domingo, 24 de febrero de 2019

¿Por qué (nos)consumimos?





El consumo, el por qué, cómo, qué y cuándo consumimos bienes, es algo mucho más misterioso y enigmático de lo que han considerado las tradicionales teorías económicas y sociológicas. No es en la economía donde vamos a encontrar la respuesta a estas preguntas que nos llevan al enigma del valor, es decir, al extraño proceso por el que las cosas se convierten en objetos y estos en bienes de consumo. Marx iluminó mucho este rompecabezas en el primer tomo de El Capital, en las profundas páginas dedicadas al fetichismo de la mercancía y al proceso de formación del valor de cambio. No es accidental que Marx eligiese un término tomado del vocabulario de su tiempo descriptor de las variedades o perversiones del erotismo. Pues el fetichismo, como el propio Marx relata, es un desplazamiento del deseo, un detournement que sitúa el eros donde no debía estar y donde se produce un olvido de su origen. Para Marx, el desplazamiento ocurre entre el valor de uso y el valor de cambio. El valor de utilidad que convierte a través del trabajo las cosas en objetos y artefactos se olvida y desplaza a su nueva naturaleza de mercancías o a su valor de cambio. El desplazamiento opera aquí como olvido y represión, al modo en el que la conciencia olvida y reprime los deseos, según el psicoanálisis. No está nada claro, sin embargo, que la alternativa marxiana entre valor de uso y valor de cambio explique de forma clara cuál es la naturaleza del consumo, por más que pueda explicar la circulación de las mercancías. No es en la economía donde encontraremos respuestas a este enigma.

La antropóloga Mary Douglas, en un texto escrito en 1979 con Baron Isherwood, El mundo de los bienes. Hacia una antropología del consumo, busca en el relato antropológico las raíces del valor en los bienes de consumo. La teoría económica  concibe el consumo como un acto esencialmente individual producto de un cálculo de intereses y presupuestos por parte del individuo. Esta mirada nunca podrá explicar los hábitos cotidianos de consumo, ni los de la madre que llega a casa con las bolsas del supermercado ni el potlatch que estudiaron los antropólogos, una fiesta en la que el convocante, un prócer de la tribu, derrocha alimentos, ornamentos valiosos e incluso destruye aquello que sería un bien acumulable como riqueza.

El consumo comienza en gran medida allí donde acaba la mercancía. Consumo, define la antropóloga es el “uso de bienes materiales que está más allá del comercio y goza de libertad”. Si todo fuera equivalente en el ámbito del consumo éste no estaría sometido a las reglas tan reales como invisibles que son ajenas al valor monetario. Por supuesto que hay distinción entre las capacidades de consumo dependiendo de la riqueza, pero esa desigualdad no afecta a cómo el consumo de bienes ordena nuestras vidas. Pensemos por un momento en los regalos e invitaciones: regalamos algo que suponemos que agrada al receptor, pero no cualquier cosa. Si una amiga ha tenido un niño, le llevamos flores a la clínica, pero quedaríamos en muy mal lugar si le entregásemos el valor monetario para que ella se compre flores. En una cena de las clases altas de Nueva York, observa Mary Douglas, una nueva rica dolida porque otra hacía regalos a sus invitados en las cenas en su salón, optó por envolver billetes de cien dólares en la servilleta de cada uno. Rompió la lógica del don que no se basa en el valor de cambio sino en el acto de entregar un bien cuyo valor lo calibran bien los receptores en función de los lazos sociales que los unen al donante. Si el consumo estuviese sometido completamente a la lógica utilitarista del comercio cualquier cosa podría ser vendida. Pero tenemos problemas de muchos órdenes morales y políticos para hacerlo. Rechazamos que se vendan los favores políticos o sexuales, que se adquieran los títulos académicos.

En el consumo se encuentra la solución al enigma de los bienes, a aquello que no es sólo valor de uso o de cambio. Mary Douglas resuelve la pregunta de esta forma: “si se ha dicho que la función esencial del lenguaje es su capacidad para la poesía, asumiremos que la función esencial del consumo es su capacidad para dar sentido”.  Y efectivamente, en el consumo se crea significado, se construye lo central de nuestro lugar en el mundo que es la relación social. “Olvidémonos - sigue Mary Douglas-  de que las mercancías sirven para comer, vestirse y protegerse. Olvidémonos de su utilidad e intentemos en cambio adoptar la idea de que las mercancías sirven para pensar”.  Sirven para reatar los vínculos sociales y para expresar el perfil propio con el que la persona quiere ser reconocida. El consumo es, en definitiva, nuestro principal sistema de información sobre la sociedad.

Este carácter de sistema de información nos conduce lo que quizás ya se estará preguntando quien lea estos párrafos. Si es un puro sistema de información, ¿qué ocurre con la riqueza, la pobreza y la desigualdad? Precisamente el hecho de que el consumo represente un sistema de significados que expresa los lazos sociales nos descubre muchas cosas sobre el sistema capitalista como creador de desigualdad y sobre la creación de pobreza al tiempo que riqueza. La pobreza se define siempre en función del acceso a bienes de consumo así como a sistemas de salud, vivienda, educación y otros bienes más inmateriales. En el extremo contrario, la riqueza nos habla de la desigual capacidad de consumo y, sobre todo, de la capacidad de acumulación de capital así como otras formas de poder asociadas a la posesión de capital. Pero si miramos con una cierta distancia la historia, la cultura y la sociedad, esta división tiene que ser situada en contextos singulares. Por un lado, el nivel de consumo de la fracción más dañada de nuestras sociedades puede que sea no inferior incluso al de las clases altas de otras sociedades. Por otro lado, sociedades con una capacidad de consumo mucho menor que la nuestra no se considerarían a sí mismo pobres. Todo lo contrario. La pobreza y la riqueza tienen que ver con la capacidad de consumo pero sobre todo tiene que ver con el significado y con la reproducción social y, por ello, con la economía del deseo en una sociedad en particular.

En las sociedades fundadas sobre los rituales del don, sobre el trabajo procomún y sobre la imprescindible necesidad de preservar los lazos sociales, el consumo y el tiempo se subordinan a la salvaguarda de los vínculos que atan a la sociedad. En las fiestas del potlatch se derrochan los excedentes del año. Son más importantes los vínculos que la acumulación. Son sociedades en las que el tiempo no está sometido a un cálculo de “futuros”, que es, en definitiva, la lógica de la acumulación sino que bajo la forma de destino se ordena por los ciclos de la vida. En la lógica del capital la acumulación, como afirmó Keynes, es fruto de ese cálculo que en cierta forma trata de atrapar un tiempo en fuga, de detener el futuro.  En la creación de la mercancía no solamente hay un olvido del valor de uso, como nos explicó Marx, hay sobre todo un olvido del significado. La presión del cálculo, la conversión de todo en un sistema abstracto de mercancía tiene mucho que ver con la pérdida del tiempo como tiempo de vida y su conversión, también, en mercancía abstracta.

Es curioso, pero no sorprendente, cómo en la lógica de la invasión de la mercancía en todos los aspectos de la vida se violan incluso las más profundas reglas del intercambio de significados. Las nuevas formas de consumo, por ejemplo, crean estos extraños dones que son los “cheques regalo” que, bajo la apariencia de dar libertad al receptor para el consumo lo que hacen es simplemente traducir nuestro vínculo emocional en un valor monetario. La lógica de  la acumulación genera las espirales de consumo que constituyen nuestras sociedades. La obsolescencia programada y la renovación inagotable de bienes y marcas acompañan al destejido progresivo de nuestros lazos sociales. Mientras que en el ámbito doméstico de la familia aún seguimos vistiendo los viejos jerséis de los que nunca somos capaces de desprendernos, dedicamos los fines de semana a renovar incansablemente los armarios para presentarnos en un espacio social en donde nuestras identidades están cada vez más definidas por el precio de la ropa que llevamos encima, los automóviles  que conducimos y los smartphones que nos separan de los otros. La liquidez de nuestras relaciones y la mercantilización van juntas. Se realimentan y realimentan la acumulación de deseo insatisfecho que acompaña a la acumulación de capital. El sociólogo Pierre Bourdieu lo explicó muy bien: son estrategias de distinción. Cada grupo social constituido por hábitos de acumulación emprende una carrera para preservar su estatus a través de una competencia por un consumo que excluya a quienes no pertenecen a la clase, a la casta. Se ordena la sociedad para que los de abajo no conozcan ni las marcas ni los precios, para que piensen que por haberse cubierto con un traje de grandes almacenes en rebajas ya pertenecen al grupo. La estrategia de distinción lleva oculto para los de abajo el precio de las cosas, solamente los de dentro saben lo que vale un peine, lo que vale un traje a medida y la boutique o sastrería donde se encuentra. La acumulación también es acumulación de barreras de conocimiento: que los otros ignoren protege a los de arriba y preserva las señas de su poder.

Se objetará, quizás con razón, que si a uno no le gusta esta sociedad por qué no se va a una comunidad de la selva o al campo. La respuesta no es difícil. Primero, no hay que despreciar el creciente número de personas que optan por rebajar sus deseos de consumo, limitan su gasto y sus ingresos voluntariamente y se trasladan a habitar en comunidades donde se pueden retejer vínculos emocionales más fuertes. Pero no es necesario que esta sea la única respuesta ni la única alternativa. En primer lugar, el hecho de que uno se sienta parte de una sociedad explica por qué nos acomodamos a la lógica del consumo. Abandonarla implica un exilio social y no está nuestra psicología dotada para estas rupturas, que solamente ocurren cuando la desgracia entra en nuestras vidas. Si el consumo expresa el sentido de nuestras vidas y la trama de significados define a una sociedad y a sus vínculos emocionales, cabe una respuesta que no es necesariamente el bajarse del mudo, la expatriación y el desarraigo. Se trata de cambiar el rumbo, de transformar la sociedad frenando la lógica de la acumulación y la colonización de la mercantilización de todos los espacios de la vida. Transformar la sociedad entraña modificar el tiempo y el consumo. Orientar el consumo hacia el don y la reproducción de nuestros lazos en una recuperación de lo común. Hacer de la sociedad un hogar para que podamos estar en ella con los viejos pantalones y jerséis, transformando las estrategias de distinción en tácticas de amor.

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