Estos días se publicará en las ediciones de la Universidad de Zaragoza un libro homenaje a Ernesto Sosa, el filósofo de la epistemología de virtudes, al que contribuimos sus discípulos y que compilan y editan Modesto Gómez y David Pérez Chico. Sosa ha llevado el estudio del conocimiento al campo de la agencia humana. Su definición de conocimiento es la de creencia apta, a saber, una creencia que es correcta, precisa, verdadera, acertada que manifiesta la destreza del agente (precisa debido a la habilidad) tanto en sus capacidades sobre un dominio como en valorar las circunstancias en las que forma un juicio o creencia. Para explicar este aparente lío usa el ejemplo de Diana la cazadora, la figura mitológica que acierta con sus flechas no por suerte sino debido a su habilidad. En esta breve reflexión querría usar este ejemplo ampliado para tomarme en serio este ejemplo y ampliar un poco la analogía de este instrumento de caza o guerra hacia otros más contemporáneos que pueden ayudarnos a pensar cómo el conocimiento se produce en un entorno de convergencia de habilidades personales y sociales con artefactos que deben tener tantas funcionalidades como competencias le suponemos al agente. Si se me permite un ejercicio (no sé si muy correcto) de traducción entre filosofía analítica y continental, diría usando a Deleuze y Guattari que el conocimiento es una máquina de guerra e, inversamente, que las “máquinas de guerra” siguen siendo buenas analogías en su frialdad y amenaza de lo que son las prácticas epistémicas. Quine definía la ciencia como la ingeniería de la verdad, y del mismo modo podemos definir el conocimiento diario, cotidiano, común, como la artesanía de la verdad, de forma análoga a cómo las máquinas de guerra (no deleuzianas, aunque también) pueden definirse como la ingeniería de la violencia (o como Sosa emplea el arco como ejemplo de artesanía de la violencia.
Esta introducción viene a cuento porque llevo dándole
vueltas a la escala y proyección de los mapas como artefactos
representacionales con los que nos hibridamos o “ciborizamos” para orientarnos
en los espacios geográficos, y de forma más extensa en otros espacios de lo
real (pues las teorías y otros instrumentos intelectuales o prácticos funcionan
como mapas de nuestras acciones y decisiones). Acertar, tanto en el dominio del
conocimiento como de la acción, supone articular creencias, evaluaciones, actos
mentales, con un entorno complejo de instrumentos y aparatos, algunos
orientados a producir conocimiento y otros orientados a producir efectos
causales. Así, quizás no sea ocioso pasar del ejemplo artesanal del arte del
tiro con arco al mucho más peligroso y aparatoso de la ingeniería artillera de
la guerra moderna. En el primero no necesitamos más que el arco, el arquero y
sus habilidades de tiro y de observación del viento y la situación del
objetivo, mientras que en el segundo ejemplo necesitamos toda una ecología de
artefactos que incluyen la máquina en sí, la munición y su logística y la
inteligencia que proviene de la observación, los mapas y el cálculo.
Los primeros mapas efectivos, desde el siglo XV al XVIII fueron
instrumentos de navegación, viajes y, sobre todo, de planificación de imperios
y conquistas. Jefferson dibujó en París, en 1783 un esbozo de lo que serían más
tarde los Estados de la Unión extendiéndose más allá de los Apalaches, que
habrían de convertir en extranjeros a todos los habitantes de las praderas y
montañas hasta el Pacífico. Del mismo modo, el Tratado de Tordesillas había
sido siglos antes, el primer documento que convertía el planeta en territorio
imperial apropiable y conquistable. En el siglo XIX, los mapas bajaron de
escala y se convirtieron en máquinas: máquinas de convertir territorios en
mercancías o en objetivos militares. La conquista de la escala se convirtió en
algo tan importante como la conquista del territorio.
Permítaseme traer aquí mis historias de mili a las que acudo
por ser experiencias personales a las que di vueltas en su día y me siguen siendo
de alguna utilidad en este ascenso, también de escala, de la arquería a la
artillería, del conocimiento artesano al conocimiento industrial que es la
ciencia. En mi tiempo de servicio militar estuve asignado a una compañía de
armas de apoyo en un batallón de cazadores de montaña. Las compañías del
batallón eran básicamente fusileros que empleaban el CETME, un fusil automático
que disparaba munición de 7,62 mm., potente, preciso, pesado y algo aparatoso
para las armas personales de hoy día, y las ametralladoras MG-38, también de
7,62, que llevaban en servicio desde su invención en Alemania en la II Guerra mundial.
Armas de apoyo, por el contrario, era una compañía variada que servía, como su
nombre indica, de soporte cercano, sin acudir a la artillería de campaña o a la
aviación. Tenía varias secciones entre las que estaba la de morteros ligeros de
60 mm, medios de 81 mm y pesados de 120 mm. A diferencia de los fusiles y
ametralladoras, que no necesitan mapas, si acaso instrumentos ópticos de apoyo,
un mortero medio o pesado depende de los mapas, pues se dispara contra un
objetivo que suele estar al otro lado de la parábola que traza el proyectil. Depende
de los mapas y de un observador que se arriesga a acercarse al objetivo y va
señalando los fallos para corregir el tiro. A diferencia de los nuevos instrumentos
de precisión basados en proyectiles inteligentes y orientación por GPS y láser,
el mortero es un arma primitiva, muy salvaje, que está en el origen de la
artillería y que, curiosamente, no ha quedado obsoleta desde sus orígenes en el
siglo XVIII.
Generalmente usábamos mapas topográficos de escala 1:50.000
del Instituto Geográfico Nacional o más precisos, cuando podíamos, de 1:25.000
de la OTAN (o los americanos, como los llamábamos). Cuando se asignaba un
objetivo por los mandos, se trataba de orientarse y detectarlo en el mapa (sin quejarte por qué mapa tenías a mano), para
lo que primero había que ubicar la posición propia y determinar la dirección y
distancia. Hecho esto, se orientaba el tubo y se daban las órdenes oportunas,
que luego se corregían según las informaciones del observador de turno. Digo
que es una máquina bárbara porque el mortero no necesita mucha precisión. Se
calculan los metros a los que afecta la explosión, que son unas decenas,
dependiendo del calibre, y se bate el terreno, lo que quiere decir que el acierto
se produce por estadística del número de disparos, a diferencia de las nuevas
armas inteligentes y carísimas que seleccionan un objetivo con márgenes de
precisión de centímetros. El acierto en los morteros, pues, acepta dosis muy
amplias de suerte epistémica porque se confía en la cantidad y en la expansión
del efecto de la metralla. De ahí lo bárbaro, pero también lo efectivo de su uso.
El epistemólogo exquisito, o su correlato de estado mayor,
probablemente preferirá el proyectil inteligente y dependiente de artefactos de
precisión casi ilimitada como los GPS militares y los cálculos que hace el
pequeño robot en la cabeza del proyectil y sus sensores externos sensibles a
temperaturas o a rayos láser. Un derroche de técnica, conocimiento, industria y
logística. Gran ciencia frente a conocimiento callejero. Pero tanto el epistemólogo
avisado como su análogo de estado mayor, saben que las cosas no funcionan así,
que los márgenes de precisión son muy caros y que solo pueden ser traídos a
cuento para objetivos especiales porque ni la disponibilidad ni los
presupuestos son ilimitados. El conocimiento, como la guerra, depende de las
disponibilidades económicas de una base material adecuada.
La escala de los mapas, sean los topográficos de 1: 50.000,
los más precisos de 1:25.000 o la orientación por GPS no son simples
instrumentos. Tienen detrás una historia de traslación, de cartografía y una
base material de prácticas, triangulaciones, movimientos en el territorio, o de
satélites, cohetes para ponerlos en órbita y artefactos receptores de señales.
Cuando se olvida este trasfondo material, el usuario, sea persona de a pie,
soldado sin galones o epistemólogo sofisticado y oficial de estado mayor, el
agente se convierte en alguien que camina medio a ciegas y depende de que todo,
aparatos, mapas, gente, conocimientos, funcionen adecuadamente. Se pierde
agencia y autonomía. Decidir usar morteros o proyectiles inteligentes, o
hermenéutica cotidiana frente a teorías sofisticadas de bioquímica o mecánica
cuántica, es algo que depende de todo un entorno de disponibilidades y la
decisión es en sí misma inteligente y no mecánica. La epistemología, como la
guerra; la guerra, como la epistemología, solo funcionan en entornos complejos
y situados. La elección de escala de los mapas no es siempre una elección libre
sino que depende de las disponibilidades, pero también de la comprensión de la
situación.
Dejo al lector o lectora aterrorizados por la brutalidad de mi analogía la tarea pendiente de sobreponerse y sacar consecuencias filosóficas y vitales.
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