Un viejo debate de la psicología social es por qué, en
ciertas circunstancias, gentes que vivíanapaciblemente con sus vecinos se
convierten en seres radicales capaces de lo peor. Los movimientos fundamentalistas, los fascismos,
el apoyo implícito a las dictaduras, la crueldad vecinal en los conflictos
civiles,… No se entiende muy bien cómo la pacífica Yugoslavia se convirtió en
un matadero, por más que se acudan a los imaginarios simbólicos que se usaron
en las Guerras de los Balcanes. Los ejemplos son constantes. Las dictaduras no
sobreviven solamente mediante la represión y el miedo sino también mediante la
polarización, el odio y la conversión de los otros en subhumanos.
Las explicaciones a estos fenómenos cíclicos se han
propuesto desde al menos doscientos años. Los autores románticos conservadores
intentaron ya explicar las iras de las masas en la Revolución Francesa, pero el
problema se convirtió en uno de los objetivos de la psicología social después
de los fascismos que recorrieron el mundo, especialmente del nazismo y del
apoyo popular que recibió por parte de los alemanes. En los años cincuenta y
sesenta del siglo pasado, algunos autores acudieron a la fusión del
psicoanálisis y del marxismo para explicar la mentalidad autoritaria. Aunque
ahora ha vuelto un cierto revival de esta corriente, particularmente en las
versiones lacanianas que ha popularizado Zizek, la verdad es que el
psicoanálisis no ha logrado despegar de un estadio de teoría hermenéutica y
figurativa de los fenómenos culturales o de la subjetividad (sin que ello tenga
por qué disminuir su importancia cultural y su posible acierto como teoría
interpretativa).
En los años sesenta, también, comenzó una larga serie de
observaciones experimentales sobre la conducta social de los sujetos bajo
ciertas condiciones sociales. Stanley Migram, un psicólogo de Yale que
intentaba explicar cómo fue posible el Holocausto, publicó los resultados de un
experimento que resultaba en una conclusión muy pesimista sobre la conducta
humana bajo condiciones de sumisión al poder y la autoridad. Como es muy
conocido, más del 65% de los sujetos del experimento se volvían ciegos al
sufrimiento (fingido, pero desconocido para ellos) de una persona que
supuestamente era sometida a observación. Preferían seguir las órdenes del
experimentador jefe, que les animaba a seguir sometiéndoles a corrientes
eléctricas. Los experimentos se replicaron múltiples veces con paralelos
resultados.
En los años ochenta-noventa surgió una corriente llamada
“psicología evolucionista” que ha tratado de dar una respuesta a ésta entre
otras preguntas sobre nuestras tendencias ocasionales hacia la crueldad. Recientemente, una revista divulgativa de psicología
experimental, Aeon, publicaba unas hipótesis sobre la presunta naturaleza
humana que resumía en estas frases un tanto enfáticas y épicas:
1) Miramos a las minorías y a los vulnerables como menos que
humanos
2) A los cuatro años experimentamos placer con la angustia
de otras personas
3) Creemos que los oprimidos del mundo merecen su destino
4) Somos estrechos de miras y dogmáticos
5) Preferiríamos electrocutarnos a perder el tiempo pensando
6) Somos banales u sobreconfiados
7) Somos hipócritas morales
8) Somos trols en potencia (bajo anonimia)
9) Favorecemos a líderes inefectivos y con rasgos
psicopáticos
10) Nos atraen sexualmente las personas con rasgos oscuros
de personalidad
Este decálogo de las miserias humanas resume dos líneas de
trabajo diferentes. La primera es la larga serie de resultados de la psicología
experimental que han derivado en el estudio de lo que unas veces se llaman
“sesgos” o tendencias espontáneas de las reacciones humanas y otras
“heurísticas” o procedimientos rápidos de conducta sin la mediación del
pensamiento reflexivo. Está bien documentada su existencia, aunque su
interpretación y valoración son aún muy controvertidas. La verdad es que son
sesgos que bajo ciertas circunstancias pueden derivar en conductas positivas y
beneficiosas personal y colectivamente y otras veces en desastres de la
humanidad. Por ejemplo, enseñamos a los niños el miedo a los extraños (casi
todas las culturas han desarrollado versiones del cuento de Caperucita y el
lobo), y consideramos que es bueno que los niños adopten actitudes muy
prudentes con las personas desconocidas, sin embargo, en las edades adultas
esta actitud espontánea se manifiesta muchas veces en formas patológicas y
crueles.
La otra línea de trabajo es la que sigue la citada
psicología evolucionista, cuya hipótesis central es que la mente de los humanos
se constituyó a la par que el cerebro en el Pleistoceno (un subperiodo del
Cuaternario que abarca desde los dos millones de años hasta hace diez mil
cuando comienza el Holoceno o Antropoceno). Las presiones evolutivas serían
responsables de las tendencias e incluso módulos mentales que constituyen las
reacciones elementales de los humanos ante las circunstancias primarias. Entre
ellas estarían las señaladas anteriormente.
La psicología evolucionista ha sido criticada con mucha
razón y por mucha gente por tratar de naturalizar lo que son reacciones
cargadas de historia cultural y de aprendizaje personal en sociedades concretas.
La formulación de las tendencias que expresa la lista anterior es un ejercicio
de clickbait para atraer la atención. Mucho más peligrosas son algunas líneas
de trabajo que han planteado sobre diferencias entre la mente masculina y femenina.
Todo ello es cierto. Y sin embargo, tienen razón en que el cerebro es, como
todos los demás órganos, un sistema producto de la evolución y muchas de las
conexiones que son heredadas genéticamente han sido producto de las erráticas
sendas evolutivas de la especie.
Lo que ocurre es que nuestra especie es a la vez una especie
social y un producto de entornos culturales que comenzaron ya a ser activos
evolutivamente en el Pleistoceno. Y en estos dos entornos, las presiones, como
la historia misma, siempre fueron ambiguas y tuvieron que acomodarse a resolver
problemas de supervivencia bajo condiciones contradictorias: salvar el grupo y
salvar el individuo y sus descendientes, alimentarse y compartir, luchar o
huir, reflexionar o reaccionar rápidamente,… El cerebro humano es un órgano de
órganos muy plástico y orientado a aprender muy rápidamente pero también
ordenado por estas presiones evolutivas contradictorias. La mezcla de las contradicciones inherentes a nuestra caja de recursos cognitivos y emocionales con la ósmosis de la sociedad y cultura es lo que hace que las tendencias reactivas humanas sean tan poco predecibles como ambiguas.
Tenía razón Ortega en que los humanos, más que naturaleza,
tienen historia, como las especies que los precedieron. Y la historia es mala maestra porque, como el oráculo de Delfos, siempre emite
pronósticos bivalentes. Los sistemas de pensamiento rápido y las reacciones
emocionales están cargados de sabiduría, pero a veces, muchas, es una sabiduría
engañosa cuando las circunstancias cambian. No solo las reacciones emocionales:
nos gustan los dulces y las grasas porque eran fuentes de energía absolutamente
necesarias en los largos milenios de cruel escasez en los que sobrevivieron los
homínidos, pero el gusto no siempre es el mejor consejero cuando la
hiperabundancia amenaza la salud. Lo mismo ocurre con muchas de las tendencias
que ahora observamos como sumisión espontánea a la autoridad y al grupo. Fueron
centrales cuando la existencia del grupo dependía de la lealtad de sus
miembros. Bajo otras circunstancias puede producir el fascismo y los peores
crímenes contra la humanidad.
Nuestro cerebro ha sido siempre cultural. Esto significa que no tenemos una naturaleza animal que luego domina la cultura. Somos animales, animales sociales y animales culturales. Los animales sociales
raramente son crueles con los coespecíficos. La crueldad es una creación
específica de nuestro tronco evolutivo, como también la compasión por el otro y
la solidaridad; también como el esclavismo obligado y la esclavitud espontánea.
La cultura es siempre contradictoria. Es el modo en el que una sociedad se
reproduce a sí misma con todos sus conflictos y contradicciones.
No hay pues solución fácil al origen del fascismo, la sumisión y
la crueldad de masas. Hay presiones sociales que originan epidemias de miedo, sobre todo presiones económicas;
hay fallos educativos (no tanto en la escuela como en las familias: el
fascismo, el autoritarismo y el patriarcado suelen reproducirse familiarmente);
hay manipulación industrial sistémica de los sesgos espontáneos para crear odio y
la exclusión; hay hegemonías culturales que crean cegueras al sufrimiento de
otros grupos y lealtades acríticas al propio. Las circunstancias que disparan el amok (la ira descontrolada) y la sumisión irracional pueden ser muy variadas, aunque casi siempre consisten en una mezcla de miedo y odio.
Todo ello es lo que hace tan complicado resolver el tejido de causas que produce
la mentalidad autoritaria. El sometimiento a las élites y líderes de forma
irracional afecta a todo el espectro ideológico. El miedo a no tener un
referente de autoridad es siempre mayor que la responsabilidad de tomar en las
propias manos las decisiones sobre el destino colectivo. En la Transición
española, no eran pocos los votantes del PSOE que sabían bien del cesarismo de
Felipe González y de sus arbitrariedades y tolerancia con el poder económico y,
sin embargo, seguían votándole. Lo mismo ocurría con los votantes de Aznar y después
de Rajoy. Eran conscientes y sin embargo temían levantar la voz.
Desgraciadamente, más a la izquierda, nunca se aprendió tampoco la lección de
la autogestión y del socialismo libertario que discurrió como una corriente
oculta pero permanente por la historia de la resistencia a las sociedades
burguesas. La izquierda no socialdemócrata pocas veces ha dado lecciones de democracia interna. Como ha argumentado convincentemente Ignacio Sánchez-Cuenca, su superioridad moral ha producido paradójicamente inmensas cantidades de autoritarismo, fraccionalismo y crueldad. Si en el lado conservador el miedo produce sumisión, en el lado renovador la ira produce descontrol cognitivo y ceguera a los otros.
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