domingo, 9 de diciembre de 2018

El origen de la mente autoritaria





Un viejo debate de la psicología social es por qué, en ciertas circunstancias, gentes que vivíanapaciblemente con sus vecinos se convierten en seres radicales capaces de lo peor.  Los movimientos fundamentalistas, los fascismos, el apoyo implícito a las dictaduras, la crueldad vecinal en los conflictos civiles,… No se entiende muy bien cómo la pacífica Yugoslavia se convirtió en un matadero, por más que se acudan a los imaginarios simbólicos que se usaron en las Guerras de los Balcanes. Los ejemplos son constantes. Las dictaduras no sobreviven solamente mediante la represión y el miedo sino también mediante la polarización, el odio y la conversión de los otros en subhumanos.

Las explicaciones a estos fenómenos cíclicos se han propuesto desde al menos doscientos años. Los autores románticos conservadores intentaron ya explicar las iras de las masas en la Revolución Francesa, pero el problema se convirtió en uno de los objetivos de la psicología social después de los fascismos que recorrieron el mundo, especialmente del nazismo y del apoyo popular que recibió por parte de los alemanes. En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, algunos autores acudieron a la fusión del psicoanálisis y del marxismo para explicar la mentalidad autoritaria. Aunque ahora ha vuelto un cierto revival de esta corriente, particularmente en las versiones lacanianas que ha popularizado Zizek, la verdad es que el psicoanálisis no ha logrado despegar de un estadio de teoría hermenéutica y figurativa de los fenómenos culturales o de la subjetividad (sin que ello tenga por qué disminuir su importancia cultural y su posible acierto como teoría interpretativa).

En los años sesenta, también, comenzó una larga serie de observaciones experimentales sobre la conducta social de los sujetos bajo ciertas condiciones sociales. Stanley Migram, un psicólogo de Yale que intentaba explicar cómo fue posible el Holocausto, publicó los resultados de un experimento que resultaba en una conclusión muy pesimista sobre la conducta humana bajo condiciones de sumisión al poder y la autoridad. Como es muy conocido, más del 65% de los sujetos del experimento se volvían ciegos al sufrimiento (fingido, pero desconocido para ellos) de una persona que supuestamente era sometida a observación. Preferían seguir las órdenes del experimentador jefe, que les animaba a seguir sometiéndoles a corrientes eléctricas. Los experimentos se replicaron múltiples veces con paralelos resultados.

En los años ochenta-noventa surgió una corriente llamada “psicología evolucionista” que ha tratado de dar una respuesta a ésta entre otras preguntas sobre nuestras tendencias ocasionales hacia la crueldad. Recientemente, una revista divulgativa de psicología experimental, Aeon, publicaba unas hipótesis sobre la presunta naturaleza humana que resumía en estas frases un tanto enfáticas y épicas:
1) Miramos a las minorías y a los vulnerables como menos que humanos
2) A los cuatro años experimentamos placer con la angustia de otras personas
3) Creemos que los oprimidos del mundo merecen su destino
4) Somos estrechos de miras y dogmáticos
5) Preferiríamos electrocutarnos a perder el tiempo pensando
6) Somos banales u sobreconfiados
7) Somos hipócritas morales
8) Somos trols en potencia (bajo anonimia)
9) Favorecemos a líderes inefectivos y con rasgos psicopáticos
10) Nos atraen sexualmente las personas con rasgos oscuros de personalidad

Este decálogo de las miserias humanas resume dos líneas de trabajo diferentes. La primera es la larga serie de resultados de la psicología experimental que han derivado en el estudio de lo que unas veces se llaman “sesgos” o tendencias espontáneas de las reacciones humanas y otras “heurísticas” o procedimientos rápidos de conducta sin la mediación del pensamiento reflexivo. Está bien documentada su existencia, aunque su interpretación y valoración son aún muy controvertidas. La verdad es que son sesgos que bajo ciertas circunstancias pueden derivar en conductas positivas y beneficiosas personal y colectivamente y otras veces en desastres de la humanidad. Por ejemplo, enseñamos a los niños el miedo a los extraños (casi todas las culturas han desarrollado versiones del cuento de Caperucita y el lobo), y consideramos que es bueno que los niños adopten actitudes muy prudentes con las personas desconocidas, sin embargo, en las edades adultas esta actitud espontánea se manifiesta muchas veces en formas patológicas y crueles.

La otra línea de trabajo es la que sigue la citada psicología evolucionista, cuya hipótesis central es que la mente de los humanos se constituyó a la par que el cerebro en el Pleistoceno (un subperiodo del Cuaternario que abarca desde los dos millones de años hasta hace diez mil cuando comienza el Holoceno o Antropoceno). Las presiones evolutivas serían responsables de las tendencias e incluso módulos mentales que constituyen las reacciones elementales de los humanos ante las circunstancias primarias. Entre ellas estarían las señaladas anteriormente.
La psicología evolucionista ha sido criticada con mucha razón y por mucha gente por tratar de naturalizar lo que son reacciones cargadas de historia cultural y de aprendizaje personal en sociedades concretas. La formulación de las tendencias que expresa la lista anterior es un ejercicio de clickbait para atraer la atención. Mucho más peligrosas son algunas líneas de trabajo que han planteado sobre diferencias entre la mente masculina y femenina. Todo ello es cierto. Y sin embargo, tienen razón en que el cerebro es, como todos los demás órganos, un sistema producto de la evolución y muchas de las conexiones que son heredadas genéticamente han sido producto de las erráticas sendas evolutivas de la especie.

Lo que ocurre es que nuestra especie es a la vez una especie social y un producto de entornos culturales que comenzaron ya a ser activos evolutivamente en el Pleistoceno. Y en estos dos entornos, las presiones, como la historia misma, siempre fueron ambiguas y tuvieron que acomodarse a resolver problemas de supervivencia bajo condiciones contradictorias: salvar el grupo y salvar el individuo y sus descendientes, alimentarse y compartir, luchar o huir, reflexionar o reaccionar rápidamente,… El cerebro humano es un órgano de órganos muy plástico y orientado a aprender muy rápidamente pero también ordenado por estas presiones evolutivas contradictorias. La mezcla de las contradicciones inherentes a nuestra caja de recursos cognitivos y emocionales con la ósmosis de la sociedad y cultura es lo que hace que las tendencias reactivas humanas sean tan poco predecibles como ambiguas.

Tenía razón Ortega en que los humanos, más que naturaleza, tienen historia, como las especies que los precedieron. Y la historia es mala maestra porque, como el oráculo de Delfos, siempre emite pronósticos bivalentes. Los sistemas de pensamiento rápido y las reacciones emocionales están cargados de sabiduría, pero a veces, muchas, es una sabiduría engañosa cuando las circunstancias cambian. No solo las reacciones emocionales: nos gustan los dulces y las grasas porque eran fuentes de energía absolutamente necesarias en los largos milenios de cruel escasez en los que sobrevivieron los homínidos, pero el gusto no siempre es el mejor consejero cuando la hiperabundancia amenaza la salud. Lo mismo ocurre con muchas de las tendencias que ahora observamos como sumisión espontánea a la autoridad y al grupo. Fueron centrales cuando la existencia del grupo dependía de la lealtad de sus miembros. Bajo otras circunstancias puede producir el fascismo y los peores crímenes contra la humanidad.

Nuestro cerebro ha sido siempre cultural. Esto  significa que no tenemos una naturaleza animal que luego domina la cultura. Somos animales, animales sociales y animales culturales. Los animales sociales raramente son crueles con los coespecíficos. La crueldad es una creación específica de nuestro tronco evolutivo, como también la compasión por el otro y la solidaridad; también como el esclavismo obligado y la esclavitud espontánea. La cultura es siempre contradictoria. Es el modo en el que una sociedad se reproduce a sí misma con todos sus conflictos y contradicciones.

No hay pues solución fácil al origen del fascismo, la sumisión y la crueldad de masas. Hay presiones sociales que originan epidemias de miedo, sobre todo presiones económicas; hay fallos educativos (no tanto en la escuela como en las familias: el fascismo, el autoritarismo y el patriarcado suelen reproducirse familiarmente); hay manipulación industrial sistémica de los sesgos espontáneos para crear odio y la exclusión; hay hegemonías culturales que crean cegueras al sufrimiento de otros grupos y lealtades acríticas al propio. Las circunstancias que disparan el amok (la ira descontrolada) y la sumisión irracional pueden ser muy variadas, aunque casi siempre consisten en una mezcla de miedo y odio. 

Todo ello es lo que hace tan complicado resolver el tejido de causas que produce la mentalidad autoritaria. El sometimiento a las élites y líderes de forma irracional afecta a todo el espectro ideológico. El miedo a no tener un referente de autoridad es siempre mayor que la responsabilidad de tomar en las propias manos las decisiones sobre el destino colectivo. En la Transición española, no eran pocos los votantes del PSOE que sabían bien del cesarismo de Felipe González y de sus arbitrariedades y tolerancia con el poder económico y, sin embargo, seguían votándole. Lo mismo ocurría con los votantes de Aznar y después de Rajoy. Eran conscientes y sin embargo temían levantar la voz. Desgraciadamente, más a la izquierda, nunca se aprendió tampoco la lección de la autogestión y del socialismo libertario que discurrió como una corriente oculta pero permanente por la historia de la resistencia a las sociedades burguesas. La izquierda no socialdemócrata pocas veces ha dado lecciones de democracia interna. Como ha argumentado convincentemente Ignacio Sánchez-Cuenca, su superioridad moral ha producido paradójicamente inmensas cantidades de autoritarismo, fraccionalismo y crueldad. Si en el lado conservador el miedo produce sumisión, en el lado renovador la ira produce descontrol cognitivo y ceguera a los otros. 

Ahora bien, aunque muy difícil descubrir por qué las sociedades giran hacia el autoritarismo e incluso el fascismo en ciertos momentos, es más sencilla la prevención.  Empezando por el nivel personal. No es difícil, aunque sí doloroso, hacer una exploración en la vida propia y en la  de nuestros allegados cercanos o correligionarios con el objeto de descubrir si nuestras prácticas ya están infectadas de las larvas del autoritarismo. El autoritarismo se muestra en nuestras más íntimas relaciones con amigos, amantes e hijos;  en nuestra indolencia y akrasia  cuando sabemos que tendríamos que hacer algo; en nuestra incapacidad para controlar el miedo y la ira; en las cegueras de cegueras que tenemos a la perspectiva de los otros; en la incapacidad que mostramos para pedir disculpas y reconocer los errores.  Una observación de las tendencias propias hace más fácil entender por qué en ciertos momentos, en ciertos espacios, ciertos grupos sociales desarrollan la enfermedad en sus fases graves e incluso mortales 

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