sábado, 26 de abril de 2025

Contra la muerte

 



El tiempo y el espacio es lo que somos: el espacio interior, el espacio imaginario, el espacio del cuerpo y su entorno de intimidad, el espacio que habitamos y el espacio del planeta y el universo que nos intimida. Remedios Zafra ha diagnosticado muy certeramente el desgarro de nuestra conciencia espacial: soñamos un allí que siempre está lejos y vivimos en un aquí que cada vez nos cerca más[1]. El tiempo, por su parte, teje el espacio porque somos animales, máquinas termodinámicas que crecen y recrecen por metabolismo y viven entre metáforas y parábolas (los tres términos aluden al cambio (metabole) al desplazamiento (metáfora) a la distancia semántica (parábola). El cuerpo es movimiento continuo y el alma relato que quiere huir al pasado recordando o aprendiendo o al futuro abandonando la opresión de la existencia presente. Del espacio nacen las metáforas de liberación, nomadismo, cierre y apertura, muros, puentes y ventanas. El tiempo, a diferencia del espacio, impone unos límites (metáfora espacial) más concluyentes y perentorios: el tiempo se agota, la vida cansa y se acaba, el final no admite réplica y solo los relatos producidos por el pavor sueñan la inmortalidad.

En el origen está la lucha contra el tiempo que es la lucha contra la muerte, contra el cansancio. La persistente incapacidad para imaginar el fin del capitalismo tiene mucho que ver con la incapacidad de desearlo. No puede imaginarse lo que solo se ve bajo la categoría de catástrofe. Ese ha sido el gran triunfo de los imaginarios contemporáneos. Sea un colapso instantáneo, una revolución telúrica, sea bajo una lenta autodestrucción, como Mark Fisher nos recuerda con la película de Cuarón Hijos de los hombres, los escenarios de no futuro y simétricamente de nostalgia del pasado han dominado la cultura del siglo presente. Los significados y valores cambian históricamente con las transformaciones socioeconómicas y las hegemonías culturales, pero siempre están en dependencia de las topologías espaciotemporales que organizan la vida de las personas y sociedades.

Hägglund comienza observando un lugar común en el que, sin embargo, puede profundizarse para extraer consecuencias sobre la relación entre la temporalidad humana y el orden de lo normativo. La vida, afirma[2], es autoconservación, algo que permite explicar todos los aspectos de la existencia de los organismos: “estar vivo es estar ocupado en la actividad de mantener una vida”, sin ello nada tendría sentido. Pero este sentido nace del hecho biológico contingente de la fragilidad del cuerpo. La finitud de la vida no es solamente un hecho biológico:

“[…] incluso la forma más elevada de vida espiritual debe contar con su propia finitud. Para vivir una vida espiritual, tienes que ser el sujeto de lo que haces en lugar de estar meramente sometido a lo que hacer, lo que requiere que sostengas activamente tu identidad existencial. Esta actividad importa porque en ella se juega tu vida. Sostener tu identidad existencial es dirigir tu vida teniendo en cuenta lo que valoras, lo cual solo es posible porque te concibes finito. Solo un ser finito puede vivir una vida espiritual, ya que solo para un ser finito puede ser urgente hacer cualquier cosa y priorizar cualquier cosa, lo cual es una condición para valorar cualquier cosa[3].

Hägglund aclara que esta relación entre vida espiritual y conciencia de la finitud no es un mero hecho antropológico. Se trata de una correlación que adquiere la fuerza de la necesidad metafísica. En su anterior libro sobre la temporalidad en la literatura modernista del siglo XX (Proust, Woolf, Navokov) desarrolla una argumentación de forma más explícita que en Esta vida[4]. Se enfrenta allí a la razón metafísica que produce la desconexión entre finitud y valor. Se trata de un principio que recorre toda la metafísica no solo occidental sino también la asociada a varias religiones orientales: la que enlaza el deseo con la falta de completitud metafísica.

Hägglund señala este argumento de la falta en el discurso de Sócrates en El Banquete. Para Sócrates, es consistente que se desee la felicidad, incluso siendo felices, a causa de que el alma no ha logrado la compleción que la vida mortal no puede dar y que solo la vida inmortal puede conceder. El ser en vida vive una existencia no lograda por su propia condición material, corpórea, sensorial. Solo la contemplación de la belleza y perfección formal puede conceder esta compleción. La perspectiva platónica se extiende por toda la teología occidental. No es sorprendente dado que la formulación cristiana paulina le debe mucho al helenismo y en particular a esta idea de inmortalidad como compleción.

“Lo que hay que subrayar aquí es que Sócrates no dice que el hombre quiere trascender su condición de salud mortal. Por el contrario quiere seguir siendo lo que es. Y puesto que es mortal, quiere seguir viviendo como mortal. Como veremos, este deseo de supervivencia es incompatible con el deseo de inmortalidad. ya que quiere aferrarse a una vida que es esencialmente mortal e intrínsecamente dividida por el tiempo. La razón por la que el movimiento de supervivencia nunca alcanza la consumación de la eternidad no se debe a que ésta sea inalcanzable eternidad no es porque ésta sea inalcanzable, sino porque el movimiento de supervivencia no está orientado primariamente hacia esa consumación (2012, 19)

No se trata pues de un algún hecho de la vida sino de un argumento metafísico por el que Sócrates no considera la vida bien orientada hacia la plenitud sino que permanece en el lodazal de las apariencias. Platón se incluye aquí en la tradición dominante de lo que Stephen Mulhall ha llamado el mito de la caída o de la condición esencialmente caída e irredenta de lo humano[5]. La existencia de deseo genera una confusión completa respecto al valor que, en esta tradición, solo puede dar una transcendencia más allá de la muerte.

La tesis de fondo en esta mirada hacia el deseo en el tiempo Hägglund lo denomina “cronolibido” ⎼, es que valor y deseo se distancian por el carácter del deseo como muestra de la incompletitud humana. Esta desvalorización del deseo no solo forma parte de la tradición platónica. También de la epicúrea y estoica, en donde se trata de controlar e idealmente hacer desaparecer el miedo a la muerte y fundar el deseo en un cálculo. En el fondo, de un deseo del no deseo. La negación de la muerte en esta tradición (la muerte no puede pensarse ni se debe temer por lo mismo) convierte al deseo en una característica puramente contingente y sometida a un cálculo de placeres, sin conexión profunda con el valor.

Frente a estas dos tradiciones, la spinoziana, que tanto ha influido en la filosofía contemporánea, considera que el deseo es el motor de la vida en la forma de impulso. Deleuze y su larga escuela del devenir y la tradición psicoanalítica, especialmente en su orientación lacaniana, así lo consideran. Hägglund, por supuesto, valora esta nueva tradición mucho más positiva, pero observa que ni la tradición spinoziana ni el psicoanálisis logran superar la tesis del deseo como falta, especialmente Lacan, que considera central la imposibilidad de cumplimiento del deseo precisamente como resultado de la falta de compleción metafísica.

Pero, ¿por qué el deseo es signo de falta en la condición humana y no, por el contrario, signo del esfuerzo de supervivencia y sentido de vida, amor a la vida si se quiere expresar de una forma más solemne? Observemos la microfísica del deseo en un ejemplo tan simple y tonto como disfrutar de un helado en una tarde de verano. Es un placer que quienes lo experimentamos sabemos que es bien efímero y que la conciencia de tu transitividad aumenta exponencialmente a medida que nos aproximamos al final. Tanto para la tradición negativa como para la positiva, la experiencia de lo efímero indica la incompletitud del deseo, que inmediatamente se manifestará en una sensación de falta de logro, de nueva necesidad o nuevos deseos. Pero lo que ocurre es lo contrario: la conciencia de que no es un disfrute infinito, que va a terminar pronto es precisamente lo que causa el disfrute, que aumenta con esa evidencia de la cercanía de un final.

La experiencia de la temporalidad en cada uno de los actos y en el propio continuo de la vida contiene siempre un a priori de conciencia de la finitud, incluso o sobre todo en aquellas experiencias negativas como el dolor y la pérdida, en donde la conciencia de transitoriedad activa emociones como la ansiedad por el fin o, en algunos casos, la esperanza que se une al deseo de supervivencia.

Tiene Hägglund toda la razón de su lado, en su protesta contra el mito de la caída o el mito de la falta de plenitud metafísica de la condición humana, que aspira por ello a otro espacio, sea de inmortalidad o, en la forma estética y filosófica, de plenitud de verdad, belleza o habitación en lo sublime. Paradójicamente, esta convicción es la causante de la falta de comprensión del valor de la vida y de todo lo que queremos conservar y por ello cuidar. Paradójicamente, insisto, este deseo de trascendencia es el verdadero origen de la racionalidad instrumental que todo lo convierte en objeto transiente, por más que sea hacia una supuesta plenitud de ser.

A la luz de las tesis de Hägglund podemos pensar las ideas de valor y acción libre.  Los valores se originan en la importancia de las acciones que producen y reproducen la vida personal y colectiva. Se entiende bien que valores y deseos se relacionan sin ser lo mismo. Los valores nacen del orden que instaura la cultura, que es el modo en que una sociedad se reproduce, transforma el mundo y produce y cuida a sus miembros. No hay cultura ni sociedad sin orden: el que se establece en la triple dimensión del sentido, de lo normativo y de lo funcional, es decir, de los significados, valores y artefactos. Los valores son los que instauran lo que podríamos llamar políticas y economías del deseo, es decir, órdenes en el sentido del cuidado y del amor por las cosas de la vida. Somos verdaderamente libres cuando nos identificamos plenamente con lo que hacemos. Incluso cuando no tenemos alternativa. Por ello, el deseo puede ser un componente, aunque no necesario ni suficiente de la libertad. Por ejemplo, el adicto al fentanilo desea tomar una nueva dosis, pero en realidad desearía no tener ese deseo. La identificación con nuestra acción es la conciencia de que eso que vamos a hacer es lo que importa, o que lo hacemos porque nos importa y nos cuidamos de ello.

Vivir la vida en condiciones de dignidad y libertad es, pues, el producto de una clara conciencia de que la finitud y transitoriedad de nuestras cosas, afectos y salud generan órdenes de importancia en nuestras acciones y, por ende, políticas del deseo. Solo la finitud nos da la libertad que proviene del amor a esta vida, a las vidas de la gente, todas y cada una de ellas imprescindibles e insustituibles, y al amor de la vida en general.



[1] Zafra, Remedios (2012) Despacio, Madrid: Caballo de Troya.

[2] Hägglund, 2022 Esta vida, Capitán Swing,  246

[3] Hägglund 2022, o.c., 246-7

[4] Hägglund, Martin (2012) Dying for Time. Proust, Woolf, Navokov, Cambridge MA: Harvard University Press

[5] Mulhall, Stephen (2005) Philosophical Myths of de Fall, Princeton: Princeton University Press.


sábado, 19 de abril de 2025

La mente reaccionaria

 


En la calificación  de "reaccionario" resuenan las grandes transformaciones en las escalas superiores de la historia: de un lado, las revoluciones y movimientos sociales que nacen del jacobinismo republicano, el movimiento obrero, el feminismo, el socialismo, el abolicionismo y antirracismo, el anticolonialismo, los movimientos LGTBI, ecologista, medioambientalista, alterglobalista  animalista y otros de mayor o menor calado histórico que han caracterizado los malestares de la modernización en  la modernidad avanzada. En reacción a estos cambios se desarrollan formas de autoritarismo, fundamentalismos e integrismos religiosos, fascismos, liberalismos neoconservadores, supremacismos raciales, militarismos y otras formas de manifestaciones de la lucha por lo que Corey Robin llama la “vida privada del poder”[1]. Elon Musk y el complejo neoconservador llamaría a esta confrontación “guerra cultural”; por su parte, Raymond Williams la llamó la “larga revolución” (y la no menos larga contrarrevolución), connotando sus extensas temporalidades.

Muchas veces pensamos la modernización bajo estereotipos que olvidan los matices del lento cambio en lo cotidiano. Recuerdo solo algunos ejemplos de las disparidades entre cambios económicos y culturales y sociales en los que se muestra la “vida privada del poder”: la violación intramatrimonial no fue considerada crimen legalmente en los países occidentales hasta el último tercio del siglo pasado y sigue sin serlo en los países musulmanes, India, China y otros países asiáticos y africanos. La lista de estados que persiguen la homosexualidad es enorme y la de sociedades donde la homofobia persiste en la vida cotidiana recorre la superficie terrestre. El supremacismo y la racialización no han disminuido sino que se expresan con creciente violencia en los países occidentales. Las condiciones de trabajo han mejorado en muchos aspectos en algunos países a cambio de la transformación de la disciplina desde el orden de los movimientos corporales al desbordamiento mental y el miedo a la pérdida de empleo. La vida privada del poder contrasta con la experiencia diaria de la impotencia, la vulnerabilidad y la incertidumbre.

Permítaseme esta cita de Corey Robin sobre las causas que explican las actitudes reaccionarias en medio del progresismo económico del capitalismo, es decir, la aparente disparidad y desconexión entre lo que ocurre en las escalas y esferas de lo grande y lo pequeño:

Una de las razones por las que el ejercicio de agencia política por parte del subordinado agita de tal modo la imaginación conservadora es que se produce en un escenario íntimo. Cada gran estallido político —la toma del Palacio de Invierno, la marcha sobre Washington— es puesto en acción por un estímulo privado: la lucha por los derechos y la posición en la familia, la fábrica y el campo. Los políticos y los partidos hablan de constitución y enmiendas, de derechos naturales y privilegios heredados. Pero el tema real de sus deliberaciones es la vida privada del poder. «Este es el secreto de las oposiciones a la igualdad de la mujer en el Estado», escribió Elizabeth Cady Stanton. «Los hombres no están preparados para reconocerlo en casa». Tras el altercado en la calle o el debate en el Parlamento, la criada le responde a su ama y el trabajador desobedece a su patrón. Por eso nuestros debates políticos —no solo sobre la familia, sino también sobre el estado de bienestar, los derechos civiles y muchas otras cosas— pueden ser tan explosivos: afectan a las relaciones más personales del poder (p.10)

“El conservadurismo es la voz teórica de la animadversión contra la agencia de las clases subalternas” resume Corey Robin[2] para explicar la reacción. La tesis es que esta animadversión se siente en los tejidos de la vida privada, de la familia y las relaciones cercanas, como si cualquier conquista o transformación de poder en los grupos subordinados amenazase con cambiar la vida propia interpelando sus costumbres. Desde el esclavista que lamenta que la abolición ha roto las “relaciones cercanas” con los esclavos a las reacciones de miedo al feminismo por una parte de los varones, los cambios sociales abajo se sienten como conmociones en el edificio de la casa personal. Así pues, la actitud conservadora de la experiencia del cambio social percibido bajo la categoría de miedo a la pérdida de mundo[3].

Las revoluciones no ocurren solamente en los cortos periodos que identifican los historiadores. Por el contrario, estos acontecimientos son puntos desencadenantes de otros cambios más profundos en las estructuras de sentimiento y, en el caso de la reacción conservadora, de transformaciones afectivas que dan sentido a modos de escepticismo existencial, de pesimismo esencial sobre la naturaleza humana que Hobbes detectó con lucidez y que se repiten bajo expresiones distintas en los diversos estadios de la modernización capitalista que constituyen toda una antropología política de la actitud reaccionaria:

  •           El mito de la violencia originaria y la necesidad de orden piramidal como condición de posibilidad de la instauración de lo cotidiano. Este principio es básico en el pesimismo antropológico. Pese a que todos los datos paleontológicos nos hablan de la centralidad de la cooperación en la evolución cultural y la antropogénesis, pese a todas las observaciones sobre los comportamientos solidarios en catástrofes varias, el mito hobbesiano del caos primigenio se ha instalado en las genealogías reaccionarias.
  •           La construcción ubicua e imaginaria de enemigos internos que actúan socavando lo cotidiano y sobre los que recaen los resentimientos y miedos difusos a los cambios que se han instalado en las conciencias del poder.
  •           La apelación a una trascendencia supranatural para que la cotidianeidad no se haga insoportable y búsqueda de consuelo en el sueño de la inmortalidad. Martin Hägglund ha argumentado persuasivamente sobre la relación profunda entre la apelación a la inmortalidad y la negación de la libertad espiritual en una vida conscientemente finita y vulnerable[4]
  •          El imaginario de una comunidad ideal formada por la familia y la vecindad que acompaña a un no menos imaginario orden social meritocrático al que se apela para justificar las diferencias y explicar los odios a los que han quedado atrás[5].

El miedo es constitutivo de la irrupción de lo cósmico en lo cotidiano[6]. Es la reacción afectiva básica ante la incertidumbre: el miedo es una forma de escepticismo (o el escepticismo una forma de miedo), tiene una ambivalencia constitutiva. Ese miedo reaccionario mutado en escepticismo se abre en dos trayectorias: en una, es miedo a tener que revisar la vida cotidiana, ahora contada por otros ya enemigos, en otra, miedo que sean los otros quienes reordenen los significados y valores. No se trata de que los otros sean impíos, sino que sean lo suficientemente capaces como para cambiar las creencias y comportamientos propios.

La actitud reaccionaria no es un simple modo de vida conservador, una vida regida por valores conservadores. Una parte sustancial de las sociedades occidentales se guía por valores conservadores en lo cotidiano sin ser abiertamente reaccionarios. Haidt[7] ha estudiado algunos marcadores que indican la proximidad o lejanía de los polos conservador/ progresista. Consisten en los sentidos que se dan a los cuidados, la libertad, la igualdad, la lealtad, la seguridad, etc. La forma de vida conservadora comienza a ser reaccionaria cuando el miedo a la pérdida de mundo asciende al control de la vida cotidiana y la persona conservadora lo teoriza como una cosmovisión de los valores privados. No pocas veces, esta reacción se asocia con ordenamientos del entorno material: la Asociación del Rifle en Estados Unidos tiene el poder que tiene por el imaginario que convierte la posesión de armas en un alivio a la ansiedad de la invasión del otro o la proximidad del apocalipsis. La elección de barrio, tipo de vivienda o tipo de automóvil tiene que ver también con estas formas de ansiedad. Un automóvil que sobreviva a los roces o golpes producidos por jóvenes conductores inconscientes, una casa en un entorno seguro y vigilado, en un barrio de gente como la propia gente, una vestimenta cuyos signos de logo indiquen a las claras el orden de la vida cotidiana. La vida religiosa puede ser parte de esta reacción, aunque no necesariamente: no, por ejemplo, si asistir a la misa dominical implica escuchar las homilías de un cura algo progre que predique contra el lujo o las formas de vida tan queridas.

El reaccionario no es conservador en un sentido estricto del término, sino revolucionario de la propia condición para impedir el avance de la otra revolución temida. La moral comienza, sostenía Nietzsche, cuando el resentimiento se vuelve creativo. Y esto es precisamente lo que convierte al conservador en reaccionario: entra en el campo del activismo y adopta las estrategias del otro. No es sorprendente que los activistas más prominentes del campo contrarrevolucionario hayan sido en su juventud parte de los movimientos de la izquierda. Sienten que la revolución ya fue hecha, que los cambios que hubo que aceptar fueron suficientes y que ahora es cuando el peligro es mayor, cuando el otro amenaza los límites últimos del orden de lo cotidiano.

La reacción es reacción porque hay una sensación de que el cómodo presente en el que se ha vivido ya no existe o está en grave peligro. Bourdieu estudió algunas formas de esta reacción en el campo intelectual, cuando, por ejemplo, el grupo de autores que han sido hasta el momento seguidos por grandes masas de lectores y han sido favoritos de los medios de comunicación repara que en que ni sus nombres, ni sus temas, ni siquiera su estilo son ya del favor general, o al menos son ya disputados por nuevos nombres que antes no eran visibles y ocupan lugares que eran hasta ahora su privilegio. Esta reacción es comprensible en lo que tiene de ansiedad, pero se convierte en un activismo teórico cuando se modela todo un complejo de ideas ordenado a propagar el miedo a lo que parece estar en el horizonte y se diseñan planes de acción sistemáticos para resistir. Robin recuerda la tesis de Oakeshott de que el conservadurismo no es un credo ni una doctrina sino una disposición en la vida cotidiana.



[1] Robin, C.(2018) The Reactionary Mind. Conservatism from Burke to Trump, 2ª ed. Oxford: Oxford University Press.

[2] O.c. p 7

[3] Sobre el conservadurismo hay una enorme literatura a la que habría que referirse para enmarcar con más precision histórica las tesis de Corey Robin: George H. Nash, The Conservative Intellectual Movement in America since 1945  (Wilmington, Del.: Intercollegiate Studies Institute), xiv; Roger Scruton, The Meaning of Conservatism (London: Macmillan, 1980, 1984), 11. John Ramsden, An Appetite for Power: A History of the Conservative Party since 1830 (New York: Harper Collins, 1999);  John Ramsden, An Appetite for Power: A History of the Conservative Party since 1830 (New York: Harper Collins, 1999); David Farber, The Rise and Fall of Modern American Conservatism: A Short History (Princeton, N.J.: rinceton University Press, 2010); Milton Friedman, Capitalism and Freedom (Chicago: University of Chicago Press, 1962, 1982, 2002); Richard A. Epstein, “Libertarianism and Character,” in Varieties of Conservatism in America, ed. Peter Berkowitz (Stanford, Calif.: Hoover Institution Press, 2004); William Graham Sumner, What the Social Classes Owe to Each Other (Caldwell, Idaho: Caxton Press, 2003); ed. Frank O’Gorman British Conservatism: Conservative Thought from Burke to Thatcher, (London: Longman, 1986); Conservatism: An Anthology of Social and Political Thought from David Hume to the Present, ed. Jerry Muller (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1997); Rick Perlstein, Before the Storm: Barry Goldwater and the Unmaking of the American Consensus (New York: Hill & Wang, 2001); Lisa McGirr, Suburban Warriors: The Origins of the New American Right (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2001); Donald Critchlow, Phyllis Schlafly  and Grassroots Conservatism: A Woman’s Crusade (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2005); Kevin Kruse, White Flight: Atlanta and the Making of Modern Conservatism (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2005); Jason Sokol, There Goes My Everything: White Southerners in the Age of Civil Rights, 1945–1975 (New York: Vintage, 2006);  Matthew Lassiter, The Silent Majority: Suburban Politics in the Sunbelt South (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2006); Joseph Lowndes, From the New Deal to the New Right: Race and the Southern Origins of Modern Conservatism (New Haven, Conn.: Yale University Press, 2008); Allan J. Lichtman, White Protestant Nation: The Rise of the American Conservative Movement (New York: Grove Press, 2008); Mattson, Rebels All!; Steven Teles, The Rise of the Conservative Legal Movement: The Battle for Control of the Law (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 2008); Bethany Moreton, To Serve God and Wal-Mart: The Making of Christian Free Enterprise (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2009); Phillips-Fein, Invisible Hands. Also see Julian Zelizer,  “Reflections: Rethinking the History of American Conservatism,” Reviews in American History 38 (June 2010), 367–392; Kim Phillips-Fein, “Conservatism: A State of the Field,” Journal of American History 98 (December 2011), 723–743.

[4] Hägglund (2022) o.c.

[5] Melinda Cooper ha realizado un ilustrativo estudio histórico de la relación entre las políticas de la familia y la evolución de las culturas neoliberal y neoconservadora en Cooper, M. (2022) Los valores de la familia. Entre el neoliberalismo y el nuevo social-neoconservadurismo, trad. Elena Fernández-Renau, Madrid: Traficantes de Sueños.

[6] Robin, C(2004) Fear. The History of a Political Idea, Oxford: Oxford University Press

[7] Haidt, J. (2019) La mente de los justos: Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata, Barcelona: Grupo Planeta. Edición de Kindle.

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domingo, 13 de abril de 2025

La vida humana en la zona crítica

 






En décadas anteriores hemos asistido a la difusión de ideas sobre la “construcción” social o cultural del mundo, y no hay nada equivocado en ello, pues ciertamente el mundo en tanto que entorno significante de lo humano de lo vivo en general es también una construcción de los modos en que los humanos lo habitan, organizados socialmente y formados por la cultura. Este “también” entraña, en la dirección opuesta, que hay “también” una geofísica de la sociedad y la cultura. Pablo Neruda escribe en Canto General

Como la copa de la arcilla era
la raza mineral, el hombre
hecho de piedras y de atmósfera,
limpio como los cántaros, sonoro.

Totalizar nuestro pensamiento sobre el mundo nos lleva a los minerales, a la energía telúrica que los forma y mueve, a la luz del sol y a las plantas que fotosintetizan nutrientes y a las culturas que extraen, despedazan y metamorfosean. La geofísica de la cultura y la sociedad se extiende a los confines del universo cuando el Big Bang formó los átomos primigenios, a las galaxias y estrellas cuyas cenizas formaron los minerales, a las derivas continentales y erosiones que conformaron los estratos y a la violencia de volcanes y terremotos, a los que se suman los no menos violentos, vertiginosos procesos de extracción y transformación del planeta por la civilización industrial. Un metabolismo interminable de minerales e ideas, de nutrientes y sentimientos, de tiempos largos y de acontecimientos.

La cultura y sociedad humana está hecha de tiempo en diversas escalas: el trabajo de producción y reproducción de las generaciones y sociedades, los procesos de difusión y ósmosis entre culturas. En las sociedades sin escritura, estos procesos están sostenidos por la conversación, la imitación y los rituales. En sociedades con documentaciones y memorias, emerge la temporalidad histórica, en la que la cultura evoluciona por sendas que están entre la evolución biológica y la creación de nichos materiales técnicos e irreversibilidades sociales que estabilizan los cambios de un modo contingente. Los nichos bio-técnicos son entornos nuevos en la dinámica de la Tierra, los materiales y artefactos crean condiciones nuevas de evolución y de posibilidad y con ellas una temporalidad propia.

Emerge así una escala de tiempo larga en la que las culturas se desarrollan en marcos amplios o civilizaciones, o eras, o como queramos llamar a sus particiones. Una temporalidad que se inserta en escalas aun mayores, las del tiempo profundo donde se constituyen las condiciones de posibilidad de la existencia misma de la cultura humana. Dinámicas geológicas y climáticas que producen las fuerzas endógenas y exógenas del planeta: energías solares, telúricas, erosiones. Dinámicas en cuyos intersticios se crean los nichos bio-técnicos explotados por las culturas.

Estos juegos de escala son necesarios para entender la materia de lo humano, aunque siempre hay una escala sin la que todas las demás dejan de tener sentido. La escala de lo cotidiano, lo ordinario, el tiempo de la vida.

“Entre la cuna y la tumba”, “entre el suelo y el cielo” son dichos que señalan las fronteras de las vidas humanas. Cada término recoge un caudal propio de connotaciones.  “Suelo” es el término de la estabilidad, de la confianza, del asentamiento y la habitación en el mundo. “Suelo” es lo que se pierde cuando se pierde el mundo por traumas o catástrofes. “Suelo” es, sobre todo, la membrana donde se conecta lo mineral y lo emocional, cognitivo, cultural.

Debemos al último Bruno Latour la reivindicación, y en cierto modo redescubrimiento, de la potencia política y cultural de la idea de la Zona Crítica. Nos informa Wikipedia acerca de lo que en Geología se denomina Zona Crítica en estos términos: “La zona crítica de la Tierra es el entorno heterogéneo, cercano a la superficie, en el que complejas interacciones en las que intervienen roca, suelo, agua, aire y organismos vivos regulan el hábitat natural y determinan la disponibilidad de recursos que sustentan la vida. La zona crítica, entorno superficial y cercano a la superficie, sustenta casi toda la vida terrestre. La zona crítica es un campo de investigación interdisciplinar que explora las interacciones entre la superficie terrestre, la vegetación y las masas de agua, y se extiende a través de la pedosfera (la capa del suelo bajo la vegetal), la zona vadosa no saturada y la zona saturada de aguas subterráneas. La ciencia de la zona crítica es la integración de los procesos de la superficie terrestre (como la evolución del paisaje, la meteorización, la hidrología, la geoquímica y la ecología) a múltiples escalas espaciales y temporales y a través de gradientes antropogénicos. Estos procesos influyen en el intercambio de masa y energía necesario para la productividad de la biomasa, el ciclo químico y el almacenamiento de agua”[1]. Las reacciones químicas, y los gradientes ambientales que resultan de la interacción de las rocas con los fluidos de la superficie nutren la vida y la preservan[2]. A cada uno de los casi siete mil millones de humanos que habitamos ahora esta zona, les correspondería aproximadamente 0,23 hectáreas, el doble si tenemos en cuenta los cuenta los nutrientes para una vida saludable.  La degradación del suelo y la desertificación, junto al aumento de la población estresan la capacidad de la zona crítica para sostener nuestra existencia[3].  

Una buena metáfora de la zona crítica es la de un inmenso reactor en el que se producen cambios continuos: rocas que se fracturan, disuelven y son metabolizadas por los seres vivos que, a su vez, vuelven a la tierra en forma de nutrientes; una suerte de motor movido por la energía solar. Comprender estos movimientos entraña atravesar disciplinas que, por su parte, atraviesan escalas de tiempos y espacios, del tiempo profundo a los ciclos climáticos anuales, de los grandes espacios a los microscópicos donde tienen lugar las reacciones de la vida.

De entre las múltiples escalas, nos fijamos en una especialmente: la del tiempo de la historia y la vida de los humanos, en los espacios que ocupan y en los movimientos a través de ellos. Y, de esta escala, seleccionamos particularmente la del tiempo presente, cada vez más enfocado a los futuros donde se guardan las profecías, promesas y amenazas.  Desde el punto de vista, si tal cosa hubiera, de la Tierra, de Gaia, o de cualquiera de sus otros fragmentos, esta escala no tiene mayor privilegio que la deriva de las placas, los ciclos del carbono o la evolución biológica. Pero a quienes miramos el mundo con los ojos humanos esta escala sí es significativa. Es la escala de lo cotidiano, un estrato espacial y un intervalo temporal que forma parte de la zona crítica y, a su vez, contiene también su zona crítica de supervivencia creada por la cultura técnica, que ha construido edificios, carreteras, automóviles, barcos y aeroplanos, cableado los fondos marinos, extraído minerales y arado los suelos. Una creación que introduce una dialéctica permanente entre la parte y el todo, un conflicto y, ocasionalmente, una reparación y un cuidado de alguna de las partes más dañadas.



[1] https://en.wikipedia.org/wiki/Earth%27s_critical_zone

[2] Parsekian, A. D., K. Singha, B. J. Minsley,W. S. Holbrook, and L. Slater (2015),Multiscale geophysical imaging of thecritical zone, Rev. Geophys., 53, 1–26, doi:10.1002/2014RG000465 recuperado en https://agupubs.onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.1002/2014RG000465.

[3]  Brantley, Susan,Martin B. Goldhaber, K. Vala Ragnarsdottir (2007) “Crossing Disciplines and Scales to Understand the Critical Zone” Elements: 3, 307-314