El mecanismo más usual
que opera en los contextos interpersonales es la mediación de la imaginación
como producción de distancia y dominación epistémica o, en la dirección
contraria, de resistencia. Tanto Miranda Fricker (Injusticia epistémica)
como José Medina (Epistemologías de la resistencia) lo consideran el
mecanismo fundamental por el que se instituye la violencia y discriminación cotidianas.
Aunque la imaginación es una de las facultades esenciales de la mente humana –permite
la trascendencia del sí mismo y la apertura al mundo y a los otros– no es una
potencia formal que se dé en el vacío. Por el contrario, la imaginación está reciamente
estructurada en imaginarios sociales que la enmarcan y guían, por lo que es
necesario detenerse en este concepto nacido de varias fuentes filosóficas,
sociológicas y psicológicas para entender cómo pueden producirse sus efectos
dañinos.
Los imaginarios son
estructuras básicas de la dimensión cultural de la sociedad. Son los modos en
que se da sentido al lugar propio, personal y colectivo, en la sociedad. Tienen
una dimensión compleja teórico-práctica y cognitivo-afectiva y trascienden a
las ideologías, entendidas éstas como sistemas más o menos coherentes de acción
e interpretación. Los imaginarios son, en este sentido, estructuras complejas en
las que se producen los antagonismos ideológicos. El término “imaginario”
comenzó a ser usado por Sartre (1940) para significar las producciones de la
imaginación. Es el resultado de la espontaneidad agente y constituye un espacio
que puede ser ficticio, como cuando se ve una cara en las nubes o el futuro en
los posos de café. Por la misma época, Lacan (1949) considera el imaginario
como constituyente de la fase espejo en el desarrollo del niño, es el modo en
que construye su identidad corporal como un sistema orgánico separado. Más
tarde, Lacan lo incorporará como una de las tres instancias básicas: lo real,
lo simbólico y lo imaginario, desbordando el marco totalizador que tuvo en sus
comienzos. Este doble aspecto de algo constituido (Sartre) y algo constituyente
(Lacan) se mantendrá en los futuros usos del término, aunque poco a poco
adquiera una dimensión explicativa más amplia que la del desenvolvimiento de la
conciencia personal.
Cornelius Castoriadis
(1975) es sin la menor duda quien eleva el término y el concepto de imaginario
a un estatus explicativo de la sociedad en su conjunto a través de su desarrollo
histórico. Su pretensión es convertir el imaginario en una fuerza instituyente
de lo social:
Lo imaginario no proviene de la imagen en el espejo o en la mirada del otro. Mas bien el “espejo” mismo y su posibilidad, y el otro como espejo, son producto del imaginario, que es una creación ex nihilo. Quienes hablan de “imaginario” entendiendo por ello lo “especular”, el reflejo o lo “ficticio” no hacen más que repetir, la mayoría de las veces sin saberlo, la afirmación que les ha encadenado por siempre al subsuelo de la famosa caverna: el imaginario del que yo hablo no es la imagen de. Es la creación incesante y esencialmente indeterminada (social-histórica y psíquica) de figuras/formas/imágenes, a partir de las cuales solamente puede haber una cuestión de “algo”. Lo que llamamos “realidad” y “racionalidad” son sus obras” (La institución imaginaria de la sociedad).
Su objetivo cuando
redactó el libro era superar la base funcionalista y ahistórica en la que se
había instalado el marxismo. Castoriadis acusa al marxismo de socio-centrismo,
a saber, la distorsión cognitiva por la que un análisis particular de una forma
de sociedad se traduce en una forma de explicación de la historia en su
conjunto, al modo del que se habla de “etnocentrismo” en la teoría
postcolonial. El análisis de clase que desarrolla Marx, sostiene Castoriadis,
es iluminador de muchos aspectos de la sociedad capitalista, pero si queremos
explicar la transformación histórica, hay que sumergirse en una suerte de
paradoja que Castoriadis denomina “paradoja de la historia”: toda explicación
de la historia es ella misma un evento histórico y contingente. El segundo
reproche al marxismo es haber olvidado el elemento simbólico que acompaña a
toda institución de la sociedad. Se debe, afirma, a que el marxismo clásico
opera como una suerte de funcionalismo que relaciona de modo directo cada institución
social con una función necesaria para dicha sociedad sin ningún tipo de
mediación. Sin embargo, la acción social opera habitualmente a través de
componentes simbólicos sin los cuales no podría existir ninguna institución.
Castoriadis acude al ejemplo de los rituales, y en este sentido se aproxima
mucho a los desarrollos que harían de ellos los estudios culturales de
Birmingham o la más actual sociología de la cultura. Los rituales, sean los
clásicos que constituyen puntos nodales en el desarrollo de las identidades,
sean los micro-rituales de la vida cotidiana como, por ejemplo, el saludo,
reproducen la sociedad mediante acciones que tienen un poder causal oblicuo, no
funcionalmente directo: saludamos para reestablecer los lazos afectivos, pero la
forma del saludo no está conectada directamente a su función. Los rituales
actúan simbólicamente. El elemento simbólico, establece Castoriadis, no puede
ser separado del imaginario. El imaginario es, entonces, lo que instituye la
sociedad a través de esta dimensión simbólica. En este sentido, el imaginario
para Castoriadis es algo muy similar a la concepción antropológica de la
cultura como un medio de reproducción de la sociedad.
El problema que plantea
la teoría de Castoriadis no es de incorrección, sino de generalidad. La teoría
de Castoriadis sustituye las
explicaciones de Marx del modo de producción capitalista o la base metafísica
de Heidegger por una fuerza que instituye lo real y lo racional. Bajo este
enorme paraguas, ¿cómo es posible la crítica y el uso del término en contextos
de opresión social como modo de reproducción de la injusticia? Castoriadis hace
descansar el desarrollo histórico en la creatividad, pero la creatividad misma
está atravesada por diferencias morales y políticas, pues también hay
creatividad en la opresión y en la “destrucción creativa” que genera el
capitalismo, tal como lo describían Sombart y Schumpeter. Tiene razón
Castoriadis, pero tiene demasiada razón. Su teoría del imaginario se aproxima,
no contingentemente, a la explicación antropológica de cómo la sociedad surge
del orden que imponen las convenciones culturales sobre la pura asociación
animal. Pero esta explicación tan general nos servirá de poco cuando
necesitemos distinguir lo racional y lo irracional, lo verdadero y lo falso,
las virtudes y los vicios epistémicos, la degradación cognitiva que produce la
injusticia social. El imaginario de Castoriadis necesitaría encontrarse con el
poder normativo del concepto de hegemonía que sí fue desarrollado en el marco
del marxismo crítico de Gramsci y sus seguidores tardíos de Birmingham (Raymond
Williams, E. P. Thompson, Stuart Hall).
Charles Taylor ha convertido también el término “imaginario social” en un
referente:
Lo que estoy
intentando alcanzar con este término es algo mucho más amplio y profundo que
los esquemas intelectuales que mantiene la gente cuando piensa sobre su
realidad social de una forma distante. Estoy pensando más bien en los modos en
que imagina su existencia social, en cómo se adaptan unos con otros, en cómo
discurren las cosas entre ellos y sus compañeros, en las expectativas que se
tienen normalmente y en las más profundas nociones normativas e imágenes que
subyacen a esas normativas. (Una edad secular).
Taylor da seguidamente
tres razones de su preferencia del término “imaginario social” más que “teoría
social” (o si se quiere, ideología). La primera es que él se refiere al “modo en
que la gente ordinaria “imagina” su contexto social, algo que no siempre es
expresado en términos teóricos” sino que está vehiculado por imágenes, leyendas
o relatos; la segunda es que la teoría o ideología es en ocasiones “algo que
posee una minoría” mientras que los imaginarios son compartidos por grandes
grupos o por toda la sociedad; la tercera es que los imaginarios son parte de
cómo se hacen posible las prácticas comunes, lo que implica también un sentido
compartido de la legitimidad. De esta forma, Taylor aproxima la noción de
imaginario a las formas de vida de Wittgenstein. A diferencia del papel
únicamente constituyente del imaginario de Castoriadis, el imaginario social de
Taylor es él mismo un subproducto de las derivas sociales. Adquiere la
compacidad de una mediación en el sentido hegeliano: algo que hace posible a la
vez la cultura y la sociedad.
La modernidad, como
producción civilizatoria de los procesos de modernización, se sostiene sobre
las columnas que le proporcionan ciertas líneas de los imaginarios que, según
Taylor, se expresarían en fenómenos como la desubicación respecto a todos los
referentes geográficos, comunitarios y normativos, en la progresiva autonomía
de la economía, que sustituye a cualesquiera otras formas de agencia; en la
tensión permanente entre lo público y lo privado; en los procesos de
secularización de las expectativas sobre el destino. Esta caracterización de
los imaginarios sociales de Charles Taylor no es alternativa a las ideologías,
sino que las incluye y se superpone a ellas constituyendo un suelo común en el
que nacen los significados mediante los que las personas dan sentido a la
sociedad en la que viven. En este sentido, los imaginarios son territorios de
conflicto y de tensiones de poder que atraviesan las subjetividades, las
prácticas y las instituciones de todo orden de una sociedad. El aspecto más relevante de concepto es sin embargo que permite dar cuenta de un modo efectivo del fenómeno de la
hegemonía que Gramsci consideró como la explicación básica de cómo se reproduce
la opresión social sin necesidad de una dominación abierta que tenga el
carácter de imposición violenta. Por el contrario, la hegemonía es lo que
caracteriza que en cada época el sentido común dominante sea el sentido común
de la clase dominante. Es en las líneas estratégicas que articulan los
imaginarios donde se realiza la producción de sentido bajo la tensión
antagónica de la hegemonía y contrahegemonía.
Los imaginarios, como en
apariencia su nombre podría sugerir, parecerían estructuras ajenas a lo
epistémico, en el sentido de que la dicotomía entre verdad/ficción o
conocimiento/creencia no les afectaría porque incluirían todo o estarían más
allá de tales dicotomías. Sin embargo, sería malinterpretar su carácter y
funcionamiento. Operan como producciones de representaciones, pero también como
sistemas de reconocimiento en las prácticas y como base común sobre la que se
articulan las ontologías. En este sentido, están presentes tanto en la
construcción y aplicación de conceptos como de relatos, así como en los
elementos no conceptuales de las prácticas y habilidades. Por ejemplo, el
individualismo que impregna tantas áreas de la cultura contemporánea, desde la
autonomización de la economía a tantos hilos de la explicación filosófica, es
un componente del imaginario que estructura interpretaciones complejas tanto en
filosofía como en ciencias sociales. Así, como una consecuencia de este
imaginario estructurante, es muy difícil dar cabida a algo que no quepa en la
dicotomía privado/público sobre la que se articulan buena parte de las disputas
ideológicas, como si las zonas de lo común y las formas de relación en segunda
persona quedasen sin posibilidad de ingresar en las controversias. Es esta
propiedad estructurante la que convierte a los imaginarios en la mediación
cultural entre la posición social y la posición epistémicas y por ello en el
mecanismo más poderoso de producción de injusticia epistémica.
Owen Jones describe esta
escena en Chavs. La demonización de la clase obrera:
Es una experiencia que todos hemos tenido. Estás entre un grupo de amigos o conocidos cuando de repente alguien dice algo que te choca: un comentario aparte o una observación frívola y de mal gusto. Pero lo más inquietante no es el comentario en sí, sino el hecho de que nadie parece sorprenderse lo más mínimo. Miras en vano a tu alrededor, buscando aunque sea una pizca de preocupación o muestras de bochorno. Yo experimenté uno de esos momentos en la cena de un amigo, en una zona burguesa al este de Londres, una noche de invierno. Estaban cortando cuidadosamente la tarta de queso y la conversación había derivado hacia el tema de moda, la crisis del crédito. De pronto, uno de los anfitriones intentó animar la velada con un chiste desenfadado. Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar todos los chavs sus regalos navideños? Ahora bien, él nunca se consideraría un intolerante, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta. Sentadas a la mesa había personas de más de un grupo étnico. La división por sexos era del 50%, y no todo el mundo era hetero. Todos se hubieran situado políticamente en algún lugar a la izquierda del centro. Se habrían enfadado al ser tachados de elitistas. Si un extraño hubiera ido esa noche y se hubiera avergonzado a sí mismo empleando una palabra como «paki» o «maricón», lo habrían expulsado rápidamente del apartamento.
El texto de Owen Jones
describe los resultados de un largo proceso de construcción denigratoria de la
clase obrera inglesa a través de la formación de imaginarios. Por ejemplo,
relata esta descripción hecha por un empresario de fitness, quien había
sido acusado de usar el término “chavs” animando a la violencia en una de las
ofertas de ejercicios de lucha de su empresa. En su defensa utiliza esta descripción:
“Suelen vivir en Inglaterra pero probablemente pronuncian «Inlaterra». Les
cuesta expresarse y tienen poca capacidad para escribir sin faltas. Adoran sus
pitbulls y sus navajas, y te «pincharán» alegremente si les rozas
accidentalmente al pasar o no les gusta cómo les miras. Suelen procrear a la
edad de quince años y pasan casi todo el día tratando de conseguir «maría» o
cualquier «trapo» que puedan trincar con sus sudorosas manos adolescentes. Si
no están internados a los veintiuno, se les considera bastiones de la comunidad
o se ganan «mucho respeto» por tener suerte. No es tanto el uso o no del término “chav”
como el imaginario que permite hacer unos chistes u otros y observar bajo
cierta luz a grupos enteros. En el caso español, son significativos términos
similares que están cargados igualmente de imaginarios. Así, por ejemplo,
Wikipedia explica de esta forma el término “cani”: “Tipo de personaje urbano
que se da (o daba) en España, durante los años 90 y 2000, y que generó toda una
subcultura alternativa. Se caracterizaba por su comportamiento superficial, con
muy baja educación y cultura, con una elevada agresividad y con tendencia a
cometer delitos o provocar enfrentamientos, y su manera de vestir, casi siempre
ataviado con pantalones de chándal, gorra y adornos de oro.” Lo mismo ocurre
con el término “choni” usado habitualmente en las redes para referirse a las
chicas de barrio. Es un término profundamente
estigmatizante y vejatorio. El punto es que la calificación de “choni” a una
niña o adolescente por parte de un grupo en un contexto como el de las escuelas
o centros de secundaria, no solamente es insultante, sino que reproduce una
suerte de imaginario sobre las formas de vida de las clases trabajadoras y
genera un desprecio persistente que tiene efectos discriminantes en los
momentos más críticos de la formación de las identidades de esas niñas, como
mujeres y como parte de las clases subordinadas.
Los imaginarios son, para
concluir, el medio en el que se gesta la opresión y la discriminación. Son
productores y productos de ideología, son lugares donde se gesta la legitimación de la
violencia (la violencia contra mujeres y gays se sostiene directamente sobre
los imaginarios patriarcales que comienzan a impregnar a los varones desde la niñez.
Son una mediación fundamental en nuestra arquitectura social. Por ello son la
trinchera infinita que establece el frente cultural. Es en los imaginarios
donde se gesta la hegemonía y la resistencia. Sin una crítica de los
imaginarios no hay posibilidad de contrahegemonía. Detectar cómo se crean continuamente nuevos
imaginarios es una de las tareas más perentorias para la filosofía que no se
resigna a ser forense de textos muertos.
La ilustración es un cuadro de Paul Rebeyrolle
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