Las cosas de las que nos rodeamos no son simples herramientas u objetos de deseo, son también , al igual que las personas, el medio en el que se desarrolla el carácter, los hábitos y, en general, las sendas de nuestra biografía. Pero esas mismas cosas tienen también una biografía: algunas se compran, otras no, algunas se consumen, otras no, algunas se convierten en basura, otras no.
El texto casi fundacional de Appadurai y Kopytoff, La vida social de los artefactos, se
origina en el análisis de la tensión entre lo universal y lo particular, lo abstracto y lo concreto: cuando los artefactos se
socializan bajo la forma mercancía entran en un circuito de dependencias que
expresan los grados de valor que tienen para una sociedad.
Intercambiar cosas significa un cálculo sobre la equivalencia de costos y
deseos. Algo es mercancía porque personal o socialmente deja de tener una
irreductible individualidad para hacerse equivalente a otras cosas. Imaginemos
unos hijos que han decidido vender la vivienda de sus padres: ha dejado de ser
ya un espacio biográfico para entrar en otra forma social de existencia que es
el mercado inmobiliario. Algunos objetos o muebles serán rescatados como
recuerdos, otros irán a eBay o Wallapop para ser intercambiados por dinero.
Pero no cualquier objeto entra en esa categoría. Hay cosas y trozos de nuestra vida que no podemos concebirlas bajo la categoría de mercancías o mercantilizables. Objetos irremplazables. Nadie vende su cuerpo por
dinero voluntariamente o, menos aún, vende a sus hijos. Hay cosas que no entran
en la lógica de la uniformidad, sino que su existencia social se desarrolla
como sustento de identidad, biografía, lazos y afectos sociales. La mercancía universaliza los valores y deseos, al hacerlos calculabres, los dones, los objetos que nos definen, entran en otras escalas de valor.
La tradición de William Morris en el diseño y su reivindicación
de la artesanía tiene como trasfondo los procesos de estandarización y
manufactura industrial que han constituido la base de nuestra sociedad de
consumo, pero también podemos observar en los estudios de cultura material una
reivindicación del diseño del entorno como una actividad que es común a la
mayoría de los seres humanos. Hasta el prisionero en su celda o la familia
depauperada en su chabola se esfuerzan por personalizar de algún modo su
espacio personal. El joven de barrio que tunea su automóvil o motocicleta, la
estudiante de secundaria que decora su cuaderno de apuntes o bullet journal:
el deseo de individualizar lo próximo se enfrenta como una fuerza reactiva poderosa a la
que impulsa la equivalencia de los deseos a través de un sistema de
intercambios.
La vida social de las cosas no puede ser analizada desde un
cielo distante, sino a la luz de los métodos etnográficos de observación
participante, y esa es una de las grandes lecciones metodológicas de la teoría
de la cultura material. Son los espacios cercanos en los que discurre lo
cotidiano. El discurso a veces cósmico de
la filosofía de la técnica que se refiere a los grandes espacios de la
civilización contemporánea ha olvidado la textura de los espacios en distancias
cortas, en donde encontramos lo doméstico, con sus entornos sensoriales de un
espacio de olores característico de cada casa y ciudad; del paisaje que
individualiza mediante la mirada el espacio y lo convierte en lugar; de los
paisajes sonoros donde se forma la memoria auditiva, lo que popularmente
llamamos la “banda musical” de nuestras vidas, con más acierto del que cabría
de suponer por el carácter tópico de esta expresión, pues ciertamente nuestras
vidas se configuran narrativamente y las pensamos al modo de películas en las
que ciertas melodías refuerzan la memoria y el contenido emocional de las
experiencias; el tacto y el contacto de la piel, que nos hace apreciar ciertas
texturas de tejidos en la ropa o en las sábanas o los asientos.
En el subrayado del carácter reticular de las dependencias
de los artefactos, de su vida social contingente e histórica, de la necesidad
de una observación cercana y participante está el más importante de los
supuestos teóricos sobre la cultura material: el carácter reticular
interdependiente, sistémico y holístico de los entornos técnicos que rodean
nuestras vidas no es una cuestión meramente “técnica” sino una expresión del
orden de sentidos que articula la existencia humana. Conceptos y artefactos son los modos en los que la espontaneidad humana
introduce orden en una realidad física y biológica. Al igual que hablar un
lenguaje es dominar una forma de vida también lo es vivir “entre” un mundo de
objetos artificiales.
La gran aportación de Kopytoff al libro que editó con Appadurai
es señalar la importancia de la historia en el discurrir de los artefactos
en el tiempo. Si las interdependencias funcionales y de uso obligan a un
antiesencialismo respecto a los artefactos, similar al que exigen los conceptos
cuando los pensamos como prototipos que sirven para orientarnos en los caminos
del lenguaje y el pensamiento, pero que no tienen fronteras bien definidas ni
componentes esenciales que pertenezcan a todos los objetos que discriminan y
clasifican, así también los artefactos cambian de sentido en diferentes contextos
culturales y sociotécnicos. Esta actitud pluralista se refuerza cuando introducimos
el tiempo y consideramos los artefactos como objetos que transforman sus
propiedades funcionales en una sucesión de contingencias que dependen a veces
de su existencia social y a veces de las dependencias funcionales con otros
artefactos. Mi primer portátil, un laptop comprado rebajas en Providence, en 1990, era un Sharp MZ-100, con un sistema operativo DOS, con dos ranuras para disquetes,
uno en el que introducía un procesador de textos muy primitivo y otro en el que
guardaba el documento. Pesaba casi cinco kilogramos y era poco más que una
máquina de escribir eléctrica, pero me hizo feliz durante unos años, al poder
moverme con él sin tener que transportar un PC. Su obsolescencia fue rápida y
ahora ya no encontraría siquiera los discos para hacerlo funcionar, pero no ha
desaparecido de mi casa. Lo conservo como un bien inútil y entrañable y resisto
todas presiones familiares para la limpieza de armarios. Los artefactos tienen
historia personal y colectiva. La obsolescencia programada es parte de nuestro
mundo basado en una de las posibles líneas de innovación: innovaciones
destinadas a cancelar los artefactos, no a preservarlos o mejorarlos. Aún
recuerdo con cierta nostalgia los viejos anuncios de computadoras personales en
los que se proponía como una de sus principales virtudes la escalabilidad.
Ahora sería un chiste. Incluso en la historia de los artefactos hay
desigualdades sociales: en las capas económicamente más deprimidas, la obsolescencia
programada conlleva la pronta producción de basura, mientras que en las capas acomodadas
los objetos pueden llevar (como ocurre en mi caso) una segunda existencia como
objetos de culto.
La biografía de los artefactos se teje con la biografía de
sus usuarios. “Biografía”, como su nombre indica, alude a una representación
del curso de la vida, un relato que encadena sucesos para producir un sentido,
pero es admisible la metonimia desde la representación a la cosa misma: la identidad
personal tiene irreductiblemente un componente narrativo en donde los sucesos adquieren
significado y crean marcos para las trayectorias futuras. El entorno material
es, en este sentido, tan central como el entorno social en la producción de una
historia. Los diferentes aspectos de la vida:
los afectos y amistades, el trabajo y el ocio, los bienes y tareas son
una parte sustancial de la constitución de la identidad, del ser la persona que
se desea ser o la que uno lamenta ser o haber sido. Como aprendimos de Virginia
Woolf, la conquista material de un espacio de intimidad y de un salario o medio
de vida propio es para tantas mujeres una condición de apropiación de su
vida, de abandonar la condición de ser-en-otro para alcanzar la de ser-en-sí. No
solo los espacios, es también lo que los artefactos hacen con el cuerpo: el
vestido, el calzado, los alimentos, libros y medios de información,
herramientas, ajuares y mobiliarios. Los altibajos de la vida tienen su
expresión en una cultura material personal y colectiva.
Pues también la posición social y su dinámica tiene una
cultura material. Si concebimos la sociedad no como una simple conjunción de
individuos sino como un sistema complejo de posiciones y relaciones, es muy
evidente que la base material es también la base sobreviniente de la posición
social: las relaciones de propiedad, el conjunto de artefactos que ordenan la
existencia son también materiales. Como ha analizado la teoría de las
capacidades propuesta por Amartya Sen, los grados de justicia y libertad de los
que gozan los grupos están definidos por los planes de vida que pueden llevar a
cabo y estos lo están por la base material. La teoría social y la antropología
de Pierre Bourdieu, que está basada sobre esta concepción topológica de la
sociedad, establece muy bien cómo las dinámicas de distinción por las que se
van configurando las identidades de grupo y clase, son dinámicas de
diferenciación material en prácticas de interacción con artefactos. La base
social de la desigualdad es también una base material, y todas las demás
desigualdades dependen de esta primaria desigualdad material. Lo mismo podemos
afirmar de las demás identidades sociales y políticas. Cristina Bernabéu está
presentando estos días una tesis doctoral sobre cómo los artefactos tienen y
configuran el género. Y del mismo modo, toda transformación
social entraña la transformación de la base material. No es casual que las
primeras utopías sean un listado de artefactos y de modos de organizarlos. No por casualidad que Lenin declarase en 1920,
en el VIII Congreso de los Soviets: «El comunismo, es el poder soviético más la
electrificación de todo el país». Soviets y electrificación: una transformación
social y una transformación material.
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