domingo, 16 de julio de 2017

Trabajar cansa, no hacerlo,...




Observo con pasmo que si uno escribe "filosofía del trabajo" en el buscador Google, las referencias que se encuentran nos llevan a "filosofía del trabajo en Japón" o a algún libro de la editorial del Opus sobre el trabajo como forma de acercamiento a Dios. No menos mala, aunque más previsible, es la experiencia de escribir simplemente "trabajo": la pantalla se llena de páginas de empresas de búsqueda de empleo. Es ilustrativo porque señala dos asociaciones estructurales del trabajo bajo las condiciones contemporáneas: el trabajo que agota el tiempo de vida o el trabajo asalariado como algo escaso. Y en nada consuela el que ocasionalmente aparezcan referencias al trabajo desde un punto de vista antropológico como característica esencial del ser humano.

Este final de curso me ha llevado a pensar sobre la necesidad de recuperar la tradición de la filosofía del trabajo que inició Marx. Tanto el cansancio personal como el estímulo de haber escuchado y conversado estos días con varios colegas sobre el horizonte contemporáneo del trabajo, me conduce a esta necesidad. He leído últimamente, además, varias obras donde el cansancio, no ya el trabajo, se convierte en el tema de la obra: La trabajadora, de Elvira Navarro,  Clavícula, de Marta Sanz,  Desde los escombros, de María Prado, Hijos de la noche, de Santiago López Petit, que traducen en literatura el devastador análisis del trabajo contemporáneo que había hecho el sociólogo Richard Sennett en La corrosión del carácter.

Escuchaba a la economista Lina Gálvez, especialista en trabajo desde una perspectiva de género, al periodista y sociólogo de la empresa Esteban Hernández, a Vicente Palop, un médico especialista en fibromialgias, tratadas desde una concepción humanista de la medicina, a Marina Garcés, filósofa, a César Rendueles, sociólogo. Desde perspectivas muy diferentes coincidíamos en describir el horizonte desolador en donde el trabajo o su falta están destruyendo nuestro sentido de futuro, nuestras esperanzas de planes de vida humanos.

Primero la sociología y economía, luego la antropología, más tarde la filosofía. No comenzar el mundo por los conceptos sino por las prácticas. Recordaba Lina que los cambios tecnológicos, a lo largo de la historia, han destruido trabajo pero han creado otro, que la amenaza del fin del trabajo no es sino una amenaza para lo que importa: tener una reserva estratégica de mano de obra que quiebre la solidaridad colectiva. Lo comprobaba en mi sector, el de la investigación y la enseñanza universitaria, donde la amenaza del paro no se corresponde con la necesidad de trabajos de investigación y enseñanza, pero sí con la transformación hacia una universidad de trabajo esclavo, precario, cada vez más jerárquica. Describía Esteban Hernández el terror que se impone en las empresas, el paradójico aumento de la carga de horas y, sobre todo, de la presión sistemática por los resultados, en una monitorización permanente, que nos devuelve a las estrategias de ordenación del trabajo fordistas. De hecho, comentaba yo, nunca salimos del capitalismo fordista, al contrario, estamos profundizando en él.

Marx tenía razón. No es posible separar el trabajo de la alienación, de la explotación del tiempo de vida del otro: en la familia patriarcal, en la industria, en las nuevas formas de explotación que se llaman emprendimiento, que no son sino vueltas al capitalismo pre-industrial, donde se explotaba a los trabajadores y trabajadoras sin permitir su reunión en un espacio común.  Tampoco, sin el orden jerárquico. Marx sostenía que el modelo de una empresa se había tomado del cuartel. No ha disminuido, sino aumentado la similitud. Las nuevas formas militares, de supuesto trabajo en equipo, de juegos de guerra que esconden una feroz competencia bajo una superficial colaboración, nos devuelven a su vieja reflexión. El trabajo por proyectos, que no es sino la vuelta del trabajo por obra frente al trabajo por tiempo. Que se presenta como avance en productividad, cuando no es sino retroceso que aprovecha la destrucción del poder de la asociación. Entre los siglos XIV y XV, gremios de numerosas ciudades europeas lucharon por conseguir un reloj en los ayuntamientos, para forzar los salarios por tiempo y no por obra. Ahora, el reloj, ya internalizado en el reloj del ordenador, sirve para destruir nuestro sentido del tiempo.

El tiempo de vida destruido: por el trabajo, por su falta. Las nuevas enfermedades, epidemias, asociadas al trabajo y al desempleo, no son menos dañinas que las que destruyeron los cuerpos de las trabajadoras y trabajadores del siglo XIX. Las fibromialgias, las depresiones, las fatigas crónicas, los trastornos obsesivo-compulsivos. Muchos médicos siguen biologizando enfermedades que podrían no haber surgido sin las nuevas presiones sociales asociadas al estrés de la explotación, que se manifiesta en las múltiples caras del trabajo: la conciliación, los planes de vida, la imposibilidad de tener futuro. Una mirada social y antropológica a las enfermedades nos permitiría escapar de las nuevas adiciones a la autoayuda, a las terapias de mero tratamiento de síntomas para recuperar formas de cuidarnos colectivamente. Convertir el sufrimiento en ira, la indignación en terapia.

La antropología: el trabajo como producción y reproducción de vida. Sometido a la depredación  de un sistema económico que no distingue entre los trabajos de cuidado, los trabajos para reproducir los bienes comunes, los trabajos de creación, los trabajos de reproducción, los trabajos del cuerpo y los trabajos de la mente. Todo cae bajo la única forma que es la mercancía, la "commodification" universal de lo diferente. Marx se equivocaba en dar tanta importancia a la división social del trabajo entre manual e intelectual. Olvidaba los trabajos de cuidado, los trabajos pro-común, los trabajos de creación. No podía imaginar el grado de colonización de las fuerzas de la vida que alcanzaría el capitalismo en sus fases ulteriores.

La filosofía: Simone Weil, que sólo había tenido experiencia de trabajo como investigadora y profesora, necesitó emplearse en una cadena de montaje para aprender cuál era el dolor y el daño que sufrían las trabajadoras. No sabía que cien años más tarde, los cuerpos de las becarias y becarios sufrirían daños similares. Pensar el trabajo con las categorías del daño: no tendría que ser así. No tendrían que colonizarse los tiempos de los otros en una loca carrera que está destruyendo el mundo. Tenemos recursos para hacerlo de otro modo. Trabajos de sostenimiento y cuidado del mundo y de los otros. Tenemos tecnologías de bajo impacto y de alto impacto que pueden revertir la destrucción y crear posibilidades de futuro: personal, colectivo. Que no asocien trabajo y sufrimiento constante, sino trabajo y reproducción de los vínculos afectivos que tendrían que sostener las comunidades.

Pensar el trabajo es pensar en un mundo sin capitalismo. Imaginarlo. Para olvidar el apocalipsis en el que se han instalado nuestras imaginaciones.

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