domingo, 19 de marzo de 2017

Nunca fuimos posmodernos




El término “posmoderno” ha adquirido matices y usos denigratorios que no tuvo durante los años en los fue un adjetivo epocal, usado desde la arquitectura a la filosofía, pasando por el conjunto de las artes y literatura en el último tercio del siglo pasado. No es raro oír o leer “hípster posmoderno” para descalificar a personas o líneas políticas. No era raro oírlo hace treinta años para calificar ciertas posiciones, estéticas y poéticas que pretendían enfrentarse a las teorías “críticas”, “universalistas” e “ilustradas”. En estas breves líneas querría abogar por un uso neutro, parcial, poco calificativo y, si es posible, irónico del término por dos razones básicas: la primera, porque no es posible definir “posmoderno” más allá de unos cuantos rasgos estereotípicos que se aplican a un “aire de familia” y que no definen en absoluto características que cumplan todas las obras y autores calificados de posmodernos; la segunda, porque me parece que lo que llamamos “posmoderno” es un conjunto de líneas, no siempre coherentes, que  no son otra cosa que derivas y modos de modernismo tardío.

Si es bastante sencillo identificar los autores y las líneas que se inscribieron en la lista de la posmodernidad, no lo es tanto, sin embargo, detectar qué tendrían en común tales autores y obras. Por ejemplo: es clara la influencia de ciertas lecturas de Heidegger y Wittgenstein (los heideggerianos franceses, como Derrida, los italianos como Vattimo, los norteamericanos como Rorty o Dreyfus…); es clara también la línea literaria basada en el uso y abuso de la fragmentación, la metaficción, la ironía y la parodia, en general asociada a la influencia de Navokov (DeLillo o Thomas Pynchon); también la negación de las acartonadas dicotomías entre alta y baja cultura; tal vez, la distancia de las formas políticas relacionadas con la Guerra Fría (no es incierto denominar “posmodernidad” a la posguerra de la Guerra Fría y a la Caída del Muro de Berlín); quizás, por último, la defensa de ciertas modalidades de relativismo contra las formas de objetivismo fuerte (y puede que algo autoritario). Una vez que agotamos esta lista de estereotipos, es casi imposible construir con ella un relato coherente que nos permita identificar de forma clara el posmodernismo, y mucho menos definirnos pro o contra.

Me atrevo a afirmar que lo que llamamos posmodernismo es más una construcción desde las afueras, una continua apelación a lo importante por parte de quienes veían en la época cambios que afectaban a algunos aspectos de la hegemonía ideológica, estética o política del momento. A pesar de que la historia reciente admite múltiples descripciones en relación con el posmodernismo, ofrezco algunas pinceladas sobre el contexto histórico del posmodernismo que no siempre han sido suficientemente señaladas:

Una, las Guerras de la Cultura, y en particular las Guerras de la Ciencia. Por estos nombres conocemos las protestas en universidades, revistas y periódicos por parte de una cierta élite cultural contra lo que consideraba la invasión de irracionalismo en la educación superior. El episodio más conocido fue la broma que el físico teórico Alan Sokal gastó a los estudios culturales enviando a una de las revistas del ramo un artículo sin mucho sentido, pero con una jerga biensonante. Descubierto el pastel publicó el best-seller Imposturas intelectuales que formó parte de una gran polémica que había comenzado en literatura, liderada por Harold Bloom (originariamente posmoderno) a favor de un canon literario que debería ser respetado por encima de todo. Fue seguida de una tremenda controversia entre darwinistas ortodoxos, representados por Richard Dawkins, contra los más críticos (y marxistas) como Stephen J. Gould y Richard Lewontin. Y, en general, fue una protesta generalizada contra la invasión de la universidad por departamentos de “Estudios Feministas”, “Estudios Africana”, “Estudios Hispánicos”, “Estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad” y temas parecidos. El claustro de la Universidad de Oxford, por ejemplo, se rebeló contra la concesión del doctorado honoris causa a Derrida; John Searle escribió un panfleto contra Derrida; Martha Nussbaum hizo lo propio contra Judith Butler,…, En fin, fue un tiempo. Están por relatar las Guerras de la Cultura y animaría a hacerlo a gente joven. Pero quisiera dejar un rápido apunte sobre este periodo: nunca se pudo distinguir cuánto había de defensa de la objetividad y cuánto de pensamiento neoconservador. Cuando el papa Ratzinger abrió su guerra contra el relativismo, desde la objetividad y la verdad, uno de los momentos más centrales de las guerras, empezamos a pensar cuánta ambigüedad y posible connivencia había entre Sokal, declarado “ilustrado de izquierdas” y el integrismo católico. Estos días próximos interviene Sokal en Madrid, en unas conferencias organizadas por ElCorteInglés (Fundación Ramón Areces, una de las fundaciones más neoconservadoras de este país).

Dos, la era de la frivolidad. En España conocemos bien esta época, pues coincide con la movida, un proceso que clausuró en una nube de conciertos pop las grandes olas de protestas que habían inaugurado la Transición. El primer cine de Almodóvar, en España, o American Pycho, en Nueva York, dan cuenta de aquél tiempo del “danzad y enriqueceos, malditos”. Mucha de las caricaturas que se hacen de la posmodernidad y el posmodernismo provienen de aquella experiencia, que tan gráficamente describió Sabina en su copla Estaban todos, menos tú. Que, en el caso de España, esta movida fuese liderada por la nueva hegemonía socialdemócrata y los nuevos grupos de comunicación como PRISA, de ideología declaradamente “ilustrada” y, por consiguiente (y uso aquí el “por consiguiente” en recuerdo del latiguillo de Felipe González), teóricamente enfrentada a la posmodernidad, no parece importar ahora. Que Solchaga declarase barra libre para enriquecerse y dar pelotazos en España, desde una ideología contra-posmoderna, pero envuelta en un halo de posmodernidad, no parece encajar bien en la frivolidad posmoderna. Que el perrito de Jeff Koons, que preside el Guggenheim de Bilbao fuese promovido como icono de una reconversión de una ciudad industrial en un parque temático dedicado al “ARTE”, por parte de un gobierno demócrata-cristiano apoyado por la socialdemocracia, todo ello en un complejo teóricamente contra-posmoderno, tampoco parece compadecerse con la frivolidad que habría instaurado el posmodernismo contra la seriedad ilustrada. NO hablaré de Valencia y sus parques temáticos culturales por falta de espacio. Pero me gustaría.

Tres, la era del neoconservadurismo. Fredric Jameson, un crítico marxista, aunque de estilo literario más bien posmoderno (French Theory) escribió un artículo que se ha repetido ilimitadamente: “El posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío”. Parecería que en el mismo saco de la posmodernidad entraría todo lo que justifica y sostiene el capitalismo contemporáneo. Que las revueltas de Seattle contra la globalización, los movimientos altermundistas, los “Occupy” desde El Cairo hasta Manhattan, pasando por Sol, se incardinasen en una lógica de pensamiento posmoderno (todos sus teóricos, incluidos, o sobre todo, los que ahora parecen abjurar del “posmodernismo”, citasen con asiduidad autores posmodernos, poscomunistas, y no solo Laclau-Mouffe, sino otros muchos mucho más alineados. David Harvey, por ejemplo) no parece que contrabalancee esta declaración tan asertiva en las redes, difundida con pasión muchas veces por quienes no podrían especificar qué quieren decir con “posmoderno”. Que el anti-autoritarismo de Guy Debord y los neo-dadaismos que le siguieron formen parte de una nueva sensibilidad política tampoco parece haber hecho mella en estos aceros.

Parecería que estoy defendiendo el posmodernismo. No. Me he pasado la vida discutiendo muchas de las tesis que pasan por “posmodernas”. Lo hice ya en mi tesis doctoral, en 1980, y desde entonces he seguido. Tengo la completa convicción de saber cuál es el terreno que estoy pisando. Mi diagnóstico es que lo que llamamos posmodernismo es una forma más de modernismo, reiterado a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. El modernismo es una reflexión a veces ácida, a veces rupturista, sobre la cultura y los procesos de la modernización. Sobre el gusto burgués, sobre las formas “fáciles” y los relatos sencillos de leer, sobre la sumisión activa basada en el chantaje cultural. Desde Heidegger y Wittgenstein, desde Adorno (quien hoy pasaría por posmoderno en muchos ambientes) J.M. Coetzee, Sebald o David Foster Wallace, la búsqueda de una lucidez no basada en panfletos ha constituido la mejor tradición del modernismo tardío.

El modernismo es la reacción cultural a la modernización y las sucesivas revoluciones industriales y técnicas, del mismo modo que el romanticismo lo fue a las revoluciones contra-estamentales. Se extiende desde finales del siglo XIX hasta nuestra época en sucesivas oleadas que se transforman a la par de los tiempos. Fueron modernistas Heidegger, Wittgenstein y Ortega, autores todos que podrían ser ya llamados posmodernos en su momento. Fueron modernistas las varias oleadas de vanguardias que trataron de romper con la dicotomía entre arte y vida cotidiana. El modernismo es la reflexión sobre los claroscuros de la vida urbana, la fragmentanción de la experiencia y la crisis de valores en un mundo donde los lazos afectivos se han desarticulado. Así, el posmodernismo es el modernismo de la globalización, los mestizajes de culturas y las reivindicaciones de otra vida en otro mundo posible.

La cultura de la Transición fue dirigida por una visión básicamente "ilustrada"(lo que en el momento histórico significaba la cultura occidental de la Guerra Fría)  y el fin del Telón de Acero dejó sin sentido muchos de los lemas que habían constituido las bases de la carrera científico-tecnológica: la neutralidad científica, la insistencia en separar lo subjetivo y objetivo, la preocupación por difundir la mentalidad científica. La ideología neoliberal sustituyó a la metodología basada en los modelos de las ciencias físicas y formales con los modelitos matemáticos de los microeconomistas, que se reducían al final a un juego de fuerzas newtonianas, ahora con intereses en vez de atracciones gravitatorias. Los movimientos posmodernistas fueron en cierto modo paralelos: a veces, en su versión conservadora, meros acompañantes de la máxima "¡enriquecéos!", a veces críticas ácidas e irónicas de esos nuevos horizontes. Sin embargo, ahora, vemos que fue más excesivo el tono épico que adoptaban muchos de sus promotores: "esto está ya superado"; "las dicotomías (el pensamiento binario, en la jerga del tiempo) están ya superadas", "la metafísica está ya superada", "la epistemología ya está superada", "el realismo está ya superado". Tanta superación era agotadora. Hoy, era de esperar, vemos resucitar con toda vitalidad los muertos superados. Pero no hay que hacer sangre con aquellos discursos. Era el tiempo. Hubo desaciertos y perspectivas que ya han quedado incorporadas a nuestro modo de pensar. Algunos autores emergen ya como clásicos de esta época: Sebald, Coetzee, D.Foster Wallace, Bernard Williams, Hilary Putnam, Stanley Cavell, ... Y no podremos ya entender nuestro mundo sin el modernismo posmoderno.

Los grandes movimientos como el altermundismo, los Occupy o el 15M han sido las últimas reediciones de levantamientos cíclicos que han exigido la realización de posibilidades alternativas. Incluso en las apariencias, en la presentación en público, la voluntad de imagen ha variado a lo largo de estos ciclos de resistencia: los moods, que nacieron en los barrios obreros ingleses y escoceses se vestían de traje y corbata para dar libertad a su insolencia contra la City; los hippies eligieron la ropa country para negar la alienación urbana; los indies y grunges, antecesores de lo hípster, arramblaban con los armarios de sus padres para protestar contra las marcas y el consumismo (fue la moda más característica del tiempo de la posmodernidad). Es sorprendente que la estética de los nuevos partidos políticos reivindique en su apariencia las ropas grunge al tiempo que estigmatizan el posmodernismo. Paradojas del tiempo presente.

Mi conclusión: nunca fuimos posmodernos. Desde hace siglo y medio hemos estado embarcados en la construcción de una cultura que interpretase y criticase la destrucción de la experiencia por parte de la modernización. Desgraciadamente, la banalidad, la frivolidad, la institucionalización artística y la estupidez intelectual han acompañado, también, a las voluntades críticas del modernismo. 

2 comentarios:

  1. Ni nosotros ni nadie ha sido nunca posmoderno. Tal vez alguien se ha visto engañado cuando ha oído hablar de "la posmodernidad". Tal cosa no ha sido nunca (o, al menos, así lo creo) una época o una generación, sino un debate. Un debate de la modernidad que piensa y repiensa sus propias categorías (Como ha hecho siempre, por otra parte, la modernidad que ha huido de la colonización dogmática de sus propios principios)

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  2. Si quinientos años que nos separan del comienzo de la Modernidad, no es demasiado tiempo en los ciclos culturales y de pensamiento, tan sólo un siglo y medio no nos permite tener suficiente perspectiva para trazar una cartografía lo bastante práctica. Pero si, como señalas, las raices próximas del pensamiento postmoderno están en el modernismo del XIX, no van desencaminadas las críticas de conservadurismo, ya sea como postura activa o como consecuencia. De los autores que mencionas, y conozco, me han resultado tan interesante el dedo que entra en la herida, como ineficaz para cicatrizarla. Será que sigo siendo un premoderno.

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