede ser ajena a la mentira. Todo lo que hay de más altto en la vida humana, todo esfuerzo de pensamiento, todo esfuerzo de amor es corrosivo para el orden. El pensamiento puede también, con toda justicia, ser señalado como revolucionario de un lado, como contrarrevolucionario del otro. En la medida en que construye sin cesar una escala de valores "que no es de este mundo", es enemigo de las fuerzas que dominan la sociedad. Pero no es tampoco favorable a las empresas que tienden a cambiar o transformar la sociedad, y que, antes incluso de haber triunfado, deben implicar necesariamente en quienes se consagran a ellas la sumisión de la mayoría a la minoría, el desdén de los privilegiados por la masa anónima y el menejo de la mentira. El genio, el amor, la santidad, merecen plenamente el reproche que se les hace a veces de mostrar una tendencia a destruir lo que hay sin construir nada en su lugar". Weil construyó toda su vida en medio del fracaso histórico de la esperanza.




Si su memoria no hubiese sido ya expropiada por el pensamiento más conservador, fundamentalista y casposo, incluiría tal vez en esta lista a nuestro Miguel de Unamuno. Necesito aún tiempo para recuperarme del rencor que me produce el uso sistemático de sus textos por la cultura en la que he crecido. Pero no desespero de volver a leer a Unamuno para encontrar allí luz en la oscuridad del fracaso histórico.

Lo contrario del éxito no es el fracaso sino la lucidez.









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