domingo, 25 de junio de 2017

La furia de Ayax





Las emociones humanas son sutiles y tienen matices que deben distinguirse para entender su funcionamiento, sobre todo cuando se extienden y son compartidas por multitudes o capas de la población, convirtiéndose así en políticamente activas. He escrito ya sobre el resentimiento como una emoción que es muy sugestiva como emoción política. Se trata de una emoción ligada al daño, que persiste mientras el mundo no haya resuelto aceptablemente dicho daño y vuelto a resituar a la víctima en su lugar en el mundo. Aunque hay formas nocivas de resentimiento, otras son muy positivas como base de la resistencia política contra la desigualdad y la falta de reconocimiento.  En cierta forma, la conciencia de clase y de opresión están ligadas a la activación del resentimiento, que se convierte así de pura demanda al mundo, en seña de identidad del grupo oprimido.

A diferencia del resentimiento, sin embargo, el odio es una emoción incapacitante y destructiva. Es una emoción fácilmente manipulable, de hecho la más fácil de construir y manipular. A diferencia del resentimiento, no es una pasión en sí misma política, es decir, que pueda despertar la conciencia de la opresión. Por el contrario, es una pasión manipulada, que destruye la agencia y se pone al servicio de intereses extraños. Es cierto que a veces el resentimiento deviene en odio, en vez de en conciencia de la opresión. Ocurre, precisamente, cuando es manipulado para desviar la atención de las causas reales del daño hacia otros objetos que son del interés de quienes lo manipulan.

Mientras que el resentimiento generalmente está ligado y producido por un daño, y se ordena a que la sociedad reconozca y arregle lo ocurrido, el odio es una emoción dirigida contra personas o grupos. Es una emoción cegadora cognitivamente, que se resuelve en sesgos estables por los que se culpabiliza a los objetos del odio de todos los males que sufre el que odia, independientemente de su aquellas personas tuvieron algo que ver, lo que generalmente no es el caso cuando el odio es parte de la estrategia política de alguien, interesado en cegar a la gente.

El odio está unido generalmente a lo que el psiquiatra estadounidense Josep Westermeier llamó Sindrome Amok. Es una violencia ciega y homicida que afecta en ocasiones a personas y grupos convirtiéndoles en puros instrumentos de agresión. Proviene de un término malayo, que hace referencia a esa violencia salvaje. Todas las culturas han reconocido esta forma de locura que transforma a la gente en algo así como animales con rabia. En la tragedia Ayax, Sófocles describe con acierto este síndrome: Ayax, quien se considera desfavorecido porque no le ha sido concedida la armadura de Aquiles, y se le ha donado a Odiseo, es cegado con una furia asesina por Atenea, quien le hace creer que una manada de reses son sus enemigos. Ayax mata animales y se lleva a otros a casa para torturarlos. Al final, Ayax acaba sucidándose. Sófocles mira con tanta compasión como distancia este final trágico de quien ha sido cegado por los dioses.

El odio, como le ocurre a Ayax, es una emoción que suele estar construida socialmente. Su capacidad para cegar a quien lo siente, haciéndole insensible a las causas, volviéndole incapaz de examinar el orden de lo real, haciéndole vivir en un mundo imaginario de culpas y castigos, hace del odio un instrumento eficiente y útil para el poder. Desvelar la manipulación subyacente, sin embargo, es muy difícil y es una de las tareas más importantes de los usos sociales de la epistemología, el de hacer visibles las metacegueras (la ceguera a la propia ceguera) y sus orígenes en las estrategias del poder.
Muchos conocerán el caso: en 1998, un muchacho gay, estudiante de la universidad de Wyoming, en Laramie, fue conducido al campo por dos jóvenes Aaron McKinney y Russell Henderson, haciéndole creer que le llevaban a su casa. Allí, atado a una valla, fue torturado, dejándole la cara ensangrentada. Durante dieciocho horas permaneció abandonado en una agonía interminable hasta que fue descubierto por un ciclista. Fue llevado al hospital, donde llegó en coma y falleció más tarde. Sus agresores volvieron al pueblo, en donde fueron detenidos casualmente por haberse metido en otra pelea. El sheriff relacionó las manchas de sangre de la culata de la pistola con la que le habían torturado con Mathew, y les detuvo.

Su juicio se convirtió en una noticia nacional y condujo al establecimiento jurídico del delito de odio. Mathew era un joven hermoso, de poca consistencia física, sociable y entusiasta, muy preocupado políticamente, que nunca ocultó su orientación y preferencias sexuales. En el juicio los defensores intentaron la defensa de que había sido Mathew quien se había aproximado a los dos asesinos provocándoles, decían, un “pánico homosexual”. Gracias al camarero, quien conocía a Mathew y recordaba la noche, se pudo cortocircuitar esta alegación que, posiblemente, hubiera llevado a una leve condena de los agresores. La madre de Shepard se convirtió en una activista contra el odio y la homofobia.

Poco después, Moises Kaufman, dramaturgo neoyorquino, propuso a su grupo, The Tectonic Theater Project, la realización de una obra sobre este caso que ya era muy conocido por la opinión pública. En lugar de hacer un guion y representarlo, los miembros del grupo decidieron viajar a Laramie y convivir con la gente del pueblo y realizar muchas entrevistas para informarse directamente sobre el caso e investigar cómo había sido vivido por la gente. La obra, The Laramie Project, se representó en el año 2000 en numerosos lugares y más tarde se convirtió en una película con el mismo título. Posteriormente, dio lugar a la Fundación Laramie Project-Mathew Shepard, que aún existe y participa activamente en campañas contra el odio.

La obra consiste en la representación de las entrevistas que realizaron los miembros del grupo. Cada uno de los actores se convierte en múltiples personajes que dibujan un muro de escenas que rehacen la historia. Más allá del relato de los hechos, lo más interesante de la obra es la profundidad con la que excava en las conciencias de la gente. En numerosas entrevistas se mezcla una superficial compasión por Mathew Shepard con un más sincero enfado porque se haya atraído la atención hacia el pueblo por este suceso. Todos declaran ser partidarios de “vivir y dejar vivir”.  Los miembros del grupo, intrigados por estas declaraciones, visitaron sistemáticamente las iglesias de las diversas acepciones del pueblo y asistieron a las homilías dominicales, donde se formaba sistemáticamente la conciencia de los fieles. Hablaron con los párrocos y les preguntaron su opinión. Bajo la usual condolencia, latía el odio profundo a los homosexuales, que era predicado desde los púlpitos, en una hipócrita distinción entre el “pecado” y “pecador”.

La homofobia, como el racismo, la xenofobia y el sexismo, las formas más activas de odio, son alimentadas por discursos sistemáticos que subyacen muchas veces a lenguajes políticamente correctos, pero activamente violentos en los estratos inferiores. Son discursos ordenados para desviar la atención y producir disposiciones estratégicas a la violencia. Aunque los discursos de odio son efectivos en todas las capas sociales, son particularmente eficaces en las personas con menos recursos culturales. Las capas medias bajas, los habitantes de zonas rurales abandonadas y depauperadas, de barrios sometidos a la presión de la emigración, los expulsados de los trabajos por la deslocalización, … En cada época y contexto se crean las condiciones para que lo que eran comunidades se conviertan en masas ciegas por el amok.

La construcción cultural del odio es la tarea básica de lo que Gramsci llamó “intelectuales orgánicos”: religiones institucionales, periodistas, propagandistas,…, cuya función es la distorsión sistemática de las causas y, sobre todo, la creación de imaginarios emocionales que produzcan la conversión del otro en un zombi amenazante. La construcción cultural es muy comprensible gráficamente como “zombificación” del otro: en primer lugar, se elabora una teoría naturalizadora del mal que sufre el otro. Se le medicaliza, se le explica biológicamente, se le degrada a un puro cuerpo deseante. En segundo lugar se construye el asco al otro. El imaginario produce sutilmente emociones de desagrado y asco sistemático. En tercer lugar, se le convierte en cuerpo deseante que amenaza a los “nos-otros”, en cuerpos ciegos que quieren apropiarse de lo propio. En cuarto lugar, se justifica la violencia como recurso necesario contra esos zombis.

El mecanismo es eficiente, barato, simple, fácilmente practicable, incluso, o sobre todo, sin muchos recursos culturales. No se necesita sofisticación, todo lo contrario. Cuanto más bruto sea el periodista, el político, el párroco, cuanto más capacidad tenga de reproducir los eslóganes, su eficiencia será mayor. Una vez puesto en marcha el dispositivo, se genera una subestructura social que es fácilmente utilizable políticamente. 

Todas las películas, novelas o cómics de zombis dejan saber que están hablando del ahora, pero ninguna ha sido tan explícita como la segunda temporada de The Walking Dead. El grupo de Rick Grimes está refugiado en la granja del antiguo veterinario Hershel Greene, quien se niega a aceptar el estado de las cosas y afirma la humanidad de los “caminantes”. De hecho, como descubrimos a lo largo de los episodios, ha dado también refugio a alguno de ellos en su granero y los cuida y alimenta. Toda la temporada gira alrededor del debate que plantea este último idealista a quien los pragmáticos peregrinos contemplan como si él fuese el verdadero zombi de este mundo en destrucción. En una escena que podría calificarse de postrimerías kantianas, los muertos vivientes del granero quedan en libertad, pero acaban de morir por la balacera de los no contaminados, quienes descubren que acaban de matar a Sophia, la niña a la que buscaban desde hacía tiempo.

Albert Camus, en La Peste, y esta temporada de The Walking Dead, dejan muy clara la paradoja de la construcción cultural del odio: mientras que los procesos de naturalización tratan de ver al otro como víctima de una infección contagiosa, la infección real la sufren los que son víctimas de esta ceguera. José Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, de 1998 trató también esta paradoja de la contaminación. Cuando se crean vallas, las primeras víctimas de la peste son los supervivientes, que se creen los sanos.
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