sábado, 16 de agosto de 2025

Una ciudad no es un árbol

 



¿Qué es hoy la ciudad para nosotros? Creo haber escrito algo como un último poema de amor a las ciudades, cuando es cada vez más difícil vivirlas como ciudades. Tal vez estamos acercándonos a un momento de crisis de la vida urbana y Las ciudades invisibles son un sueño que nace del corazón de las ciudades invivibles. Se habla hoy con la misma insistencia tanto de la destrucción del entorno natural como de la fragilidad de los grandes sistemas tecnológicos que pueden producir perjuicios en cadena, paralizando metrópolis enteras. La crisis de la ciudad demasiado grande es la otra cara de la crisis de la naturaleza. La imagen de la «megalópolis», la ciudad continua, uniforme, que va cubriendo el mundo, domina también mi libro. Pero libros que profetizan catástrofes y apocalipsis hay muchos; escribir otro sería pleonástico, y sobre todo, no se aviene a mi temperamento. Lo que le importa a mi Marco Polo es descubrir las razones secretas que han llevado a los hombres a vivir en las ciudades, razones que puedan valer más allá de todas las crisis. Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. (Italo Calvino Las ciudades invisibles)

 

Dialéctica de la ciudad

“Una ciudad no es un árbol” sostiene el conocido arquitecto y pensador Christopher Alexander. Árbol en el sentido metafórico y formal que a lo largo de la historia ha servido para representar gráficamente jerarquías: el árbol de las ciencias, el árbol de la vida, … Cada nodo se abre y acoge otros de nivel inferior, que, a su vez se subdividen en otros inferiores. No hay comunicación entre las ramas si no es a través del punto de escisión. Es un orden estructurado desde intereses superiores sean estos económicos, funcionales o simbólicos (como la Brasilia de Lucio Costa y Óscar Newmeyer)

“Una ciudad no es una obra de arte” proclama la urbanista y polímata Jane Jacobs, alzando su voz contra las destrucciones del tejido social en nombre de la estética, o de la estetización de la ciudad.

“Una ciudad no es una computadora” afirma Shannon Mattern. La ciudad inteligente conecta muchos sistemas funcionales, pero sigue dependiendo de uno o varios árboles de decisiones. Menos aun una consola como parecen creer los gestores desde las complejas salas de control

Aunque las metáforas biológicas son más lúcidas, la ciudad tampoco es un organismo, no al menos en el sentido romántico de morfogénesis de instrucciones codificadas jerárquicamente. De ser, en todo caso, podríamos considerarla un holobionte. Una totalidad de seres vivos que ocupan un lugar arquitectónicamente preparado para interactuar con ellos.

Y pese a todo la ciudad es un artefacto, un ensamblamiento de cuerpos y dispositivos producto de trillones de acciones a lo largo del tiempo. Acciones intencionales que no estaban orientadas a un ordenamiento planificado y agencias mínimas materiales híbridas, o animales, una producción de innumerables interacciones que solo puede ser pensada como una totalidad dinámica, conducida por conjuntos de procesos en los que intervienen fuerzas de signo a veces contrario y a veces convergente, a veces fuertes y a veces débiles, que forman retículos de situaciones, de patrones o pequeñas totalidades sobre las que se hila la historia.

La ciudad es un lugar donde se produce un espacio: físico, vivido, imaginado y representado. En tanto que lugar, ocupado también por no lugares, por no-ciudades como los espacios de anonimia, es parte de la geografía y se inserta en la capa geológica donde discurre la vida, una rugosidad entre otras, como los páramos o las sierras. En tanto que espacio, es el resultado de las dinámicas sociales que se producen en esos lugares que llamamos ciudades, en relaciones con otros lugares habitados o no habitados por humanos.

La geografía es siempre dinámica, sostiene David Harvey, no hay que pensarla como un factor fijo que decida el destino de las civilizaciones, tal como han sostenido varios autores de éxito reciente como Jared Diamond[1]. Por el contrario, lo que nos muestra la historia son las grandes transformaciones del hábitat humano (incluyendo en esta época del Antropoceno el hábitat común de todos los seres vivos). En el centro de estas transformaciones ha estado la ciudad como forma contingente y a la vez poderosa de asentamiento humano. La revolución neolítica que llevó a la forma ciudad fue tan transformadora como la domesticación de plantas y animales. Quizás, como parte de la arqueología ha supuesto, en un ciclo de realimentación positiva. Lo mismo podemos afirmar con respecto a la relación entre la ciudad y el nacimiento de los estados, en sus diversas formas políticas.

Es cierto que la ciudad no fue la única forma de asentamiento. De hecho, hasta la más avanzada modernidad, la gran mayoría de la población residía en otras formas de hábitat, fuera este sedentario o nómada. Pero también lo es que en la modernidad no es posible pensar ya la identidad sin la mediación de la ciudad así como del capitalismo, que en su destrucción creativa transforma aceleradamente el hábitat produciendo una urbanización general del mundo. No solo por la aparición de enormes metrópolis (China aspira a construir una ciudad de 130 millones de habitantes y Turquía planifica un Estambul de 45 millones).

La ciudad es a un tiempo un artefacto técnico, producto de ilimitados cambios y acciones de construcción y destrucción y un entorno de cultura material que define marcos sociales y culturales, así como regímenes sensoriales, afectivos e intelectuales. Las diversas ciencias sociales como la sociología de comienzos del siglo pasado, la geografía y la antropología, así como los estudios culturales, dan testimonio de esta centralidad de la ciudad en la cultura de la modernidad. La historia, por otra parte, nos muestra también la centralidad de la ciudad en los movimientos revolucionarios o resistentes. Los estudios urbanos y suburbanos y la antropología dan cuenta de la diversidad y de las culturas que nacen continuamente en los barrios. Desde el punto de vista de la cultura material, la ciudad es el espacio privilegiado en el que analizar el modo en que la cultura y las identidades.

La ciudad es un espacio singular en el que circulan muchas dialécticas: la primera es la que crea el entorno físico y el entorno vivo. Edificios de toda índole: habitacionales, administrativos, empresas y factorías, comercios, franquicias y centros comerciales; infraestructuras subterráneas que llevan agua potable y se llevan las aguas grises, líneas de energía de gas y electricidad, cables de comunicaciones, antenas de repetición de señales telefónicas; calles, autovías, aceras; espacios públicos de esparcimiento y zonas verdes. Pensado como un artefacto, se trata de una red complejísima por la que circulan artefactos,  materiales, energía e información en una inmensa trama de interacciones en todos los niveles ontológicos. En el otro polo de la dialéctica, la ciudad es un nicho ecológico de organismos unicelulares y pluricelulares, de plantas y animales en una también extensa variedad y en intensas modalidades de interacción y dependencia. Y, claro, entre los animales, destacan los humanos en todas sus variedades de personalidad, edad, género, raza y condición. Recuerdo un proyecto patrocinado por Matadero de Madrid que invitaba a un turismo sorprendente: un grupo de personas acompañados por expertos recorría las calles de Lavapiés recogiendo de charcos de acera y alcantarillas diatomeas, para estudiar después en el laboratorio la variedad de especímenes simbiontes del barrio. La dialéctica de entorno técnico y vida es la modalidad esencial de la dinámica de la ciudad, la que más han señalado y estudiado los grandes especialistas en la teoría de la ciudad.

La base primera de las contradicciones se aclara si comenzamos a pensar la ciudad geológicamente, como una estructura hecha de materiales heterogéneos, básicamente hormigón, acero, asfalto, vidrios, polímeros variados, metales y rocas transformadas, que se han superpuesto y horadado la base geológica primitiva. Por sus superficies, huecos y túneles circula diariamente materia, energía e información. No es un organismo, sino el nicho ecológico de miríadas de organismos, entre ellos los humanos, responsables todos de la suma de metabolismos y transformaciones que hacen de esta selva de cemento uno de los ecosistemas más extraños y dinámicos del planeta.

Isaac Asimov describió Trántor, la ciudad imperial que ahora parece una anticipación de las megalópolis contemporáneas:

TRÁNTOR — … Al comienzo del decimotercer milenio, esta tendencia alcanzó su punto culminante. Como centro del Gobierno imperial durante ininterrumpidos centenares de generaciones, y localizado, como estaba, en las regiones centrales de la Galaxia,  entre  los mundos más densamente poblados e industrialmente avanzados del sistema, no pudo dejar de ser el grupo humano más denso y rico que la raza había visto jamás. Su urbanización, en progreso continuo, había alcanzado el punto máximo. Toda la superficie de Trántor, 1.200 millones de kilómetros cuadrados de extensión, era una sola ciudad. La población, en su punto máximo, sobrepasaba los cuarenta mil millones.  Esta enorme población se dedicaba casi enteramente a las necesidades administrativas del imperio, y eran pocos para las complicaciones de dicha tarea. (Debe recordarse que la imposibilidad de una administración adecuada del imperio galáctico bajo la poca inspirada dirección de los últimos emperadores fue un considerable factor en la Caída.) Diariamente, flotas de decenas de miles de naves llevaban el producto de veinte mundos agrícolas a las mesas de Trántor… Su dependencia de los mundos exteriores en cuanto a alimentos, y, en realidad, todas las necesidades de la vida,  hicieron  a Trántor cada vez más vulnerable a la conquista por el bloqueo. Durante el último milenio del imperio, las numerosas y hasta monótonas, revueltas hicieron conscientes de ello a un emperador tras otro, y la política imperial se convirtió en poco más que la protección de la delicada yugular de Trántor… 
(Enciclopedia Galáctica)
Isaac Asimov- Fundación

Si fuera posible levantar un mapa desde el espacio del campo electromagnético de una de las megalópolis del Planeta podría hacerse visible la asombrosa dinámica de señales en todas las frecuencias, las que corresponden a los flujos de información y las que indican otros flujos de energía. Un mapa que abarcase también los flujos de combustible gases y productos petroquímicos, de los materiales comestibles, de los productos industriales y comerciales. Estos mapas reflejarían las estructuras básicas del ecosistema donde conviven e interactúan los organismos ciudadanos. Los que tienen ciudadanía y los que no la tienen, algunos humanos y otros, muchos más, de otras especies animales, vegetales y microbianas. Ya no es de mucha utilidad la visión antropocéntrica del urbanista, el promotor, el gerente, que planifican y construyen. Este inmenso metabolismo que cambia y transforma el entorno y los habitantes es el centro de gravedad de todas las demás contradicciones y dialécticas. Desaparecen los mosquitos y otros insectos y el aire se llena de palomas, gaviotas y otras aves cacófagas. El juego de las especies, de las cadenas tróficas, de las movilidades y asentamientos sería una de las primeras conclusiones que nos permitirían esas topografías metropolitanas.

La ville y la cité, la ciudad construida y la ciudad habitada. Es otra de las dialécticas fundantes de la ciudad. Los poderes ordenan la ciudad, elevan la ville, eligen y dibujan sus planos de espacios imaginados. La ciudad desborda esos planes, los metamorfosea, ocupa y reocupa lugares designados y los renombra y reutiliza. Los urbanistas deciden abrir canales al tráfico rodado y la gente se apropia de las aceras. Los comerciantes construyen enormes centros comerciales y los emigrantes, papás con niños, parejas o grupos de adolescentes los ocupan huyendo del frío y la lluvia invernales o los calores veraniegos.

Centro y periferia. Fuerzas centrífugas y centrípetas continuas. Haussmann abre los bulevares para echar fuera del centro a los proletarios y evitar que levanten barricadas; Moses construye puentes para que lleguen a Manhattan los obreros que necesitan las clases pudientes; los nuevos planes suburbanos crean banlieues que se degradarán tan rápidamente como se levantan. Un poco más lejos, en el otro punto cardinal, se asientan los suburbios de la clases privilegiadas.

 Revolutionary Road (Richard Yates, 1961) es una de las novelas que desvela la cara oculta del sueño norteamericano tras la Segunda Guerra Mundial. Una pareja que representa a la generación que hizo la guerra y que soñó con una vida nueva, se traslada a una nueva vivienda donde deposita todos esas promesas que parecían flotar en el aire en los cincuenta. La tristísima historia está enmarcada en ese espacio que mira a la urbanización de los ricos que se está construyendo arriba en la colina, al final de la Via Revolucionaria:

La señora Givings había comprendido al instante que la pareja quería algo fuera de lo común —una cochera o granero reformados, o quizá una vieja casita de huéspedes, algo que tuviera encanto— y le dio mucha pena tener que decirles que de esas cosas ya no quedaba nada. Pero les rogó que no se desanimaran: sabía de una casa que seguramente iba a gustarles.
—Bueno, por supuesto que esta zona no es la más atractiva —explicó, mirando alternativamente con ojos de pájaro a la calzada y a sus agradables rostros atentos mientras se desviaba de la Ruta Doce —. Como pueden ver, casi todo son casas de hormigón para operarios: lampistas, carpinteros, gente de esa clase. Pero el final — dirigió la rígida pistola de su dedo índice hacia el parabrisas a modo de advertencia, haciendo que un conjunto de pulseras tintineara y chocara con el volante—, el final de la calle va a dar a una urbanización nueva y absolutamente espantosa que se llama Revolutionary Hill Estates. Enormes pisos a desnivel, todo en los más nauseabundos tonos pastel, y encima carísimos, no sé yo por qué. Pero no, el sitio que quiero enseñarles no tiene nada que ver con eso. Uno de nuestros amables contratistas hizo construir esa casa
recién terminada la guerra, antes de que empezara el boom de la construcción. Es una casita preciosa de verdad, y el sitio también es encantador. De líneas sencillas, buen jardín, maravillosa para los niños. Está al doblar la próxima curva, y ya ven que aquí arriba la carretera es mucho más bonita. En seguida la verán... Ahí está. ¿La ven? ¿Esa pequeña? Una monada, ¿verdad? Se la ve tan airosa en lo alto de su cuestecita...

Richard Yates (1961) Revolutionary Road  (trad. Luis Murillo, 1989)

En El pisito (Marco Ferreri, 1958) o en Rocco y sus hermanos (Visconti, 1960) se representan las penurias habitacionales del Madrid o el Milán respectivamente de los cincuenta, las nuevas ciudades centrípetas que llevan millones de personas del campo a los sueños de una nueva ville llena de promesas de ascenso social. Al otro extremo del relato, la merecidamente famosa serie The Wire relata la destrucción moral y física de los barrios y las vida en las esquinas, representada en el Baltimore de la transición de siglos.

Uptown/ Dawtown es la principal dialéctica de las gentes que habitan la ciudad. Arriba y abajo, el barrio y las calles de las clases altas. Billy Joel cantaba en 1983 Uptown Girl los sueños del chico de barrio que desea a una chica por encima de sus posibilidades.

Uptown girl
She's been living in her uptown world
I bet she's never had a backstreet guy
I bet her momma never told her why
I'm gonna try for an
Uptown girl (uptown girl)
She's been living in her white bread world (white bread world)
As long as anyone with hot blood can (hot blood can)
And now she's looking for a downtown man (downtown man)
That's what I am
And when she knows what she wants
From her time (from her time)
And when she wakes up
And makes up her mind
She'll see I'm not so tough
Just because I'm in love with an
Uptown girl (uptown girl)
You know I've seen her in her uptown world (uptown world)
She's getting tired of her high class toys (high class toys)
And all the presents from her uptown boys (uptown boys)
She's got a choice
Uptown girl
You know I can't afford to buy her pearls
But maybe someday, when my ship comes in
She'll understand what kind of guy I've been (I've been)
And then I'll win
And when she's walking
She's looking so fine
And when she's talking
She'll say that she's mine
She'll say I'm not so tough (she'll say)
Just because I'm in love with an (she knows)
Uptown girl
She's been living in her white bread world
As long as anyone with hot blood can
And now she's looking for a downtown man
That's what I am
https://www.youtube.com/watch?v=hCuMWrfXG4E

El Pijoaparte de Últimas tardes con Teresa (Juan Marse, 1966) trata de todos lo manolos que una vez quisieron flirtear con las niñas pijas de los barrios bien. Fiebre del sábado noche  (John Badham, 1977) describe los espacios de sueños de los travoltas repartidores y mozos de almacén que en la discoteca de la noche del fin de semana aspiran a una vida respetada que se desvanecerá el lunes por la mañana. La dialéctica de arriba y abajo en el espacio social y urbano se encarna en los cuerpos de quienes se mueven en esta dialéctica, la de los ganadores y los perdedores de la ciudad moderna que comenzó a relatar John Dos Pasos en 1925 en Manhattan Transfer.

 Hay otras muchas dialécticas que convierten la ciudad en nudos de tensiones: las dialécticas de la diversidad, de la piel y los afectos, las dialécticas de los habitantes y los bárbaros turistas, las dialécticas de la paz y la guerra, de la destrucción y la reconstrucción.

 



[1] Diamond, Jared (1997) Armas, gérmenes y acero, Barcelona, Debate, 2006


lunes, 4 de agosto de 2025

Anfibología de lo cotidiano

 



Lo cotidiano no es la mochila de supervivencia en los tiempos de catástrofe cultural, cuando el mundo de los grandes espacios políticos y económicos se ha dislocado y los discursos ideológicos no sirven para navegar en las aguas turbulentas de la comprensión histórica. Tampoco es el lugar de retiro apacible, refugio contra las tormentas de miedo y desesperanza. Pues lo cotidiano está atravesado por todas las fuerzas y tensiones que fracturan la fábrica de lo social en un mundo sometido a cambios rápidos sin un sentido aparentes.

De la materia de la que está hecha lo cotidiano están hechas también las grandes estructuras de la sociedad globalizada, y lo que ocurre en los grandes espacios no es ajeno a lo que ocurre en los microespacios. Así, por ejemplo, el consumo diario es un elemento constituyente de lo cotidiano, pero agregado es el cimiento de la economía. La clase media o pensionista con posibilidades se aficiona al viaje corto o largo con intenciones de turista. Es uno de los recursos para sobrellevar el tedio de la vida cotidiana, pero ese acto particular transforma el urbanismo del planeta y las formas y precios de la vivienda. La ciudad y los parques y playas protegidas se organizan al servicio del turista y se cuidan y embellecen al tiempo que se descuidan y degradan los paisajes de quienes habitan en los espacios periféricos que están al servicio de la polis turistizada. Poseer una vivienda puede ser una base necesaria para los más fundamentales proyectos de vida o puede ser el sustituto de las inversiones en valores o en empresas lejanas, transformando la vivienda en la cosmópolis en el sucedáneo del oro y las joyas como recurso y contrafuerte de valor en las crisis económicas. Las emociones cálidas que dan contenido a la vida cotidiana son las mismas que agregadas y transformadas por los medios sociales sirven como recursos políticos para la obtención y reproducción del poder. Los afectos y el deseo son las sustancias que tejen los hilos de la socialidad, pero también los elementos con los que se fabrica el poder político y económico.

Lo cotidiano no es lo residual sino el presente vivo, una experiencia resistente a las categorías y aún más a los límites y delimitaciones, un pantano de aguas turbias de lo no decible y preconceptual sobre el que flotan categorías y conceptos que dan nombre a las prácticas y rituales que constituyen lo estable de la vida diaria.

Es un espacio de ambivalencia donde nacen las fuentes de la vida diaria y en don de residen las causas de la alienación, inautenticidad y mala fe que acompañan los relatos que articulan las biografías e historias colectivas.

La novela realista del XIX, en pleno cambio a lo que Rancière ha llamado el “régimen estético del arte”, en el que ningún tema ya será ajeno al tratamiento artístico cambió el rumbo de la novela de sentimientos hacia la descripción de la cotidianeidad urbana y las diferencias de vida entre clases sociales enfrentadas. Fue una contribución paralela al desarrollo de las nuevas técnicas del Estado de conocer estadísticamente los diversos elementos de la vida de los ciudadanos. Pero queda la sospecha de que el objetivismo del relato realista o del informe estadístico dejen escapar entre los huecos de la red aquello que es más sustancial de la vida diaria, lo que no es expresable, la experiencia vivida subjetivamente en los momentos y ritmos de la vida.

La temporalidad de lo cotidiano no es menos ambigua y ambivalente. El tiempo de lo cotidiano abarca escalas muy distintas: los momentos en que ocurren las situaciones diarias, los tiempos de los ritmos que articulan la vida y el trabajo, la temporalidad de los planes largos e incluso la conciencia creciente con la edad que la vida es limitada y efímera. Esta temporalidad no encaja bien con la partición griega de los tiempos del aión, el cronos y kairós. No hay en la vida cotidiana “acontecimiento” en el sentido que tanto ha teorizado la filosofía contemporánea, no hay epifanías de lo sagrado a pesar de que los intentos de las religiones y política de provocar grandes mutaciones como la conversión o la creación del hombre nuevo sean un elemento permanente de sus pretensiones culturales.  

 Resulta también difícil de delimitar la espacialidad de lo cotidiano. Georges Perec, en todos sus libros, especialmente en Especies de espacios y Tentativa de agotar un lugar parisino, recorrió la heterogeneidad de los espacios: la cama, la habitación, el apartamento, el inmueble, la calle, el barrio, la ciudad, el campo, el país, el mundo, … Una discontinuidad rompe las transiciones de los espacios cotidianos creando entornos de vida que tienen sus propios ritmos, emociones, expectativas y conflictos. El espacio cartesiano, métrico, no útil para delimitar las extensiones de lo diario. Tampoco los espacios ordenados de los mapas, ajenos a la fenomenología de cada componente en la que reina la variedad y la diferencia.

Lo cotidiano es a la vez lo estable y el teatro de los cambios y metamorfosis: crecemos y maduramos en los entornos cotidianos, en ellos las irrupciones de gadgets y aparatos tecnológicos transforma las formas de vida, las actividades diarias, la configuración de los espacios y los ritmos sin perder su carácter de estructura de referencia en nuestras vidas, centro de gravedad que permite el orden de los valores y las topografías del sentido.

Es a la vez fuente y sumidero de los conflictos que atraviesan todas las escalas de la construcción de la ciudad. Las injurias de clase, género, etnia, afectividad, cultura, se producen en las tramas de relación de lo cotidiano. El dominio, la opresión, la exclusión y cualquier otra forma de poder no sería posible sin la fusión de las fuerzas extraordinarias con las tensiones ordinarias. La opresión penetra en lo cotidiano por los mismos hilos que tejen su trama. Y al tiempo es el lugar de resistencia, de tácticas de resignificación y supervivencia, de recreación de lazos que en sus fuerzas débiles resisten las olas de las energías del poder.

La historia de la filosofía de lo ordinario, desde la novela realista a las utopías socialistas, desde Nietzsche y Freud a la antropología, desde Heidegger a Wittgenstein, desde Gramsci a Brecht y Benjamin, desde la crítica ácida de la Escuela de Frankfurt a Lefebvre y Certeau, es la historia de las tensiones, ambivalencias, ambigüedades y anfibología de lo cotidiano.



Carlos Alonso  "La censura”, 1969. Acrílico y collage sobre tela, 200 x 200 cm. Foto: Magdalena Audap Soubie

jueves, 24 de julio de 2025

Lo cotidiano y la filosofía

 


Incluso para quienes denuestan a la especie humana y esperan que algo así como los poshumanos hereden la Tierra, la escala de lo cotidiano resulta ser un punto fijo en el juego de las escalas. No ya la historia, menos aún la historia natural que dio lugar a esta especie especial, sino lo ordinario de la vida donde emergen, se transforman y abandonan los significados y valores. Para el edafólogo, el nacimiento, vida y muerte de una lombriz es solo parte de la cadena de reacciones químicas que transforman el humus, mas, para el gusano, el nacimiento y la muerte, así como los estímulos y respuestas del día a día tienen otro sentido que su cuerpo procesa y preserva. Así los humanos. Para ellos, lo cotidiano es el suelo del mundo. De su mundo. En un mundo que es más amplio y que construyen y destruyen como topos ciegos.

Lo cotidiano irrumpió en la filosofía contemporánea de la mano de la fenomenología y de la filosofía del lenguaje ordinario oxoniense. Se convirtió en un espacio normativo, constitutivo, orientado a resistir las pretensiones del positivismo lógico de reformar el lenguaje y a los reduccionismos científicos de la realidad cualitativa. Aquellas guerras nos quedan ya muy lejos, en el sentido de que ya nadie apostaría mucho por la idea de que haya algo esencialmente erróneo en el lenguaje ordinario. La primacía del análisis lingüístico ha pasado a otros territorios como la epistemología, la metafísica, o la teoría cultural y social. No por ello se ha disuelto la demanda que lo convirtió en un territorio de reflexión filosófica. Por el contrario, en un marco muy diferente al de hace un siglo, lo cotidiano debe ser reivindicado de nuevo como una escala constitutiva de todo lo que se refiere a lo humano, incluidas las dimensiones cósmicas de las ciencias naturales o las históricas de las ciencias sociales.

Michel de Certeau dedicaba su ensayo introductorio a la investigación de la plural sociedad francesa, recogida en los dos volúmenes de La invención de lo cotidiano, al “hombre común” y a lo cotidiano con mucha cercanía al espíritu wittgensteiniano. Comenzaba elevando una queja por la conversión de lo cotidiano en estadística, de los nombres en números:

Este héroe anónimo viene de muy lejos. Es el murmullo de las sociedades. Toda la vida se anticipa a los textos. Ni siquiera los espera. Le es igual. Pero en las representaciones escrituarias avanza. Poco a poco ocupa el centro de nuestros escenarios científicos. Los proyectos han abandonado a los actores que poseen nombres propios y blasones sociales para volverse hacia el coro de los figurantes amontonados a los costados y luego fijarse por fin en la muchedumbre del público. Sociologización y antropologización de la investigación que privilegian lo anónimo y lo cotidiano ahí donde los zooms entresacan los detalles metonímicos, partes tomadas por el todo.[1]

Lo cotidiano según la mirada seca sociológica está habitado por los nadies. Objeto de saberes del estado, de las instituciones de estadísticas, de los cada vez más precisos perfilados que ofrecen los algoritmos de las plataformas, los nuevos agentes epistémicos mundiales que acercan sus ojos hasta los más mínimos actos y gestos de la gente cuando abre sus móviles, emplea sus tarjetas de compra o navega por los mares de internet. En el lado filosófico, donde aún resiste lo experiencial y no cuantificado, lo cotidiano reivindica un lugar propio de reflexión habitado por prácticas, saberes y emociones.

Lo cotidiano como término del arte en filosofía nace de una historia de tensiones que han constituido temas centrales de la cultura contemporánea bajo la condición de modernización, especialmente la tensión metodológica que Sellars llamó la dicotomía de la imagen científica y la imagen manifiesta. Primero fue tensión metodológica en los fundamentos de las ciencias sociales y humanas, en particular por la amenaza de estar abocadas al eliminacionismo fisicista, al modo de una óptica que comenzase por los colores y terminase hablando de los frentes de onda y las frecuencias y amplitudes de las perturbaciones del campo electromagnético.

La segunda fuente de tensiones es interna a la propia imagen manifiesta del mundo. La que Ricoeur llamó la “escuela de la sospecha” que agrupa a Nietzsche, Freud y Marx creó otro frente de amenazas a la validez de las autodescripciones y relatos que se producen en la vida diaria, tal vez subproductos de metamorfosis del valor deslizándose al nihilismo y al olvido de las fuerzas de la vida, tal vez como expresiones de las fuerzas ciegas e impulsos del deseo, tal vez como reflejos distorsionados de la mercancía que fetichiza todos los aspectos de la existencia. Heidegger expresó esas sospechas como modos inauténticos de existencia y Sartre como vidas bajo la condición de mala fe. Wittgenstein las consideró modos primitivos de entender el discurso, no precisamente como formas premodernas sino, por el contrario, como formas bárbaras que inauguran la modernidad y que él encuentra en la forma autobiográfica agustiniana de un yo que interpreta las palabras de los otros acudiendo a significados ocultos en sus mentes.

El recurso a lo cotidiano nace en este horizonte como un acto de resistencia a las amenazas de colapso por las tensiones estructurales de la cultura de la modernización. Fue la forma de resistencia que constituyó hace un siglo el modernismo en todas las dimensiones de la cultura, desde las artes a la fundamentación de las ciencias sociales y humanas y, en filosofía, a la resistencia al escepticismo nihilista. La fenomenología lo llamó “actitud natural” y “mundo de la vida”, para Heidegger fue el “mundo” o el “mundo-a-mano”, entorno natural de la existencia del dasein, un espacio que Heidegger criticó como forma de vida inauténtica, inaugurando la mirada a lo cotidiano como territorio ambivalente entre la normatividad de la escala humana y como lugar de alienación y extrañamiento. En esta onda, Lukács consideró que la reificación era la enfermedad de lo cotidiano, lo que reafirmaron Adorno y Horkheimer con su crítica al consumo de masas o Debord con la idea de sociedad del espectáculo. Con una mirada más equilibrada, Gramsci habló de “sentido común” para definir lo cotidiano. Un sentido bajo el conflicto por la hegemonía. Su continuador, padre de los estudios culturales, Raymond Williams, lo consideró el sustrato de la cultura, lo “común” que permite la comunicación y el entendimiento. Para la tradición wittgentseiniana, fue lo “ordinario”, un estrato donde se dobla la pala filosófica que trata de excavar en el significado. Stanley Cavell propuso que lo ordinario debería ser lo que produce el “reconocimiento” del otro y Michel de Certeau, en su hipótesis que une lo esotérico de la fabla mística con las prácticas de los pobres brasileños y las clases obreras de Lyon, un espacio de duplicidades de significado que denominó “tácticas” y que permite que la vida cotidiana resista la opresión interminable del poder.

Esta voluntad de resistencia en el terreno cultural, desde lo más académico a las artes de vivir, constituye el entorno cotidiano como el escenario de los dramas en los que se presenta la experiencia humana bajo la modernización y el capitalismo. Es en estos dramas de la experiencia en los que aparecen los dilemas epistemológicos, morales y políticos, las fracturas de la sensibilidad y la identidad que definen la condición histórica contemporánea en diálogo y dialéctica con todas las producciones culturales del pasado.



[1] (Certeau, M (1990) La invención de lo cotidiano. I Artes de hacer, trad. de Alejandro Pescador, Ciudad de México: Universidad Iberoamericana, 2000, p. 3


jueves, 17 de julio de 2025

Riesgo y agencia en la modernidad

 



Acudo al sociólogo alemán Niklas Luhmann (1927-1998) para subrayar una de las consecuencias de la modernidad que no ha sido suficientemente resaltada en los análisis más conocidos de este cambio estructural civilizatorio. Me refiero a la incrustación del riesgo en la misma fábrica de la subjetividad y de la idea de sujeto. Foucault, por ejemplo, que se ha convertido en el gran referente sobre la emergencia de la idea de sujeto (y de sujeción) deja de lado esta relación, tal vez porque en el fondo conserva demasiados elementos deterministas en su concepción del poder.

Niklas Luhmann[1] diagnosticó la importancia que adquiere el riesgo en nuestras sociedades, y lo hizo paralelamente y en conversación con el conocido libro de Ulrick Beck La sociedad del riesgo en los años ochenta. De hecho, en esta década hubo un interés creciente en historia de la ciencia por la cuestión del azar y la emergencia de la teoría de la probabilidad como forma de tratamiento de las cadenas no deterministas de sucesos.

Luhmann considera que la centralidad del riesgo en las diversas prácticas y sistemas tiene que ver por un lado con el cambio histórico en la concepción cultural del tiempo, y en la vivencia y experiencia de aquel y por otro lado con la nueva concepción del sujeto y la agencia en la modernidad.  Llamamos modernidad a un conjunto de transformaciones culturales que se expresan filosóficamente en nuevos esquemas metafísicos, epistemológicos y normativos. Respecto a la vivencia del tiempo, Luhmann constata cómo es vivido el flujo del pasado al presente y el futuro en culturas con trasfondo determinista en las que la contingencia expresa esencias de la realidad, de modo que las expectativas del futuro, incluidos los peligros de catástrofes, muerte o violencia son parte una ordenación cósmica del mundo. El sujeto debe entender que su puesto en el cosmos es parte de ese juego en el que la esencia determina la contingencia. El cambio hacia una nueva concepción del tiempo se produce en un nivel práctico y económico por las nuevas prácticas de la aparición de seguros, de hipotecas y préstamos que acompañan a la emergencia de los mercados capitalistas. A su vez, el cambio en el esquema conceptual se produce por el impacto de la teoría de la evolución en la explicación de la historia. La evolución biológica deja de entenderse como algún Bauplan cósmico y comienza a hacerlo después de Darwin como resultado de la acumulación de contingencias bajo presiones selectivas del medio, es decir, se invierte la dirección de modo que es la contingencia la que produce la esencia. Esta historificación transforma la relación pasado futuro: el presente opera como un producto del pasado pero también como un horizonte de posibilidades que están abiertas y algunas serán producto de la acción o agencia y otras serán contingencias no controladas, consecuencias no queridas y, en general sucesos no determinados por el pasado.

El cambio ocurre por la conciencia de relación de la acción con las consecuencias, tanto intencionales como consecuencias no queridas. El sujeto se configura como un ser agente responsable de las consecuencias de su acción. Por consiguiente, su estructura deja de estar referida al pasado, en la forma de nostalgia o confesión para emerger como un ser capaz de decisión que recibe mérito y reconocimiento o responsabilidad negativa por los resultados de tal decisión.

El riesgo acompaña según Luhmann a la emergencia de la idea moderna de sujeto y agencia: el riesgo es la conciencia de que las consecuencias de las acciones no se acomoden a la intención y aparezcan estados que socavan la acción humana de forma parcial o completamente destructiva. Analiza Luhmann la constelación de términos que rodean a la emergencia de riesgo y que van dando cuenta de cuál es el nuevo rol conceptual que ejerce en la configuración de la figura del sujeto y la agencia. Así, riesgo se relaciona con seguridad, pero también con peligro, con incertidumbre, con oportunidad y ganancia y, por supuesto, con decisión. El riesgo adquiere un estatus bivalente: por un lado se abre a un peligro futuro que puede ser catastrófico, por otro, en tanto que la acción humana produce consecuencias que por ser transformadoras son nuevas, el riesgo se asocia a la acción que produce ganancias, no necesariamente económicas, sino también y sobre todo en sus comienzos cognitivas, cuando emerge la idea de hipótesis que por sus características lógicas van más allá de las evidencias empíricas inductivas o que se apoyan en un razonamiento abductivo. El mismo Kant usa la frase de “atreverse a pensar” para señalar este componente voluntarista que se abre a un futuro incierto para obtener alguna ganancia epistémica o práctica.

No hay agencia ni sujeto sin conciencia del riesgo. Tampoco hay acción que sea transformadora y no simplemente repetitiva: toda actividad creativa supone un riesgo inevitable en un entorno incierto y el concepto y la conciencia del riesgo es el modo en que se maneja la incertidumbre. El riesgo es incertidumbre no solo evaluada sino también controlada. Es la otra cara de la responsabilidad. Aunque el riesgo está asociado con la posibilidad del peligro, lo está también a la posibilidad de ganancia: hay peligro en tomar riesgos, pero, según Luhmann, también lo hay en no tomarlos. En tanto que condición de posibilidad de la agencia, el riesgo está relacionado con una idea de la acción que irrumpe en un espacio de posibilidades actualizando alguna de ellas y dejando fuera las otras. No adoptar un curso de acción implica para Luhmann igualmente responsabilidades en tanto que se actualizarán otras posibilidades que, así mismo, generarán consecuencias no queridas. El riesgo está pues tanto en la acción como en la omisión y la conciencia de estas consecuencias de no atreverse forma parte igualmente de la misma estructura de la agencia. Lo que aporta la cultura de la modernidad es, pues, la asociación de la agencia con la posibilidad, algo que pertenece esencialmente a la idea de tiempo abierto, o de futuro que está presente en cada momento de la decisión.

Niklas Luhmann elabora las ideas de agencia, tiempo y riesgo en términos generales, pero en su concreción práctica, observa, la incertidumbre no puede ser eliminada como tal sin referirse a cómo las sociedades modernas crean en su complejidad sistemas y subsistemas cuasi-autónomos en los que se desarrollan modos de negociar la incertidumbre y de calcular o al menos estimar el riesgo. Para Luhmann, los sistemas siguen dinámicas autopoiéticas, generan histórica y constitutivamente sus propios sistemas de control y reflexión y conducen la división social del trabajo y el orden social a través de la diferenciación que hace que en cada sistema se convierta en entorno de sus subsistemas que, a su vez interactúan entre ellos. La complejidad fue el modo de lidiar con la incertidumbre mediante políticas de riesgo plurales en donde los diversos roles de los sujetos se hacían cargo de las consecuencias de sus acciones relevantes al sistema.



[1] Luhmann, Niklas (1993) Sociología del riesgo, México: Universidad Iberoamericana (2007)


miércoles, 25 de junio de 2025

El valor de la democracia





Las democracias y las ciencias y tecnologías modernas nacieron más o menos juntas como proyectos de orden social y de orden epistémico respectivamente. La idea misma de evidencia y de justificación contienen este doble aspecto de relación social y de relación epistémica con el mundo. Los claroscuros que han denunciado las múltiples críticas de la modernidad obligan a que la legitimación teórica y práctica sea una tarea permanente de la filosofía, a que sea necesario insistir en las preguntas por el valor de la democracia y del conocimiento (en todas las formas en que se manifiesta en el orden social) A la democracia se le adscriben muchos adjetivos y en sus realidades históricas presenta numerosas formas, algunas muy alejadas de las otras, pero en general se condensa en una vaga fórmula de que el poder emana del pueblo y este tiene la capacidad de revocar a los poderes instituidos. Hay versiones procedimentalistas, versiones sustantivas e incluso epistémicas de la democracia, pero una formulación del problema general de la legitimación es el de determinar cuál es el valor de la democracia. Si es un valor por el que merece la pena esforzarse y, en último extremo, como expresaba Pericles en su famoso discurso funerario, si merece más la pena morir por ella que vivir sin ella. 

Parte de la dificultad filosófica de esta pregunta es que el problema del valor se une estrechamente con el problema de entender conceptualmente qué es la democracia, es decir, el problema teórico de un concepto de democracia y el problema mucho más aplicado de elaborar concepciones de la democracia que tengan efectos prácticos en nuestros órdenes sociales. Otra dificultad no menor es la constatación de que no existe ninguna democracia en el mundo que se acerque a algún modelo ideal. Las democracias contemporáneas, en un marco de economía capitalista, organizadas alrededor de partidos burocratizados y dominadas por grandes oligopolios de comunicación son también regímenes con altos grados de injusticia y en muchos casos bases para políticas imperialistas o neocolonialistas. Pese a ello, y precisamente porque están contemporáneamente desafiadas por modelos iliberales que se presentan como alternativas culturales y civilizatorias, es necesario el trabajo teórico aún en el lodo de estas contradicciones. La tradición en axiología es diferenciar claramente entre valores intrínsecos y extrínsecos, y en su aplicación al valor de la democracia entre las posiciones que abogan por un valor intrínseco frente a las que lo hacen por un valor instrumental. 

«La importancia de la afirmación sobre el valor intrínseco de la democracia depende en parte del hecho de que ofrece una razón prima facie para preferir la democracia frente a formas de gobierno menos democráticas. De hecho, la afirmación fomenta la creencia de que los sistemas más democráticos son intrínsecamente más valiosos y, por lo tanto, más deseables que los menos democráticos». (E .Ziliotti, 12). 

 Los defensores del valor intrínseco de la democracia suelen acudir al argumento de que los procedimientos democráticos de decisión dan realidad al ideal valioso de igualdad política en tanto que conceden a todos las mismas oportunidades de defensa política de sus intereses. Y esto es un valor independientemente de cuáles sean los resultados de la decisión. Thomas Christiano es uno de los más conspicuos defensores del valor intrínseco del régimen democrático. En su libro The Constitution of Equality. Democratic Authority and its Limits (2008) desarrolla esta forma de defensa de la democracia: 

"La idea central que anima este libro es que la democracia hace realidad la igualdad pública en la toma de decisiones colectivas. Sostengo que la igualdad pública, o la idea de que las instituciones de la sociedad deben estar estructuradas de tal manera que todos puedan ver que se les trata como iguales, es el principio fundamental de la justicia social. Demostraré que es el fundamento moral de la democracia y la base de los derechos liberales. Dado que es la base tanto de los derechos democráticos como de los derechos liberales, sostengo que el principio de igualdad pública puede fundamentar la autoridad de la toma de decisiones democráticas en una sociedad política y puede mostrarnos dónde se encuentran los límites de la autoridad democrática. Por lo tanto, el principio de igualdad pública fundamenta el valor moral de la toma de decisiones democráticas y proporciona una base justa para los límites constitucionales de la democracia. La idea de igualdad pública, sostengo a lo largo de este libro, proporciona la clave para responder a las preocupaciones centrales sobre los fundamentos morales y los límites de la toma de decisiones democráticas."  (2008, 2) 

La estrategia argumental es que la democracia y la igualdad política se coimplican mutuamente, y de esta equivalencia derivan otros derechos fundamentales, por ello la democracia adquiere un valor intrínseco independientemente de cuáles sean los resultados que produzca su implementación. A primera vista el argumento es sólido. Parecería extraño negar la relación entre un régimen democrático y la idea de que todas las personas que participan de él como ciudadanos tienen igualdad política, al menos nominal, para influir sobre los planes colectivos. 

Pero ¿esto es un bien intrínseco? Una primera duda nace de la idea de que la democracia pueda reducirse a igualdad política de los votantes. Es una formulación un tanto abstracta que parece explotar como rasgo principal lo que en las democracias reales se reduce al ejercicio ocasional del voto. No es lo mismo votar representantes que gobernar o legislar en lo que respecta al poder político. La igualdad abstracta de la condición de ciudadanía es compatible con desigualdades de poder político y, sobre todo, en términos hegelianos, la igualdad política abstracta del ciudadano está separada de su ser social, que no explica cómo puede ser, tal como afirma Christiano el fundamento moral de la democracia y la base de los derechos. En segundo lugar, el que ocurra tan a menudo y de forma tan flagrante que las decisiones de los gobiernos democráticos produzcan situaciones de injusticia social, de exclusión e incluso de violencia tendría que llevar a quien defiende el valor intrínseco a que se conceda a estos actos algún valor por el hecho de ser democráticos y tendría que alegrarse o al menos suavizar su irritación por este hecho. Esta es una de las paradojas clásicas de la democracia que conlleva dudas más que razonables sobre cualquier reivindicación de la democracia como valor intrínseco que justifique por sí mismo una preferencia por esta forma de orden político ⎼dejando a un lado que la variedad formas de orden “democrático” que encontramos en la historia es tan amplia como para inscribir nuevas dudas sobre su buena definición como concepto. 

La otra opción tradicional de la legitimación de la democracia es por su valor instrumental. Se trata de un esquema de defensa que adopta la forma genérica de “la democracia es entre varias alternativas de orden político el que mejor obtiene P” donde P sí es un valor que se considere intrínseco desde el punto de vista moral o político. Por ejemplo, podemos encontrar variedades de esta estrategia en donde se defiende la relación de la democracia con la justicia social o, en el caso que me importa más en esta presentación, con el acierto o rendimiento eficiente desde el punto de vista cognitivo o epistémico. Me centraré en esta modalidad que es la denominada “democracia epistémica”, defendida por Heléne Landemore, Robert Gooding Jossiah Ober, entre otros. La democracia sería el régimen democrático que garantiza una mayor eficiencia cognitiva y práctica a largo plazo. Las dos líneas argumentales que se han esgrimido son la de el saber de las multitudes, basada en el Teorema de Condorcet y la del poder de la diversidad (frente a la mera cantidad), tal como ha sido desarrollada por Landemore. Ober, por su parte, ha argumentado desde el ejemplo histórico de la superioridad de la democracia ateniense en el mediterráneo por más de trescientos años frente a otras alternativas aparentemente más poderosas como las de imperio persa o el elitismo espartano. Los problemas que tiene la democracia epistémica son al menos de dos tipos: el primero es la distancia entre las afirmaciones abstractas de los teoremas en los que está basado y las dificultades empíricas para demostrar la mayor eficiencia de las decisiones por el hecho de ser democráticas. Desde un punto de vista teórico tiene el problema similar al concepto instrumentalista del conocimiento (como mejor sistema de alcanzar la verdad) y es el vaciamiento que produce la propiedad postulada como fin respecto al medio de alcanzarlo. Si lo que importa es la eficiencia, o el éxito cognitivo, el valor está en este resultado y el que sea o no la democracia es simplemente algo contingente, que podría ser cuestionado por otras posibles alternativas. Es un problema con el mismo concepto de valor. 

 Una alternativa muy distinta es la de quienes como Niko Kolodny, E. Anderson y Eric Beerbohm rechazan la aparente insalvable horca del valor intrínseco o instrumental. El hecho de que democráticamente se puedan promover ciertos logros valiosos en la historia no significa que ya se convierta en un argumento a favor de la democracia. No hay ninguna necesidad en la relación de la democracia y ciertos resultados sino, por el contrario, procesos contingentes que favorecen o retrasan esos logros que consideramos, sí, valores intrínsecos como son la justicia, los derechos (y los derechos a tener derechos) o la igualdad en varios órdenes de la existencia. Me parece mucho más convincente la estrategia de Beerbohm que une la idea de democracia con la de complicidad o no complicidad con las injusticias producidas por un régimen político y social (Eric Beerbohm, In Our Name: The Ethics of Democracy (Princeton UP 2012).

Beerbohm sostiene su posición sobre una base de agencia social y de actitud participativa en la que se producen mutuas interpelaciones entre los ciudadanos. Los actos y las omisiones siempre tienen efecto sobre otros y es en las demandas de segunda persona, en el hecho de que el otros siempre puede tener un punto de razón para su interpelación en donde encontramos una base no tanto para defender la democracia sino para probar que la democracia es un modo de repartir esas responsabilidades y complicidades con las situaciones sociales. Beerbohm da una versión ética de esta posición al proponer que la democracia se fortalece en la medida en que lo hacen tres modalidades de actitud: una ética de la participación, que incluye la sensibilidad hacia la complicidad o no complicidad (“no en mi nombre”) con las políticas, una ética de la creencia, en tanto que los ciudadanos deben ser conscientes de que sus creencias no son asuntos puramente privados, sino que tienen efectos muy reales sobre las vidas de otros, y que por consiguiente hay responsabilidades epistémicas en la democracia, y por último, una ética de la delegación, quizás el componente más crítico, pues la delegación, sea en fideocomisarios representantes (trustees) o mandatarios de la asamblea es siempre fruto de una cesión de agencia y de autoridad. 

La conciencia de esta delegación es siempre normativa y crea responsabilidades de algún modo por lo que los delegados pueden hacer en nombre de los ciudadanos que han delegado en ellos su parte de poder. Una vez planteado este marco interpersonal o secundo-personal como base de las responsabilidades, Beerbohm se pregunta cuánta es la exigencia que puede ser puesta sobre los hombros de los ciudadanos: ¿hay que considerar a los ciudadanos super-deliberadores, expertos, activistas y militantes? En algunas formulaciones de la democracia deliberativa o del republicanismo parecería que la condición de ciudadanía incluye cargas de este tipo. En este sentido, tienen razón los críticos de la democracia como Jason Brenan que aducen los ejemplos de los múltiples sesgos en que incurren los ciudadanos. Las posiciones cognitivas de los ciudadanos son, por supuesto, frágiles, vulnerables, llenas de autoengaños, ideologías y otros modos de posiciones epistémicas degradadas, así como de falta de entusiasmo participativo, anomia, miedos, etc. La cuestión no es exigir una democracia de héroes sino un sistema de reparto de responsabilidades afín a como se plantea en epistemología política. ¿Cuáles son las cegueras y metacegueras inexcusables?. ¿cuáles son los sesgos cognitivos que producen daños a otros? La democracia, tal como la plantea Beerbohm es un sistema de exigencia de responsabilidades y de reflexión sobre las complicidades.

martes, 27 de mayo de 2025

Cerebro e inteligencia artificial

 


Un estupendo artículo  de la revista de divulgación Quanta Magazine compara la historia de la inteligencia artificial basada en redes neuronales con el cerebro humano formado por redes de neuronas biológicas. Poco tienen que ver una con otro y, sin embargo, en una segunda mirada, sí pueden compararse y usarse para explorarse mutuamente. 

Las redes neuronales están formadas por capas en las que residen las neuronas artificiales: programas mínimos que reaccionan a las interacciones que vienen de otros programas y responden con una nueva señal que activa o desactiva a otras neuronas. En cada capa, las neuronas artificiales se interconectan en modos geométricamente complicados y las capas, a su vez, se interconectan también de forma compleja. Es lo que se llamó "procesamiento masivamente paralelo" que, como enseñó Geoffrey Hinton, pueden ser adiestradas mediante un procedimiento matemático probabilístico, "backpropagation", tomado de la termodinámica, que circuita las señales de salida y las convierte en señales de entrada, de modo que las redes reajustan sus pesos de conexión y así pueden representar relaciones probabilísticas entre lo que se quiera que representen cada una de esas neuronas. Los datos informacionales se convierten mediante procesos de "tokenización" en parámetros que son lo que representan las neuronas. Física termodinámica y probabilidad. Los textos, por ejemplo, se almacenan de modo que las redes pueden extraer las estadísticas de aparición conjunta de grupos de palabras y generar probabilidades de que una secuencia de términos sea una frase gramaticalmente correcta. En 2017, las técnicas de "transformer" (técnicas de asociar a una secuencia de palabras un espacio o contexto que permite al sistema acelerar la búsqueda de conexiones) permitió construir los Modelos Lingüísticos Extensos que ahora inundan nuestros dispositivos. 

¿Es así un cerebro? Para nada: las neuronas biológicas son células mucho más complejas, todas distintas entre sí en longitud, funciones, estructura fisiológica, que se activan o desactivan en las sinapsis o conexiones con otras neuronas mediante procesos químicos (los neurotransmisores) que, a su vez, producen cambios de potencial eléctrico internamente de modo que cada neurona se convierte en una especie de oscilador eléctrico que puede entrar en sintonía con otros muchos generando activaciones locales y resonancias generales. Hay alguna similitud con las redes neuronales artificiales, algo así como la que hay entre un modelo de Lego y un puente real, pero muchísimas más diferencias. El cerebro es un sistema químico-eléctrico de una complejidad que no es comparable en escala a la de las monstruosas máquinas de OpeAI o Google. El cerebro sería una pasta de sesos sin sus conexiones neuronales con los tejidos del cuerpo que no son sistemas pasivos sino que son, por su parte, sistemas productores de señales químicas (hormonas, neurotransmisores, ...) que interactúan sistémicamente con el sistema nervioso. El cerebro es cuerpo y sin el no es nada. Cuando las IAs se implanten en cuerpos mecánicos, robots, la analogía será un poco más cercana. Google lo está intentando ahora con su robot de juguete Watson, y ya se verá a qué puede llevar. 

Hay un segundo estrato de analogía: tanto las IAs como los cerebros son sistemas sociales o socio-técnicos. No funcionan si no están en continua interacción con millones de personas que los adiestran, corrigen, reconocen, ... y no funcionan sin infraestructuras desmesuradas, en el caso de las IAs y sin metabolismo y continua interacción física con el entorno en el caso de los cerebros. Pero el adiestramiento es muy distinto: en las IAs se introducen "datos" que son extraídos de fuentes ya informacionales. Los grandes dispositivos no entran en contacto con la realidad, sino con los datos. Son los humanos que los suministran, entrenan, afinan y usan los que conectan con la realidad. En el caso de los cerebros, el cuerpo interactúa directamente con la realidad mediado por herramientas, artefactos, lenguajes, y otras mediaciones que tienen carácter social: han sido generados por la totalidad de la historia de la humanidad. Forman el mundo de la vida, un entorno de reconocimientos, emociones, lazos, patrones de acción, rituales, saberes, actos simbólicos, que producen trayectorias que llamamos las identidades narrativas de las personas. 

Las inteligencias artificiales son sistemas híbridos de gente, sistemas físicos y datos en procesos complejos en parte mecánicos y en parte intencionales, económicos, ingenieriles. Las inteligencias naturales son también sistemas híbridos de física, química, biología, sociedad, cultura, técnica, y contingencias múltiples en esas continuidades que son las biografías. Pueden usarse para explorar unos sistemas a otros, pero son formas distintas de realidad. Lo peor que ha ocurrido de toda esta historia es llamar "inteligencia artificial" a la inteligencia artificial, es como cuando Papin llamó "digestor" a la primera olla a presión, como si fuera un sistema digestivo. 

Tras estas relaciones está la tensión y dialéctica entre complejidad y sentido de la que trató el sociólogo Niklas Luhmann. Sostenía que las ciencias han sido transformadas por la complejidad, algo que ha disuelto las viejas separaciones disciplinarias, y las humanidades  por el sentido, algo que también ha disuelto las correspondientes divisiones del trabajo intelectual. La complejidad de la complejidad y el sentido del sentido son lo que diferencia ahora la cultura científica y la humanística. Hay una relación, pues el sentido es una forma de complejidad, pero hay otras barreras que tienen que ver con la imposibilidad de reducir uno a otra. La complejidad es parte de nuevas investigaciones transversales que llevan de la termodinámica a la teoría de la computabilidad. El sentido lleva desde la hermenéutica a la cultura y a la filosofía, pasando por todas las formas de insitución social como el derecho, la economía, la política y, en general, las relaciones sociales. 


domingo, 18 de mayo de 2025

La altura de los ojos

 



No hay problema filosófico más intrincado que el de cómo articular las diversas escalas de tiempo en relación con nuestras prácticas y conceptos de qué es una vida honesta, aceptable y vivible. Los griegos poseían tres términos para el tiempo: aión, kronos, kairós, conceptualizando con ellos fenomenologías de la temporalidad que probablemente se nos escapan y que variaron en sus apariciones en la literatura y la filosofía, pero que corresponderían, traduciéndolas a nuestra percepción contemporánea, respectivamente, al tiempo cósmico de la historia natural, al tiempo público de calendarios y relojes y al tiempo de lo singular, de la presencia de lo efímero y a los momentos significativos.

En la filosofía contemporánea, encontramos la tensión analizada por John McTaggart en un artículo de 1909 en la revista Mind, entre dos series temporales: la que categoriza el tiempo en pasado, presente y futuro (serie A) y la que categoriza los instantes de tiempo respecto a un orden cronológico reflejado en las métricas como calendarios y relojes (serie B). Esta serie B permite coordinarnos social, política, económica y técnicamente. La serie A, por el contrario, es la forma más característica y general en la que vivimos la dimensión temporal de la existencia. Estas dos formas interactúan entre sí, de modo que tendemos a sentir lo temporal acomodándonos a los ritmos colectivos, por ejemplo los tiempos de trabajo y ocio, a la vez que los calendarios y horarios se llenan de señales de las cosas que ocurren o los días y momentos por ocurrir. Por último, en el nivel más profundo de la subjetividad temporal está la vivencia que acompaña al tiempo de la vida o las edades del hombre que teorizaron los filósofos medievales. En este nivel se levanta la certeza básica de la finitud de la vida, de la mortalidad, así como la de la vulnerabilidad y fragilidad que acompaña a la experiencia de nuestros cuerpos y sus cambios de condición y salud.

Cada edad humana tiene su propio modo de llevar esta experiencia inescapable de la finitud. Este tiempo de la vida recorre todas los estratos de la ontología desde el hecho de que somos objetos termodinámicos sometidos a la irreversibilidad, pasando por la evidencia biológica de que la muerte es un invento de la vida como una condición de posibilidad de supervivencia de las especies, hasta la experiencia diaria de la mortalidad de los seres cercanos y seres vivos que amamos.

Pero esta finitud se vive fenomenológicamente de maneras diversas a lo largo de la vida y a lo ancho de las culturas. Con el avance de la edad, el espacio de posibilidades, y por tanto de expectativas con sus emociones asociadas, varía de maneras no lineales: no hay tal espacio en la niñez, es un espacio trágico de decisiones en tensión en la juventud y madurez y se estrecha con la edad más provecta de la vejez. Pese a toda esta complejidad, la finitud como hecho objetivo y como experiencia fenoménica es asimétrica respecto a todas las demás modalidades de experiencia del tiempo: establece la escala humana, el límite más allá del cual la temporalidad adopta ya formas cosmológicas, históricas, siempre externas al concernimiento moral de los humanos.

Pensemos, por ejemplo, en el cambio climático. Si adoptamos la perspectiva del experto, el tiempo del planeta está caracterizado por parámetros físicos. Si adoptamos la escala humana, el tiempo se ordena en generaciones que tienen que sobrevivir y en especies biológicas que pueden desaparecer. Lo objetivo abre paso a una vivencia subjetiva que nos concierne.

Martin Hägglund ha argumentado que la conciencia de la finitud es la única que nos puede ofrecer una fe secular en la vida y en la humanidad, un amor por el tiempo de la vida y por la vida propia y la de los demás. Una vida concebida no como trabajo ni mercancía sino en sí misma como expresión de las potencialidades humanas sociales y creativas. Estoy completamente de acuerdo con su línea de pensamiento, a lo que añadiría que la convicción de la finitud y la escala que determina es la que nos permite articular todas las modalidades de la temporalidad que nos ofrece la cultura: desde la finitud trascendemos la situación concreta del presente y nos proyectamos en el futuro y en el pasado elaborando hilos de identidad narrativa.

La desmesura en que vivimos no tiene buen pronóstico. No nos cabe componer una medida común para las cosas importantes en la vida. La diversidad humana es ilimitada: diversidad de culturas, de perspectivas, de maneras de ver y de valorar las cosas. Las estadísticas nos dicen que los problemas que agobian a las sociedades varían tanto como sus situaciones. Y no es solo que haya diferentes ordenamientos de lo que importa a las gentes, es también que los distintos sistemas de valores son inconmensurables. No es que sean incomparables, de hecho estamos continuamente contrastando nuestros valores y los suyos, montando guerras o en conflictos inacabables por las diferencias. Comparamos pero no con-mensuramos.

No hay medidas que nos resuelvan la pregunta de si nuestros valores son mejores o peores que los de los otros. Buscamos la objetividad y encontramos la controversia o el conflicto. La dialéctica de los conflictos es la madre de la historia. Todo eso es cierto. Pero cabe repensar si no la mesura común sí al menos las escalas donde convergen las diferencias.

Para bien o para mal, hay ciertos hechos básicos sobre la humanidad que definen si no una medida, sí al menos una escala común. El primero es la fragilidad, la mortalidad. Nuestro tiempo es limitado. Muy limitado. Aunque nuestro conocimiento se mueva hasta las profundidades cósmicas y nuestras esperanzas o fe discurran por los tiempos de la historia o la eternidad, lo más cierto de la vida es que no tenemos tiempo. La limitación del intervalo entre la cuna y la tumba no nos da una medida común, pero sí una escala que solo la insania puede olvidar. Que nuestra vida es corta es la razón por la que las cosas significan e importan. Si fuéramos inmortales, nada sería relevante, nada sería nuevo bajo el sol, nada sería más o menos, todo volvería a ser lo mismo.

Amamos y odiamos porque sabemos que nuestro tiempo se acaba. En eso consiste la vida. La vida inventó la muerte para renovarse sin descanso. La conciencia de la finitud puede llevar a la ansiedad, tal como creían algunos filósofos, pero en realidad es la fuente de todo valor. Amamos lo que sabemos que vamos a perder y porque sabemos que vamos a perderlo lo amamos. Es la fe básica que nace en las fuentes de la vida.

La finitud nos ofrece una escala común: la altura de los ojos, no las alturas del poder ni las alturas de la historia, sino la misma fábrica de la que está hecho el tiempo y el espacio humanos. No es mucho, pero no es poco, es tal vez el único hecho objetivo que es difícil discutir por más que nos alejen las creencias y las ideologías. Y cuando afirmo que no es poco lo hago porque de este hecho y de esta escala podemos extraer inferencias básicas para encontrar si no medida si al menos mesura, en el sentido que este término tiene en castellano: contención, prudencia, capacidad para establecer los límites.

Y en esta mesura encontramos que las limitaciones del tiempo y el espacio no son tan pequeñas como para que no podamos hablar de propiedades que aparecen en la escala humana: la experiencia, esa capacidad que tenemos para convertir lo que nos pasa en relato, en aprendizaje, en memoria. Gozos y sufrimientos son diferentes en cada persona y en cada condición y cultura, pero la posibilidad de experiencia, de construir relatos propios no es un logro pequeño. La agencia, un término que aún la Real Academia no ha terminado de aceptar en la acepción que usamos en filosofía y ciencias sociales: la capacidad de intervenir en nuestro mundo y en nuestra vida según nuestra libertad de pensamiento y razón. La posibilidad de experiencia, la posibilidad de agencia es lo que permite hacer visible la escala humana cuando nos miramos unos a otros a la altura de los ojos.


martes, 13 de mayo de 2025

La estructura de sentimiento de melancolía

 



Si la exaltación reaccionaria es una estructura de sentimiento que alerta a la vida conservadora de que su mundo puede estar en peligro, una posibilidad que transmite la memoria de la revolución[1],  que nace y se constituye en el miedo a la agencia de los de abajo, en el campo progresista o resistente se extienden otras reacciones afectivas que alteran prácticas y creencias. Son las que recorren la gama de la melancolía: la nostalgia, la amargura, el agotamiento, el burnout social, la depresión. Al igual que en los miedos reaccionarios el sentido de la temporalidad, la memoria y la imaginación de distorsionan y con ellas la capacidad de acción y comprensión en y del presente. Las representaciones de lo que pudo ser y no fue, las faltas de imaginación de lo que podría ser de otro modo conforman el ser del ahora.

La historia de las pasiones de este espectro se remontan a la antigüedad: la acedia que los monjes medievales castigaban, la melancolía renacentista y barroca que ensimismaba la mente en un mundo de libros, la nostalgia de los lansquenetes y mercenarios suizos fuera de sus montañas, que les llevaba a la deserción y al suicidio y era castigada fieramente por los oficiales, los tonos crepusculares de la literatura modernista[2], la estética decadente posmodernista: todas estas manifestaciones tienen un aire de familia al tiempo que reciben nuevos nombres y diagnósticos desde lo clínico a lo cultural, moral y político. La nostalgia es un estado de ánimo permanente a lo largo de la historia de la cultura que se manifiesta y se nombra de maneras muy diversas en los diferentes contextos y situaciones. La modalidad que me interesa traer a esta discusión sobre lo cotidiano tiene un origen y un carácter moral y político y se extiende cíclicamente entre activistas, intelectuales y otras personas alineados con la izquierda o con movimientos sociales resistentes a veces en momentos de declive, a veces, como observaba Marx, por un paradójico recelo a las propias transformaciones que han producido estos movimientos. 

En una extraña reseña sobre un libro de poemas de Eric Kästner, Walter Benjamin dio el nombre de “melancolía de izquierdas” a una actitud que define a ciertos intelectuales con una mirada negativa sobre la posibilidad de un cambio estructural:

[…] ese radicalismo de izquierda es una postura a la cual no corresponde más acción política alguna. No está a la izquierda de esta o de aquella tendencia, sino simplemente a la izquierda de toda y cualquier posibilidad. Porque, desde el principio, no piensa en otra cosa a no ser en deleitarse consigo mismo. La seguridad es una necesidad esencial del alma. Significa que no está bajo el peso del miedo o del terror salvo como consecuencia de un concurso de circunstancias accidentales y por breves y escasos momentos. El miedo o el terror, como estados duraderos del alma, son venenos casi mortales, ya sea su causa la posibilidad de despido, la represión policial, la presencia de un conquistador extranjero, la espera de una invasión probable o cualquier otra desgracia que sobrepase las fuerzas humanas. […] La protección de los hombres contra el miedo y el terror no implica la supresión del riesgo; por el contrario, exige la presencia permanente de cierta dosis de riesgo en todos los aspectos de la vida social, pues su ausencia debilita el ánimo hasta dejar al alma, llegado el caso, sin la menor defensa interior contra el miedo. Únicamente es necesario que aparezca en condiciones tales que no se transforme en sensación de fatalidad, en una tranquilidad negativista.[3]

Benjamin detectaba esa atmósfera de derrota en la cultura de su tiempo, al borde del triunfo del fascismo y en las postrimerías de la fracasada revolución alemana. Al final del siglo, la caída del Muro, el ascenso del neoliberalismo y las poco efectivas convulsiones de los movimientos Occupy en la segunda década de nuestro siglo, han contribuido a crear una amplia conciencia de un sentimiento similar que ha dado origen a una notable cantidad de literatura. Clara Ramas escribe en su reciente libro: 

“Hemos perdido el pasado, el presente y el futuro. Lo que aparece cancelado es nuestra posibilidad de una experiencia del tiempo. Sus manifestaciones más aparentes son bien conocidas. Malestar cultural ante la ausencia de una perspectiva de futuro. Auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor. Incapacidad para efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. Un presente que se nos escurre entre los dedos. Esta es la verdadera cancelación del siglo XXI. […] Con este panorama, a nadie sorprenderá que la tonalidad de nuestro tiempo no sea heroica. No corresponde a ninguna aurora. No es triunfal. No es pujante ni vital. Es más bien cansada, agotada. Tardía. No es, bajo ningún prisma, joven. La tonalidad de nuestra época es «crepuscular»: nos sentimos instalados en un cierto final, en un cierto «lo que viene después de» o «lo que viene al final de». Como decía la psicoanalista de Tony Soprano: sentimos que hemos llegado al final de algo, demasiado tarde, cuando lo bueno ya pasó. Vivimos, en una palabra, el fin de los tiempos” (Ramas, 2024, p. 25) [4].

 Veinticinco años antes, Wendy Brown animaba a resistir la melancolía de izquierdas reconociendo que había pérdidas históricas que pudiera pensarse que son justificaciones:  fin de regímenes socialistas, de la incontestable legitimidad del marxismo, de la centralidad del trabajo y la clase obrera y el movimiento obrero que había creado un tiempo histórico, de la supuesta alternativa viable al capitalismo, del sentido de comunidad internacionalista,

Pero en el centro vacío de todas estas pérdidas, quizás en el lugar de nuestro inconsciente político, ¿no hay también una pérdida no reconocida, a saber, la promesa de que el análisis y los compromisos de la izquierda le darían a sus adherentes un camino claro y seguro hacia lo bueno, lo correcto y lo verdadero? ¿No es acaso esta promesa la que en gran parte fundamentaba nuestro gozo en ser parte de la izquierda, la que, de hecho, daba sentido a nuestro amor propio en cuanto izquierdistas y nuestro igual sentimiento hacia otros izquierdistas? Y si no es posible renunciar a este amor sin exigir una transformación radical del fundamento mismo de nuestro amor, de nuestra capacidad misma para el amor o el apego político, ¿no estamos condenados a la melancolía de izquierda, una melancolía que ciertamente tiene efectos que no solo son dolorosos sino también autodestructivos?[5]

Mark Fisher[6], en un libro que se ha convertido en icono de la melancolía de izquierdas para una generación, Realismo capitalista, declaraba la salud mental como la víctima de la falta de imaginación histórica. Usa el término “hauntología”, tomado de Los espectros de Marx de Derrida para referirse a los contenidos culturales que acompañan la “lenta cancelación del futuro” de la que hablaba Franco Berardi, que él detectaba en una adicción a formas culturales (musicales) del pasado impotentes para crear un audiotopía de un presente emancipador y se reconoce dañado por este sentido de impotencia:

La depresión es el espectro más maligno que me ha acechado a lo largo de mi vida; y uso el término “depresión” para distinguir el sombrío solipsismo propio de esa condición de las más líricas (y colectivas) desolaciones de la melancolía hauntológica. Comencé a publicar en mi blog en 2003, todavía en un estado de depresión tal que hacía la vida cotidiana apenas soportable.  Algunos de estos escritos fueron parte de mi trabajo para atravesar esa condición, y no es un accidente que mi (por ahora exitoso) escape de la depresión coincidió con una cierta externalización de la negatividad: el problema no era (solamente) yo, sino la cultura que me rodeaba. Es claro para mí ahora que el período que va de 2003 al presente será reconocido –no en un futuro distante, sino muy pronto– como el peor período para la cultura popular desde la década de 1950.[7]

Hannah Proctor coincide con Mark Fisher en este diagnóstico que mezcla la desolación histórica con afectos truncados que varían de la nostalgia a la amargura. La historia y la memoria del pasado revolucionario, argumenta, ya no puede hacerse en términos benjaminianos rescatando solo los futuros posibles derrotados, es necesario incluir en este relato las estructuras de sentimiento de acabamiento, derrota y depresión[8]. Cierto, pero estos episodios, una de cuyas manifestaciones parece colorear nuestro tiempo de todas las gamas de grises, conducen también a formas neoreaccionarias del desencanto.

 Clara Ramas escribe en su reciente libro: 

“Hemos perdido el pasado, el presente y el futuro. Lo que aparece cancelado es nuestra posibilidad de una experiencia del tiempo. Sus manifestaciones más aparentes son bien conocidas. Malestar cultural ante la ausencia de una perspectiva de futuro. Auge de discursos políticos asentados sobre la melancolía y la nostalgia de un pasado que fue mejor. Incapacidad para efectuar una interpretación con sentido del propio presente. Un futuro cancelado y un pasado que echamos de menos. Un presente que se nos escurre entre los dedos. Esta es la verdadera cancelación del siglo XXI. […] Con este panorama, a nadie sorprenderá que la tonalidad de nuestro tiempo no sea heroica. No corresponde a ninguna aurora. No es triunfal. No es pujante ni vital. Es más bien cansada, agotada. Tardía. No es, bajo ningún prisma, joven. La tonalidad de nuestra época es «crepuscular»: nos sentimos instalados en un cierto final, en un cierto «lo que viene después de» o «lo que viene al final de». Como decía la psicoanalista de Tony Soprano: sentimos que hemos llegado al final de algo, demasiado tarde, cuando lo bueno ya pasó. Vivimos, en una palabra, el fin de los tiempos”

Ignacio Sánchez-Cuenca ha descrito en dos polémicos libros sendas derivas de esta nostalgia en la España contemporánea: la irritación de una capa intelectual otrora hegemónica en la transición y la fragmentación arborescente de una izquierda post-15M[9]. En el primero argumenta contra los cambios de posición de un polo al otro del espectro político y el traslado desde juveniles posiciones de izquierda festiva a un tenebrismo doliente y quejumbroso sobre los males irredentos del país, sobre la decadencia moral de una izquierda entregada y traicionada por los nuevos movimientos sociales: el persistente nacionalismo (o falta de lealtad a la patria) el feminismo, los movimientos LGTBI, el multiculturalismo, y otros[10].

No son muy interesantes los detalles ni el hecho de que el objeto de estudio sean colectivos identificables españoles. Por el contrario, es el carácter de experiencias y cambios generalizados lo que los hace significativos. El ruido horrísono de las guerras culturales contemporáneas no se limita a un país concreto, es el ruido blanco de los medios sociales contemporáneos que irrumpen en la vida cotidiana polarizando las opiniones y muchas veces estados de ánimo de quienes no son directamente partícipes en esos colectivos destacados.

 


 



[1] En español, sin duda Strahele, E. (2024) Los pasados de la revolución, los múltiples caminos de la memoria revolucionaria, Madrid: Akal

[2] Traigo aquí solo algunas referencias que me han resultado útiles de entre la inmensa literatura sobre la nostalgia. Además del citado libro de Starobinski, 2016,  Boym, S. (2015) El futuro de la nostalgia, trad. Jaime Blasco Castiñeira, Madrid: Antonio Machado; véase Jean Starobinski, J (1966) “La idea de la nostalgia”, Diogenes 54 (1966), pp. 81-103; Starobinski, J.(2016) “La lección de la nostalgia”, en La tinta de la melancolía, trad. Alejandro Merlín, México: FCE. Thiebaut, C. (2024) “Melancolía”, en Gómez Ramos, A. Velasco, G. (eds) Atlas político de emociones, Madrid: Trotta; Kliblanski,R., E. Panofski, E. Saxl (1991) Saturno y la melancolía, Madrid: Alianza;

 [3] Benjamin, W. (2017) “Melancolía de izquierda”, recuperado en             https://www.academia.edu/7642464/Walter_Benjamin_1931_Melancol%C3%ADa_de_izquierdas y  Walter Benjamin, “Melancolía de izquierda”, La tarea del crítico, ed. Mariana Dimópulos, trad. Ariel Magnus (Santiago: Hueders, 2017), 179-86, 183.

[4] Lago, J. (2024) “Nostalgia”, en en Gómez Ramos, A. Velasco, G. (eds) Atlas político de emociones, Madrid: Trotta; Proctor, H (2024), Burnout : the emotional experience of political defeat: Londres: Verso; Ramas, C. (2024) El tiempo perdido Barcelona: Arpa, Traverso, E. (2016) Melancolía de izquierda. Después de las utopías, trad. Horacio Pons, Madrid: Galaxia Gutenberg. 

[5] Brown, W. (1999) Resisting Left Melancholy” Boundary 2 26/ 3), pp. 19-27, traducción de Rodrigo Zamorano Mucñoz,, en https://www.revistarosa.cl/2020/02/03/resistir-a-la-melancolia-de-izquierda/ (2020) consultado el 11/08/2024.

[6] Fisher, M. (2009) Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, trad. Claudio Iglesias, Buanos Aires: La Caja Negra,2016.

[7] Fisher, M. (2018) Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, trad. Fernando Bruno, Buenos Aires: La Caja Negra, p 57.

[8] La cuestión de cómo las experiencias pasadas moldean el presente es fundamental tanto para la vida individual de los revolucionarios como para la historia revolucionaria. Como historiadora de izquierdas, a menudo me siento tentada a citar casos pasados de ruptura revolucionaria como prueba de que nada en el presente es inevitable, de que las cosas podrían ser de otra manera. Anteriormente he elaborado argumentos de este tipo casi de memoria. Me han conmovido muchos textos que excavan momentos esperanzadores de la historia revolucionaria para agitar a los lectores políticamente simpatizantes en el quiescente presente, pero al escribir sobre la desilusión y el agotamiento políticos, este gesto retórico me ha parecido insuficiente. Por muy seductor y políticamente consolador que me parezca este modo de argumentación, las experiencias de agotamiento político requieren enfrentarse a momentos esperanzadores del pasado que no pueden separarse de las posteriores experiencias de desesperación de los individuos. Proctor, H., 2024, o.c. p. 15

[9] Sánchez-Cuenca I. (2016) La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política, Madrid: Catarata; Sánchez-Cuenca, I. (2018) La superioridad moral de la izquierda, Madrid: Lengua de Trapo

[10] En el otro libro, sobre la superioridad moral de la izquierda, afirma Sánchez Cuenca: Lo que resulta característico de la izquierda es que se observen tantos casos de ruptura por desavenencias ideológicas. El mecanismo explicativo es bastante sencillo: cuanto más fuerte y exigente sea la concepción de la justicia que se defiende en política, mayores son los costes de una desviación con respecto al punto ideal de cada uno. […] Si lo que hay en juego es un ideal fuerte de justicia, cualquier negociación de contenidos se vivirá como una renuncia. De ahí que cada una de las facciones pueda preferir ir por libre antes que tener que sacrificar el ideal por el que lucha. Sánchez-Cuenca, 2018, p 70.