domingo, 17 de marzo de 2019

Lugares de encuentro




Bares, qué lugares
Tan gratos para conversar
No hay como el calor del amor en un bar.

Así cantaba Gabinete Caligari a esos lugares donde se producen los encuentros de la amistad y el amor. En ellos se hacen realidad las conversaciones más cercanas, quizás también las controversias y discusiones que en ocasiones se acaloran, pero que la magia del lugar sosiega, tal vez por la intervención apaciguadora de alguna contertulia que con una broma o cambio de tema recuerda que los vínculos de la amistad y el ritual del ágape exigen que las cosas tornen a su camino natural. El más alabado de los diálogos de Platón, El banquete, celebrado en la casa del dramaturgo trágico Agatón es también un canto de celebración de los encuentros donde la philía conduce la plática hacia las alturas de una deliberación sobre el eros y la belleza. Platón sabía bien que los espacios no son neutros, y que no es lo mismo una discusión en el ágora sobre la naturaleza de la justicia que un diálogo sobre el amor acostados los invitados en los klinai, tomando vino con alegría y sobriedad.

Pareciera que la naturaleza de los espacios de encuentro ordena también las palabras y los temas que se tratan en ellos. Así, se suele creer que la política exige necesariamente ciertas arenas particulares, sean las oficiales de los parlamentos, que por ello reciben esta locuaz denominación, sean las contraoficiales de las plazas y calles cuando una multitud se organiza en manifestaciones o en asambleas de debate o sean los espacios virtuales de los textos de la prensa, las tertulias de las radios y televisiones o los muros de las redes sociales. A los espacios de esta escala se les denomina en la filosofía política “esfera pública” un término que debemos a Habermas y a Hannah Arendt y que quiere establecer un espacio intermedio entre las instituciones y la sociedad, una zona de elaboración de argumentos y deliberación que contiene el suelo donde crece la democracia.

Si nos atenemos a la intención que guiaba a Hannah Arendt y a Habermas al desarrollar su idea de democracia que se sostiene sobre la deliberación pública, los límites de este territorio no deberían alcanzar a los espacios de intimidad, lugares privados por antonomasia, en donde las palabras que se pronuncian no tienen a primera vista el objetivo de intervenir política y públicamente. En tales sitios y momentos se hacen explícitas opiniones que muchas veces se callarían en otras partes precisamente por su carácter público. Se manda al jefe a freír espárragos en una charla de sobremesa, pero quizás no en un afterwork con gente del trabajo. Parecería pues que allí donde comienza la intimidad termina la política, también la necesidad de parresía o adiestramiento para levantar la voz y decirle la verdad al poder. Sin embargo hay razones para contradecir tan extendida opinión sobre la naturaleza de la esfera pública pues hay algo paradójico en esta concepción que amuralla lo político respecto a lo personal, privado, íntimo y cotidiano.

Es cierto que lo público exige publicidad, apertura de la ventana para que las palabras puedan oírse, comentarse, contradecirse o afirmarse, pero también es cierto que lo público solo existe porque lo hace la opinión pública, que no es otra cosa que la opinión privada de mucha gente que concurre de formas diversas en hacerse común. Esa es la paradoja: la esfera pública solamente llega a la existencia si en los espacios de intimidad previamente se ha creado un humus de creencias sobre las múltiples materias acerca de las que delibera la democracia. Así, cuando las feministas de los años setenta declararon “lo personal es político”, refiriéndose a que muchas charlas en la intimidad entre mujeres sobre la menstruación o las diferencias entre el orgasmo vaginal u clitoridiano tenían un carácter político, ampliaron con toda la razón el dominio de la esfera pública hasta los cenáculos donde discurrían las conversaciones privadas. El feminismo militante creció en una tierra abonada por la conversación no militante ni activista. Quizás dio voz o altavoz a palabras que ya habían sido pronunciadas y discutidas en voz baja, pero con el mismo sentido que los discursos sonoros en las plazas y ágoras.

La filósofa política Jane Mansbridge ha denominado “activismo de los no activistas” al conjunto de micro-actos de habla que ocurren en las conversaciones cotidianas en los lugares de encuentro de la intimidad. Es muy sorprendente el poco interés que ha suscitado el valor político de la discusión política en estos ámbitos cuando es de hecho el instrumento deliberativo más importante para quienes no acceden a los foros más abiertos de la prensa, las redes o las instituciones. Y de hecho es una de las asignaturas pendientes de las democracias avanzadas la atención y el valor de la conversación cotidiana de quienes no tienen tiempo o ganas de actuar políticamente en las formas típicas.

Quizás uno de los grandes aciertos de la comunicación política de los conservadores haya sido su maestría en dirigirse directamente hacia esos lugares recónditos de lo que suelen denominar las “mayorías silenciosas”. El lenguaje conservador está usualmente trufado de expresiones cotidianas y suele recoger con perspicacia las aspiraciones más cotidianas de seguridad y aspiración a una vida digna. Por supuesto que ello no le impide apoyar políticas que socavan estas aspiraciones, sin embargo, es capaz de conectar con mucha fluidez con el horizonte de lo cotidiano, sobre todo con las conversaciones que mucha gente no admitiría que son políticas pero que de hecho lo son por cuando versan sobre materias en las que las regulaciones y los cuidados públicos son centrales para su logro y desarrollo. Por el contrario, la izquierda suele alabar el activismo en los movimientos sociales y desenvolverse en un discurso muchas veces jerga incomprensible salvo para los iniciados en lecturas que, a su vez, están escritas en esa misma jerigonza. Mucho más grave es que debajo de su lenguaje que apela a las masas, multitudes o pueblos esconde un elitismo que se manifiesta en expresiones como “cuñadismo”, cuando se refiere a las conversaciones cotidianas. Mientras que la derecha suele pasear espacios cotidianos como celebraciones o residencias de ancianos, la izquierda militante raramente es hallada en bares populares de barrio o lugares no marcados por la actividad política.

Si el elitismo activista tiene por efecto colateral el aislamiento de la política respecto a lo cotidiano, no es menos dañino el normativismo de la filosofía política respecto a las condiciones de la deliberación política. Así, es usual encontrar en muchos trabajos sobre democracia deliberativa un conjunto de principios ideales que deben imponerse para que la conversación será una deliberación política genuina: el respeto, la apertura de la mente, la veracidad, la universabilidad de las pretensiones, y otros criterios de esta elevada naturaleza. Raramente la conversación al calor del amor en un bar seguirá estas pautas, casi siempre llevada por sendas erráticas donde la explosión emocional viene seguida de un chiste subido de tono, de una maldición al destino o de imprecaciones contra los políticos. Y pese a todo es ahí donde está creciendo la conciencia política, o lo que es lo mismo, la sensibilidad hacia los temas personales que por agregación adquieren significado político. Cuando dos señoras mayores discuten por cómo las han tratado en urgencias, el tiempo de espera y la incomodidad de la sala, o dos madres sobre los precios de la guardería y sobre los continuos fallos mecánicos de los envejecidos vagones del metro y los trabajados autobuses urbanos, están recreando la política aunque ellas no lo dirían con estas palabras.

Sin la menor duda, el grado de calidad deliberativa de una democracia se mide por la densidad de los espacios y voces que ponen a prueba las alternativas políticas dominantes, por la trama y tejido de asociaciones y movimientos que se ocupan de los asuntos y problemas que afectan a grandes capas de la población. Pero también por la capacidad de escucha y sensibilidad hacia las conversaciones casi inaudibles que se desenvuelven en los espacios más íntimos. Si la democracia es la conquista de la parte por quienes no tienen parte, la esfera pública debe ser también el espacio de las voces de quienes no tienen espacio. Los partidos y movimientos deberían entender cuán necesario es este cambio y organizarse de modo que puedan participar en política quienes no tienen tiempo ni espacio para la política y recoger el activismo de los no activistas sin estigmatizarlos como seres ignorantes.

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