domingo, 28 de mayo de 2017

Estados de desgracia



La relación entre la aflicción y padecimientos humanos y la política es muy estrecha aunque este vínculo no sea claramente visible debido a la perversión ideológica que consiste en remitir el daño a la naturaleza de la vida. Las religiones suelen ser habituales soportes de esta naturalización del dolor al anclar en la condición humana de caída la inevitabilidad del sufrimiento: “parirás hijos con dolor y ganarás el pan con el sudor de tu frente”, como si el dolor del parto y el sudor del trabajo fuesen el paradigma del sufrimiento. Simone Weil, en un profundo escrito titulado La desgracia y el amor de Dios, establece una distinción que nos ayuda a salir de esta perversión, a pesar de que su texto fue redactado desde sus experiencias y convicciones religiosas. Es la distinción entre lo que llama “desgracia” y el “sufrimiento”. La desgracia, dice, es un estado de hundimiento que fractura la capacidad agente. El sufrimiento, por el contrario, es una forma de dolor o padecimiento al que se da sentido y que produce no solo un debilitamiento sino una ampliación de la agencia.

Ilustra Weil su distinción precisamente con el ejemplo bíblico: el dolor del parto que, nos aclara, en general, no deja huella en el alma. Más bien es una manifestación de vida y de amor a la vida. Es asumido como todo lo antitético de una desgracia. El estado de desgracia es distinto del dolor; es, primero de todo, un estado, algo producto de un daño. Es un modo de habitar el mundo en el que no se encuentra respuesta al padecimiento. En el estado de desgracia no se halla sentido y la persona que lo sufre se sumerge en la condición de víctima. Quizás haya desgracias que tengan orígenes naturales, pero la inmensa mayoría de las desgracias son debidas a causas sociales: la violencia, la tortura, el exilio, la pobreza, la exclusión y marginalidad, la opresión. Para la víctima en estado de desgracia, el simple hecho de pensar el futuro se vuelve casi imposible; el pasado se impone no como memoria sino como retorno inmisericorde. Lo peor de la desgracia, afirma Weil, es que la víctima sufre una quiebra en su alma. Puede que ni siquiera distinga las causas de los efectos, que se crea culpable en vez de víctima. La misma compasión y la capacidad de cuidado de los otros se deteriora. Si acaso encuentra algún consuelo, lo será en la visión del mal que otros comparten: “mal de muchos, consuelo de tontos” dice el refrán castellano. La desgracia es, definitivamente, la condición caída de la humanidad. Pero la desgracia, nos enseña Weil, no es un producto natural, es el estado en el que caemos por causas sociales.

A diferencia de la desgracia, el dolor, la enfermedad y la muerte son parte de la vida. La vida no es menos hermosa porque haya dolor y muerte, como el mar no deja de serlo porque sus olas produzcan naufragios. El dolor es un producto de nuestro cerebro, un necesario precio para evitar peligros, y la muerte es parte de la reproducción de la vida. Todo esto puede ser asumido sin caer en la desgracia que es un producto de lo que los filósofos morales llaman daño: un padecimiento que podría haber sido evitado y que no lo ha sido por causas de la violencia, el poder y el espíritu de dominio o de indiferencia al dolor de otros.

A las víctimas, las compadecemos, ocasionalmente las socorremos y las recordamos, pero, en esto coincido con Simone Weil, deseamos que salgan del estado de desgracia. El sufrimiento, afirma, ocurre no cuando deja de existir el padecimiento y la aflicción, sino cuando adquieren sentido. Se puede tener una enfermedad o haber sufrido violencias y torturas y sin embargo haber logrado superar el estado de desgracia cuando se da sentido a lo que ocurre. No estoy con Weil, de hecho no soy capaz de entenderlo, en que esa superación pueda darla la religión y el amor de Dios. Hay otras capacidades humanas que sí pueden darnos la superación de la desgracia y su conversión en sufrimiento.

A diferencia de lo que suele pensarse y escribirse, hay formas de reacciones afectivas calificadas como negativas que pueden realizar ese trabajo: hay formas de rencor y resentimiento que no fracturan la agencia, que no autoculpabilizan a la víctima, que no la alejan de su capacidad de compasión, cuidado y ayuda mutua. Hay modos de resentimiento que activan la lucidez para comprender las causas, para diferenciar lo que puede cambiarse y lo que no y, comprometerse en el cambio o aceptar el destino con lucidez y amor. Amor y resentimiento no están necesariamente separados. En sus formas activas están entrelazados y, de hecho, están en el fondo originario de la política, en su mejor acepción de modos de socialidad y comunidad que pretenden la transformación de las cosas.

En el origen de los estados, cuando la agencia humana se comenzó a distinguir de la imposición de los dioses, surgieron diversos géneros en donde la libertad se contraponía al poder. La tragedia griega fue uno de ellos, los libros sapienciales, alguno de los cuales se ha conservado en la Biblia, fueron otro de ellos. En esta literatura, espejo de los príncipes y los ciudadanos, se contrasta el poder de interpelación de los débiles contra la inmensidad del poder del estado o de los dioses. De todos ellos, Antígona, en la tradición griega, y el Libro de Job, en la semítica, son sin duda dos textos fundacionales de la filosofía política. El Libro de Job, quizás una réplica de libros similares sumerios, sapienciales, trata de un justo que cae en estado de desgracia por la apuesta de dos dioses: el más importante de todos, Yahvé, y un dios menor, Satán. Job no se arredra y no escucha a sus presuntos amigos que quieren convencerle de que la víctima lo será por algo merecido. Interpela a Yahvé, o Elohim o Eloaj, pidiéndole explicaciones por su decisión, con todo el rencor de quien no entiende por qué se le trata de esta forma. Y consigue que el mismo dios le responda, por mucho que lo haga con palabras amenazantes. Dios o el estado, aquí no importa: Job inaugura la agencia política en la nueva forma de la humanidad:

Estoy hastiado de mi vida
daré rienda suelta a mi pena
hablaré de mi amargura.
Diré a Eloaj: No me condenes
hazme saber por qué me encausas.
¿Acaso te beneficias de mi opresión
mientras desdeñas el fruto de tus manos y
fulguras en el consejo a los culpables?
¿Son tus ojos de carne?
¿Ves como ve un mortal?
Job 10, 1-4

La interpelación de Job al todopoderoso (dios o estado): "¿son tus ojos de carne?/¿ves como un mortal?" es la pregunta que nace desde el resentimiento de quien no entiende y desea comprender, de quien no se resigna a su estado de desgracia. 

En un hermoso ensayo, Suffering, politics and power, la filósofa Cynthia Halpern se plantea las diversas formas en las que se ha justificado el estado. Desde sus orígenes, la filosofía política se ha ocupado de los orígenes del estado. Orden, seguridad, justicia, libertad, etc., suelen ser conceptos con los que se elaboran los argumentos sobre los que se legitima su existencia. Halpern hace una relectura muy inteligente de Hobbes y de Nietzsche, dos autores muy maltratados por la tradición, fijándose en cómo la obra de aquellos funda la política en la negación del sufrimiento, en el sentido de desgracia del que habla Simone Weil. Los dos niegan la naturalización religiosa del sufrimiento. Ambos tienen una mirada lúcida y científica respecto al dolor. Hobbes por su visión moderna del cuerpo humano y de la mente como productora del dolor, Nietzsche, por su interés profundo en el estudio de la vida y de la psicología (él se consideraba psicólogo moral, más que otra cosa). Pero también ambos distinguen claramente entre el dolor y el daño, es decir, el sufrimiento evitable.

La línea anarquista de pensamiento siempre ha sido muy reacia a pensar sobre el estado o aceptarlo. “Anarquía es orden sin gobierno”, leemos muchas veces escrito en los muros de la ciudad. Tiene razón el anarquismo es su escepticismo y desconfianza del estado cuando se asienta sobre conceptos abstractos como orden, seguridad, justicia, libertad y se olvida de lo real y concreta que es la desgracia. Quienes caen en desgracia quedan excluidos de la ciudadanía. Son descartados, se convierten en seres obscenos (fuera de escena, en sus raíces etimológicas). Es entonces cuando el rencor y el resentimiento pueden convertirse en actitudes reactivas de carácter político que transformen la situación, que den sentido al padecimiento y que permitan la comprensión de lo que ocurre y la transformación de la desgracia en sufrimiento y resistencia. Cuando los estados se convierten en estados de desgracia, las políticas del resentimiento son las únicas posibles para recordar a la sociedad que la única justificación posible del estado es que evita el sufrimiento evitable de sus ciudadanos. Por eso el anarquismo renace una y otra vez de sus cenizas organizativas (casi siempre desorganizativas) como una voz disidente que recuerda a nuestras olvidadizas memorias que la única secularización que importa es la que niega la condición de caída de la humanidad, que lo único que justifica la política es la salida del estado de desgracia. 

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