Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
martes, 23 de septiembre de 2008
Acertijos
¿Hay diferencia entre escribir literatura y escribir filosofía? Para muchos, no; para otros muchos, sí. Depende. Entraré en el debate por la puerta de atrás: ¿qué tipo de imaginación debe tener quien pretenda escribir literatura y quien pretenda escribir filosofía? En la obra de Hemingway Las nieves del Kilimanjaro, que versa sobre cuál es la autenticidad de un escritor (de nuevo la escritura o la vida), y que dió origen a la entrañable película del mismo título dirigida en 1952 por Henry King (con Gregory Peck, Susan Hayward y una Ava Gardner que aprovechó el trozo de película rodada en Madrid para cumplir en la realidad lo que representa en la película y ligarse al menos político y más torero de los Dominguín), el personaje tío del escritor protagonista, su más ácido crítico, le deja en herencia un enigma que serviría de prueba del algodón para cualquiera que quiera ser escritor. Éste es el enigma: en las cumbres nevadas del Kilimanjaro se encuentra el esqueleto de un leopardo: ¿qué pudo llevar a un leopardo a esas cumbres?. Difícil de responder (by the way, un camarero ofrece una solución de escritor de raza: el leopardo habría ido siguiendo un rastro, pero su instinto le traicionó y le llevó a un lugar equivocado. Lo que le ocurre al protagonista de la obra). Andrés Ibáñez en El cultural de ABC de la semana pasada propone una nueva versión de esta prueba de un escritor. Se la atribuye (¡qué bien atribuida, seguro que si no es cierta debería!) a Roberto Bolaños, y titula su columna El enigma Bolaños: dos pistoleros asaltan un banco y huyen con el botín. Se refugian en una cabaña en la sierra. Al cabo de un tiempo la policía localiza la cabaña y encuentra en una mesa el botín intacto y a la entrada de la cabaña tres tumbas. Un botín, dos pistoleros, tres tumbas: ¿alguien puede explicarlo? Dos enigmas rompecabezas que aciertan en lo que es la imaginación literaria, donde el caso adquiere una entidad tan atrayente que engancha la imaginación a su discurrir como historia, por encima de cualquier otra consideración de orden moral o de otro tipo (los americanos dicen: esta novela no trata de los niños pobres y maltratados, ni siquiera de un niño pobre y maltratado, trata de David Copperfield, un niño....). Un enigma parecido fue escrito hace mucho por Herodoto y recogido por el viejo Platón en el segundo libro de La República: un pastor lidio, Giges, en medio de una tormenta que abre la entrada de una cueva encuentra un caballo de bronce en el que yace un cadáver no humano en uno de cuyos dedos encuentra un anillo. Esa noche comprueba que al girar la piedra desaparece. Aprovecha esta capacidad para acudir al palacio real, seducir a la reina y matar al rey. Supongamos que le diésemos un anillo similar a una persona cualquiera, ¿qué es lo que crees que haría con él? ¿podríamos distinguir los justos de los injustos? La historia no tiene más posibilidades de responderse que las otras dos: son enigmas de imposible respuesta, pero la imaginación que dispara esta última, al menos a mí me lo parece, es de un tipo diferente. Es como hacer un experimento con la parte más universal de nuestra identidad: nos ponemos en lugar de cualquier persona; no, como en los casos literarios, en el lugar de ese particular e irrepetible personaje sobre el que versa la historia. Recorremos la historia de David al contrario: esta historia no versa sobre David Copperfield, ni sobre un niño pobre y maltratado sino sobre los niños pobres y maltratados. Giges es pura anécdota y ocasión. Pero el enigma y la imaginación no son menos exigentes con el filósofo que con el literato. La imposibilidad de dar una respuesta a aquél enigma de Platón es la historia de la filosofía occidental: en él seguimos.
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