Conviene tener siempre a mano los libros de Manuel Castells, y en especial su biblia, la trilogía sobre la sociedad de la información. En 2010, la reedición del segundo volumen, sobre El poder de la identidad, contiene un sustancioso prólogo que recoge sus reflexiones sobre la primera década del milenio y continúa lo que yo llamaría ya la Paradoja de Castells: en la era de la globalización y la sociedad red, cuando parecería (y de hecho algo así ocurre) las formas de habitar se hacen más uniformes, la identidad se ha convertido en la fuerza más poderosa en la producción de conflictos y, a la vez, de vínculos comunitarios. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial todos los grandes conflictos han tenido un componente esencial de motivación identitaria: la época de los movimientos de descolonización; la modalidad de conflictos étnicos como la Guerra de los Balcanes y tantos conflictos africanos,..., la reclamación de identidad ha operado como una fuerza histórica sin otro precedente que la formación de los estados nación del siglo XIX.
En su nuevo Prólogo, Castells recorre los conflictos identitarios del nuevo milenio y las paradojas que presentan casi todas las explicaciones. Una de las perplejidades que expone es con la usual explicación de que son las religiones las causantes de los conflictos identitarios a través de los nuevos fenómenos del fundamentalismo. Comparto con él la actitud ilustrada y el ateísmo, pero también la inquietud por la superficialidad de esta explicación. Castells nos da algunos datos (estoy seguro que bien fundamentados, como los que él proporciona): sólo el 15% de la población del mundo se declara atea. Las grandes religiones no han dejado de crecer en las últimas décadas (cristianismos, formas de islam, hinduismo, budismo, taoísmo, sintoísmo) con tasas estables de expansión. Los fundamentalismos, y más claramente los fundamentalismos violentos, sin embargo, no están correlacionados con esta expansión sino que más bien colonizan esta expansión debido a otros procesos históricos. Hay muchos ejemplos históricos, pero quizás el más obvio sea el del fundamentalismo islámico, que, con toda la complejidad que presenta, no es un producto simple de las formas religiosas del islam.
Así, nos recuerda, la gran reivindicación identitaria del siglo XX, uno de los más poderosos movimientos de la historia reciente, fue el panarabismo, concebido no como una identidad religiosa sino todo lo contrario, como una concepción ilustrada de la cultura árabe en la edad contemporánea. El panarabismo tuvo muchas expresiones, casi todas laicas en su concepción, o al menos donde la religión no cumplía apenas otra función que la de la unidad lingüística (el árabe clásico) por encima de la diversidad de dialectos. Los movimientos panarabistas de Egipto, Siria, Irak, Palestina, Libia, Túnez, Argelia, ...) tuvieron una de las historias más tristes contemporáneas. A medida que iban siendo derrotadas sus aspiraciones, por causas externas e internas, la religión ocupaba un hueco movilizador en una historia de desesperanza. Las últimas y dañinas expresiones de Al Qaeda y el ISIS no son contraejemplos sino todo lo contrario. He escrito, y estoy completamente convencido, de que la apelación al terrorismo espectacular es un signo claro de derrota estratégica militar y social. Lo mismo puede afirmarse con respecto a la religión como recurso movilizador cuando los estratos más profundos de las aspiraciones humanas, como la posibilidad de construir futuros familiares y personales, culturales y políticos propios están ya casi definitivamente desplazados. El problema siguen siendo las extrañas derivas culturales que producen la fuerza de las identidades.
Conviene también releer con la distancia de más de veinte años otro de los best-sellers de la cultura contemporánea, Comunidades imaginadas de Benedict Anderson (1983 y 1991, 2ªed). En su segunda edición contiene también un prólogo con algunos reconocimientos de errores. Uno de ellos me parece fascinante e iluminador sobre las complejas y sinuosas sendas que producen culturalmente la identidad. En la edición de 1983 terminaba con una cita de ¿Qué es una nación? de Renan: "la esencia de una nación es que todos lo individuos tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas (...) Todo ciudadano francés debería haber olvidado la San Bartolomé (la matanza de hugonotes del 24 de agosto de 1572) y las masacres del Midi (el sur de Francia) del siglo XIII". Anderson reconoce que cuando tomó y usó esta cita lo hizo como si Renan la hubiese escrito bajo el signo del cinismo y la ironía. Una década más tarde, tras el colapso de la Unión Soviética, que Anderson no había podido prever, sospecha de su propia ironía y cinismo:
"esta humillación (su malinterpretación de Renan) también me obligó a comprender que yo no había dado una explicación inteligible exactamente de cómo y por qué naciones nuevas se habían imaginado ser antiguas. Lo que en la mayoría de los escritos académicos parecía confusión maquiavélica o fantasía burgesa, o desinteresada verdad histórica, me pareció ahora algo más profundo y más interesante. ¿Y si la "antigüedad" fuese, en cierta coyuntura histórica la consecuencia necesaria de la "novedad"? Si el nacionalismo era. como yo suponía, la expresión de una forma radicalmente alterada de la conciencia, ¿no debía la conciencia de esa ruptura, y el necesario olvido de las conciencias anteriores crear su propia narrativa?"También estas breves líneas de Anderson nos llevan a una paradoja y a un laberinto de oscuridades. Su libro de 1983 tenía el tono distante y la hibris del historiador que mira de lejos a sus objetos de estudio y distingue la verdad de la imaginación. En el título de "comunidades imaginadas" ya se expresa este desprecio. Ahora, más cauto, reconoce que la memoria y el olvido son consecuencias inmediatas de las circunstancias novedosas y de cómo una conciencia alterada por ellas produce una narrativa.
Las identidades, tendemos a pensar, son causas de las tensiones, pero estas paradojas del mundo contemporáneo nos deberían llevar a una conclusión contraria: las identidades son producto de adaptaciones a nuevas y crecientes tensiones que recorren un mundo globalizado donde el poder no es unívoco sino heterogéneo, multiforme, y genera resistencias y conciencias alteradas que, a su vez, se refuerzan con andamios culturales para resistir, produciendo estas formas de narrativas que llamamos identidades.
Las identidades son signos que señalan oblicuamente conflictos no resueltos. Conviene examinar los mecanismos culturales con los que se construyen, los discursos, su cultura material, sus medios de expresión y propaganda, las formas en las que la memoria y el olvido se va produciendo en estas dinámicas culturales, pero los signos son síntomas. La distinción entre síntoma y enfermedad es una de las grandes conquistas científicas de la medicina moderna que aún no ha llegado convenientemente a la sociología. Las contraestrategias culturales, que suelen ser las más usuales en los conflictos de identidad son, desgraciadamente, como la medicina antigua, soluciones mágicas que combaten el síntoma con un contrasíntoma y que, generalmente, producen otras contra-identidades no menos peligrosas. La formación de identidades son la reacción más humana a los avatares de la historia. Los caminos culturales de esta formación, insisto, son sinuosos, accidentados, muchas veces irónicos, pero son el modo en el que nuestras conciencias alteradas por los conflictos crean memoria, olvido, resentimientos y venganzas.
Tras el 11S, Bush-Cheney-Rumsfeld trataron de convertir lo que tendría que haber sido un caso de derecho y justicia internacional en un discurso identitario, mesiánico lleno de memorias y olvidos. Soñaron un mundo nuevo al que sus ejércitos llevarían la buena nueva de la democracia. Esa metamorfosis era y es un síntoma de muchos conflictos, entre los que no es menor el que su país estaba y está fracturado por múltiples tensiones. Envolverse en las banderas, en las cruces o las lunas, en las señas de identidad son recursos explicables. Tratar con aspirinas la neumonía creyendo que la fiebre es la enfermedad.
Los grandes movimientos de resistencia no produjeron identidades sino cuestionamiento de ellas. No recordaré, porque no es necesario hacerlo con amplitud, que los conflictos de clase del siglo pasado estaban orientados a la supresión de las clases, que los grandes movimientos feministas, de gays y lesbianas eran propuestas a la humanidad para disolver los géneros. Las culturas identitarias, la cultura obrera, las culturas queer, ... son, han sido, signos de resistencia. Lo que me lleva a mi insistente idea de que la cultura, como la identidad, es, son, signo/s de derrota.
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