domingo, 3 de noviembre de 2019

Para una crítica de los imaginarios





El mecanismo más usual que opera en los contextos interpersonales es la mediación de la imaginación como producción de distancia y dominación epistémica o, en la dirección contraria, de resistencia. Tanto Miranda Fricker (Injusticia epistémica) como José Medina (Epistemologías de la resistencia) lo consideran el mecanismo fundamental por el que se instituye la violencia y discriminación cotidianas. Aunque la imaginación es una de las facultades esenciales de la mente humana –permite la trascendencia del sí mismo y la apertura al mundo y a los otros– no es una potencia formal que se dé en el vacío. Por el contrario, la imaginación está reciamente estructurada en imaginarios sociales que la enmarcan y guían, por lo que es necesario detenerse en este concepto nacido de varias fuentes filosóficas, sociológicas y psicológicas para entender cómo pueden producirse sus efectos dañinos.

Los imaginarios son estructuras básicas de la dimensión cultural de la sociedad. Son los modos en que se da sentido al lugar propio, personal y colectivo, en la sociedad. Tienen una dimensión compleja teórico-práctica y cognitivo-afectiva y trascienden a las ideologías, entendidas éstas como sistemas más o menos coherentes de acción e interpretación. Los imaginarios son, en este sentido, estructuras complejas en las que se producen los antagonismos ideológicos. El término “imaginario” comenzó a ser usado por Sartre (1940) para significar las producciones de la imaginación. Es el resultado de la espontaneidad agente y constituye un espacio que puede ser ficticio, como cuando se ve una cara en las nubes o el futuro en los posos de café. Por la misma época, Lacan (1949) considera el imaginario como constituyente de la fase espejo en el desarrollo del niño, es el modo en que construye su identidad corporal como un sistema orgánico separado. Más tarde, Lacan lo incorporará como una de las tres instancias básicas: lo real, lo simbólico y lo imaginario, desbordando el marco totalizador que tuvo en sus comienzos. Este doble aspecto de algo constituido (Sartre) y algo constituyente (Lacan) se mantendrá en los futuros usos del término, aunque poco a poco adquiera una dimensión explicativa más amplia que la del desenvolvimiento de la conciencia personal.

Cornelius Castoriadis (1975) es sin la menor duda quien eleva el término y el concepto de imaginario a un estatus explicativo de la sociedad en su conjunto a través de su desarrollo histórico. Su pretensión es convertir el imaginario en una fuerza instituyente de lo social:

Lo imaginario no proviene de la imagen en el espejo o en la mirada del otro. Mas bien el “espejo” mismo y su posibilidad, y el otro como espejo, son producto del imaginario, que es una creación ex nihilo. Quienes hablan de “imaginario” entendiendo por ello lo “especular”, el reflejo o lo “ficticio” no hacen más que repetir, la mayoría de las veces sin saberlo, la afirmación que les ha encadenado por siempre al subsuelo de la famosa caverna: el imaginario del que yo hablo no es la imagen de. Es la creación incesante y esencialmente indeterminada (social-histórica y psíquica) de figuras/formas/imágenes, a partir de las cuales solamente puede haber una cuestión de “algo”. Lo que llamamos “realidad” y “racionalidad” son sus obras” (La institución imaginaria de la sociedad).

Su objetivo cuando redactó el libro era superar la base funcionalista y ahistórica en la que se había instalado el marxismo. Castoriadis acusa al marxismo de socio-centrismo, a saber, la distorsión cognitiva por la que un análisis particular de una forma de sociedad se traduce en una forma de explicación de la historia en su conjunto, al modo del que se habla de “etnocentrismo” en la teoría postcolonial. El análisis de clase que desarrolla Marx, sostiene Castoriadis, es iluminador de muchos aspectos de la sociedad capitalista, pero si queremos explicar la transformación histórica, hay que sumergirse en una suerte de paradoja que Castoriadis denomina “paradoja de la historia”: toda explicación de la historia es ella misma un evento histórico y contingente. El segundo reproche al marxismo es haber olvidado el elemento simbólico que acompaña a toda institución de la sociedad. Se debe, afirma, a que el marxismo clásico opera como una suerte de funcionalismo que relaciona de modo directo cada institución social con una función necesaria para dicha sociedad sin ningún tipo de mediación. Sin embargo, la acción social opera habitualmente a través de componentes simbólicos sin los cuales no podría existir ninguna institución. Castoriadis acude al ejemplo de los rituales, y en este sentido se aproxima mucho a los desarrollos que harían de ellos los estudios culturales de Birmingham o la más actual sociología de la cultura. Los rituales, sean los clásicos que constituyen puntos nodales en el desarrollo de las identidades, sean los micro-rituales de la vida cotidiana como, por ejemplo, el saludo, reproducen la sociedad mediante acciones que tienen un poder causal oblicuo, no funcionalmente directo: saludamos para reestablecer los lazos afectivos, pero la forma del saludo no está conectada directamente a su función. Los rituales actúan simbólicamente. El elemento simbólico, establece Castoriadis, no puede ser separado del imaginario. El imaginario es, entonces, lo que instituye la sociedad a través de esta dimensión simbólica. En este sentido, el imaginario para Castoriadis es algo muy similar a la concepción antropológica de la cultura como un medio de reproducción de la sociedad.

El problema que plantea la teoría de Castoriadis no es de incorrección, sino de generalidad. La teoría de Castoriadis  sustituye las explicaciones de Marx del modo de producción capitalista o la base metafísica de Heidegger por una fuerza que instituye lo real y lo racional. Bajo este enorme paraguas, ¿cómo es posible la crítica y el uso del término en contextos de opresión social como modo de reproducción de la injusticia? Castoriadis hace descansar el desarrollo histórico en la creatividad, pero la creatividad misma está atravesada por diferencias morales y políticas, pues también hay creatividad en la opresión y en la “destrucción creativa” que genera el capitalismo, tal como lo describían Sombart y Schumpeter. Tiene razón Castoriadis, pero tiene demasiada razón. Su teoría del imaginario se aproxima, no contingentemente, a la explicación antropológica de cómo la sociedad surge del orden que imponen las convenciones culturales sobre la pura asociación animal. Pero esta explicación tan general nos servirá de poco cuando necesitemos distinguir lo racional y lo irracional, lo verdadero y lo falso, las virtudes y los vicios epistémicos, la degradación cognitiva que produce la injusticia social. El imaginario de Castoriadis necesitaría encontrarse con el poder normativo del concepto de hegemonía que sí fue desarrollado en el marco del marxismo crítico de Gramsci y sus seguidores tardíos de Birmingham (Raymond Williams, E. P. Thompson, Stuart Hall).

Charles Taylor ha convertido también el término “imaginario social” en un referente:

 Lo que estoy intentando alcanzar con este término es algo mucho más amplio y profundo que los esquemas intelectuales que mantiene la gente cuando piensa sobre su realidad social de una forma distante. Estoy pensando más bien en los modos en que imagina su existencia social, en cómo se adaptan unos con otros, en cómo discurren las cosas entre ellos y sus compañeros, en las expectativas que se tienen normalmente y en las más profundas nociones normativas e imágenes que subyacen a esas normativas. (Una edad secular).

Taylor da seguidamente tres razones de su preferencia del término “imaginario social” más que “teoría social” (o si se quiere, ideología). La primera es que él se refiere al “modo en que la gente ordinaria “imagina” su contexto social, algo que no siempre es expresado en términos teóricos” sino que está vehiculado por imágenes, leyendas o relatos; la segunda es que la teoría o ideología es en ocasiones “algo que posee una minoría” mientras que los imaginarios son compartidos por grandes grupos o por toda la sociedad; la tercera es que los imaginarios son parte de cómo se hacen posible las prácticas comunes, lo que implica también un sentido compartido de la legitimidad. De esta forma, Taylor aproxima la noción de imaginario a las formas de vida de Wittgenstein. A diferencia del papel únicamente constituyente del imaginario de Castoriadis, el imaginario social de Taylor es él mismo un subproducto de las derivas sociales. Adquiere la compacidad de una mediación en el sentido hegeliano: algo que hace posible a la vez la cultura y la sociedad.

La modernidad, como producción civilizatoria de los procesos de modernización, se sostiene sobre las columnas que le proporcionan ciertas líneas de los imaginarios que, según Taylor, se expresarían en fenómenos como la desubicación respecto a todos los referentes geográficos, comunitarios y normativos, en la progresiva autonomía de la economía, que sustituye a cualesquiera otras formas de agencia; en la tensión permanente entre lo público y lo privado; en los procesos de secularización de las expectativas sobre el destino. Esta caracterización de los imaginarios sociales de Charles Taylor no es alternativa a las ideologías, sino que las incluye y se superpone a ellas constituyendo un suelo común en el que nacen los significados mediante los que las personas dan sentido a la sociedad en la que viven. En este sentido, los imaginarios son territorios de conflicto y de tensiones de poder que atraviesan las subjetividades, las prácticas y las instituciones de todo orden de una sociedad.  El aspecto más relevante de concepto es sin embargo que permite dar cuenta de un modo efectivo del fenómeno de la hegemonía que Gramsci consideró como la explicación básica de cómo se reproduce la opresión social sin necesidad de una dominación abierta que tenga el carácter de imposición violenta. Por el contrario, la hegemonía es lo que caracteriza que en cada época el sentido común dominante sea el sentido común de la clase dominante. Es en las líneas estratégicas que articulan los imaginarios donde se realiza la producción de sentido bajo la tensión antagónica de la hegemonía y contrahegemonía.

Los imaginarios, como en apariencia su nombre podría sugerir, parecerían estructuras ajenas a lo epistémico, en el sentido de que la dicotomía entre verdad/ficción o conocimiento/creencia no les afectaría porque incluirían todo o estarían más allá de tales dicotomías. Sin embargo, sería malinterpretar su carácter y funcionamiento. Operan como producciones de representaciones, pero también como sistemas de reconocimiento en las prácticas y como base común sobre la que se articulan las ontologías. En este sentido, están presentes tanto en la construcción y aplicación de conceptos como de relatos, así como en los elementos no conceptuales de las prácticas y habilidades. Por ejemplo, el individualismo que impregna tantas áreas de la cultura contemporánea, desde la autonomización de la economía a tantos hilos de la explicación filosófica, es un componente del imaginario que estructura interpretaciones complejas tanto en filosofía como en ciencias sociales. Así, como una consecuencia de este imaginario estructurante, es muy difícil dar cabida a algo que no quepa en la dicotomía privado/público sobre la que se articulan buena parte de las disputas ideológicas, como si las zonas de lo común y las formas de relación en segunda persona quedasen sin posibilidad de ingresar en las controversias. Es esta propiedad estructurante la que convierte a los imaginarios en la mediación cultural entre la posición social y la posición epistémicas y por ello en el mecanismo más poderoso de producción de injusticia epistémica.

Owen Jones describe esta escena en Chavs. La demonización de la clase obrera:

Es una experiencia que todos hemos tenido. Estás entre un grupo de amigos o conocidos cuando de repente alguien dice algo que te choca: un comentario aparte o una observación frívola y de mal gusto. Pero lo más inquietante no es el comentario en sí, sino el hecho de que nadie parece sorprenderse lo más mínimo. Miras en vano a tu alrededor, buscando aunque sea una pizca de preocupación o muestras de bochorno. Yo experimenté uno de esos momentos en la cena de un amigo, en una zona burguesa al este de Londres, una noche de invierno. Estaban cortando cuidadosamente la tarta de queso y la conversación había derivado hacia el tema de moda, la crisis del crédito. De pronto, uno de los anfitriones intentó animar la velada con un chiste desenfadado. Qué lástima que cierre Woolworth’s. ¿Dónde van a comprar todos los chavs sus regalos navideños? Ahora bien, él nunca se consideraría un intolerante, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta. Sentadas a la mesa había personas de más de un grupo étnico. La división por sexos era del 50%, y no todo el mundo era hetero. Todos se hubieran situado políticamente en algún lugar a la izquierda del centro. Se habrían enfadado al ser tachados de elitistas. Si un extraño hubiera ido esa noche y se hubiera avergonzado a sí mismo empleando una palabra como «paki» o «maricón», lo habrían expulsado rápidamente del apartamento.

El texto de Owen Jones describe los resultados de un largo proceso de construcción denigratoria de la clase obrera inglesa a través de la formación de imaginarios. Por ejemplo, relata esta descripción hecha por un empresario de fitness, quien había sido acusado de usar el término “chavs” animando a la violencia en una de las ofertas de ejercicios de lucha de su empresa. En su defensa utiliza esta descripción: “Suelen vivir en Inglaterra pero probablemente pronuncian «Inlaterra». Les cuesta expresarse y tienen poca capacidad para escribir sin faltas. Adoran sus pitbulls y sus navajas, y te «pincharán» alegremente si les rozas accidentalmente al pasar o no les gusta cómo les miras. Suelen procrear a la edad de quince años y pasan casi todo el día tratando de conseguir «maría» o cualquier «trapo» que puedan trincar con sus sudorosas manos adolescentes. Si no están internados a los veintiuno, se les considera bastiones de la comunidad o se ganan «mucho respeto» por tener suerte.  No es tanto el uso o no del término “chav” como el imaginario que permite hacer unos chistes u otros y observar bajo cierta luz a grupos enteros. En el caso español, son significativos términos similares que están cargados igualmente de imaginarios. Así, por ejemplo, Wikipedia explica de esta forma el término “cani”: “Tipo de personaje urbano que se da (o daba) en España, durante los años 90 y 2000, y que generó toda una subcultura alternativa. Se caracterizaba por su comportamiento superficial, con muy baja educación y cultura, con una elevada agresividad y con tendencia a cometer delitos o provocar enfrentamientos, y su manera de vestir, casi siempre ataviado con pantalones de chándal, gorra y adornos de oro.” Lo mismo ocurre con el término “choni” usado habitualmente en las redes para referirse a las chicas de barrio. Es un término profundamente estigmatizante y vejatorio. El punto es que la calificación de “choni” a una niña o adolescente por parte de un grupo en un contexto como el de las escuelas o centros de secundaria, no solamente es insultante, sino que reproduce una suerte de imaginario sobre las formas de vida de las clases trabajadoras y genera un desprecio persistente que tiene efectos discriminantes en los momentos más críticos de la formación de las identidades de esas niñas, como mujeres y como parte de las clases subordinadas.

Los imaginarios son, para concluir, el medio en el que se gesta la opresión y la discriminación. Son productores y productos de ideología, son  lugares donde se gesta la legitimación de la violencia (la violencia contra mujeres y gays se sostiene directamente sobre los imaginarios patriarcales que comienzan a impregnar a los varones desde la niñez. Son una mediación fundamental en nuestra arquitectura social. Por ello son la trinchera infinita que establece el frente cultural. Es en los imaginarios donde se gesta la hegemonía y la resistencia. Sin una crítica de los imaginarios no hay posibilidad de contrahegemonía.  Detectar cómo se crean continuamente nuevos imaginarios es una de las tareas más perentorias para la filosofía que no se resigna a ser forense de textos muertos.


La ilustración es un cuadro de Paul Rebeyrolle

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