domingo, 30 de noviembre de 2008

Homo hominis carô

"No comerás carne impura" dice el Señor: el canibalismo es tabú incluso cuando comerse a cierta gente sería una solución apañada para muchos problemas: de justicia, de hambre, de política... Pero la cultura es la barrera que impide ciertas cosas. A quienes las practican se les expulsa al otro lado de la barrera. Como Hannibal, que se come a los idiotas burócratas: un plato de sesos a la plancha servidos a su poseedor, un agente de la CIA estúpido, es una de las memorables secuencias de una de las películas de la saga de El silencio de los corderos. Como Sweeney Todd, el barbero de la calle Fleet, en el musical de Stephen Sondheim que, en versión de Mario Gas, exhiben estos días en el Teatro Español. Sublime. Casi: entre el gore y la meditación trascendental sobre la venganza y el resentimiento. En un momento de la obra, cuando deciden fabricar pasteles de carne, el libreto repasa en un desternillante dueto el sabor de las distintas profesiones, desde el prior hasta el alguacil. Comerse literalmente los unos a los otros: "ésa es su carne". En uno de sus más ácidos teologemas escribe Ángel González. "Tomad y comed/ ésta es mi carne/Tomad y bebed/ésta es mi sangre/ y el mundo se llenó de hienas y vampiros". Sweeney Todd ha decidido vengarse del mundo comiéndose a quien se tercie.
De todos los problemas complicados de la moral, uno de los que me parece más lleno de trampas y seductoras, atractivas, mortales sendas es la justificación/denostación de la venganza. Recuerdo un texto de Carlos Thiebaut que mantenía la misma tensa perspectiva que me habita después de ver Sweeney Todd: ¿hay que rechazar siempre la venganza? ("la venganza es del Señor") Y sin embargo... ¿no es la venganza (culturalmente purificada como justicia) la base de la moral y la cultura? Demasiado cinismo, se dirá. Renunciar a vengarse: renunciar al plato más sabroso, el corazón del enemigo. Sí, es cierto. Ahí comenzamos. Y, sin embargo...

viernes, 28 de noviembre de 2008

Sanadores de palabras

Los filósofos, como el que escribe, no se ocupan de la realidad, se ocupan de los conceptos. De la realidad nos ocupamos todos, cada cual en su tiempo y lugar, con sus sueños y sus habilidades. Marx estaba casi completamente equivocado en su conocida tesis sobre Feuerbach: los filósofos hasta ahora han interpretado el mundo, desde ahora deben dedicarse a cambiarlo. Me parece más honesto con el mundo invertir los términos: hasta ahora los filósofos no han hecho otra cosa que intentar cambiar el mundo, convertirse en intelectuales a los que todos siguen pero sin pagar el precio de la responsabilidad cuando las cosas no son como ellos dicen. A partir de ahora deberían ayudarnos a interpretarlo. Tratar con los conceptos, es cierto, puede ayudar a cambiar la realidad, en la manera indirecta que consiste en que los conceptos nos hacen más discriminativos, sensibles, profundos. Sólo en este sentido se puede afirmar que los filósofos pueden cambiar algo.
Ni siquiera los conceptos: en cierta forma, los filósofos sanamos palabras gastadas y heridas. Las palabras terminan siendo barreras que incomunican, ocultan, crean nieblas de ambigüedad, cuando no de hastío y desesperanza. ¡Se nos vienen tantas palabras gastadas a la cabeza. Palabras que en otro tiempo fueron símbolos de la mejores intenciones!
Las palabras, sin embargo, no mueren: quedan en el estado lamentable al que las conduce el uso irresponsable, retórico, demagógico. Deben ser curadas, hay que reestablecer los sentidos perdidos de los términos, descubrir los estratos que el polvo de la inconsciencia ha ocultado.
Imagino, como en Farenheit 451, una comuna en la que cada persona filósofa tiene a su cargo el cuidado de una palabra, la restauración de su fuerza, el levantarla de nuevo sobre sus pies, el soplar sobre los polvos del olvido.
Querría ocuparme de una de ellas: "experiencia", pero me asusta no tener la experiencia suficiente.

lunes, 24 de noviembre de 2008

El milagro del orden

Me intrigan cada vez más las formas diversas que asume la modernidad: se ha pensado como un proceso homogéneo y bien caracterizable, y a poco que se investigue se desvela un paisaje de variedades ilimitadas. Escribo esto en la madrugada que produce el jetlag, desde una silenciosa casa en Coyoacán, el pueblo al que Cortés se retiró a vivir para evitar las humedades del pantano del centro de la urbe azteca y que aún conserva mucho del complejo mundo novohispano barroco. Pienso sobre lo que para mí significa México D.F. como espectáculo de vida y modelo de modernidad. Una ciudad por la que siento una pasión poco compartida pero explicable (eso es lo que querría hacer en dos palabras). Es, en primer lugar, un espectáculo que los románticos calificarían de sublime en el sentido de que se observa el desbordamiento de la escala personal: todo es inmenso, variado, enorme. Coexisten las clases, las formas culturales, las manifestaciones humanas de una manera que es imposible observar en Europa o Usamérica: los varios mundos que habitan éste. Ayer, en el Zócalo, miles de fieles de un movimiento religioso de esos que proliferan ahora, levantaban las manos y seguían los discursos salmodiosos de los oradores que repetían una y otra vez la misma frase. Eran gente pobre, muy pobre incluso con los patrones mexicanos. Curiosamente, los oradores agradecían a los gobernantes su dedicación y rezaban por ellos. A continuación, cuando acabaron los discursos, comenzó una música hiphop no menos subyugante, mientras la multitud se despedía. Al lado, los danzantes étnicos que adornan siempre el Zócalo, los vendedores de sahumerios, las superrancheras lujosas de los ricos de df. Hay lugares que uno siente más grandes que el mundo; siempre he tenido esa sensación en el Zócalo, mi punto aleph favorito.
México DF es, en segundo lugar, un milagro de la existencia humana: cómo un sistema tan frágil como la inmensa urbe puede al mismo tiempo dar esa sensación de estabilidad y coexistencia, es algo que me hace pensar mucho sobre la modernidad. Quizá existe México por las contradicciones que la crearon y que nunca se fueron, sino que permanecieron como una fuente volcánica de vida en el sentido pre-moral del término, que uno ya no contempla en las uniformes ciudades europeas, en donde la repetición ahoga la diferencia. Me admira la creatividad de méxico y al mismo tiempo su persistencia en el pasado, su hipersimbolismo y el pragmatismo con el que enfocan la existencia. Me admira esa forma de sentir el destino y esa forma de continuo cambio. La existencia de esa ciudad es un milagro humano ante el que, como ocurría en el anterior comentario, siento que somos como niños intentando atrapar una pelota de baloncesto. Es el volcán de la vida bajo el que habitamos.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Artesanos de sí mismos

En relación con la última entrada del blog, me quedé pensando en los ciudadanos Kane que uno conoce o con los que se ha topado alguna vez. Alguno he conocido. Gente que se hace a sí misma porque posee una inapreciable habilidad: son maestros en detectar las debilidades humanas, las de los otros me refiero, y saben explotarlas. Son autoritarios o seductores, o ambas cosas (no distingo géneros); se abren paso en las sendas del espacio social aprovechando los huecos que deja el poder, que son muchos. No sufren de sentidos de culpa, ni su inquietud llega más allá de la curiosidad interesada. No leen mucho; no piensan demasiado (no lo necesitan); saben lo que hay que hacer y cómo hacerlo. De vez en cuando, en momentos de debilidad (fiebre alta, desamparo,...) murmuran "Rosebud, Rosebud..." pero pronto se les pasa. Son ingenieros de sí mismos: hacen un eficiente trabajo con su vida para situarla en el lugar apropiado.
Uno diría que se pierden una parte importante de la vida: una parte que sólo se puede vivir empleando, perdiendo tiempo. La amistad, la cultura, la contemplación y celebración del mundo, la simpatía por los que pierden, la compasión por todos. Hay una educación sentimental que es muy costosa en tiempo y poco rentable en beneficios. El tiempo se va en incorporar al cuerpo propio capas de experiencia que decoloran los brillos y señalan las arrugas, especialmente a la luz social. Quienes siguen esta senda no pasan por ganadores ni por perdedores, son trajes grises de la historia que no tuvieron nunca su saga. Los kane del mundo detectan rápidamente a los cronopios y los evitan con irritación mal contenida. Los cronopios no son ingenieros, son artesanos de sí mismos: se pierden por el detalle; se pierden en el detalle; desarrollan la paciencia del trabajo bien hecho aunque no tenga beneficios.

Aquí dejo una de las obras de una cronopio amiga, Carmen González. Se trata de una inversión del mito de la gorgona/medusa que al mirar mata: esta medusa muere al ser mirada. Fue una instalación en el Museo Barjola de Gijón y es una meditación artesana sobre la mirada que me ha hecho pensar mucho sobre la sobreexposición a la luz social:


martes, 18 de noviembre de 2008

La pelota de baloncesto

Josep Brodsky comienza de esta forma su ensayo "Menos que uno" (Menos que uno, Siruela): " Puestos a hablar de fracasos, intentar recordar el pasado es como tratar de entender el significado de la existencia. Ambas cosas nos hacen sentir como un niño pequeño que se esfuerza por agarrar una pelota de baloncesto: las palmas de las manos no cesan de resbalar". La metáfora del niño intentando atrapar la pelota que le excede es tan luminosa como desoladora dado que sirve para dos imposibilidades: recordar y afirmar la identidad. Este año celebramos el cincuenta aniversario de Sed de Mal de Orson Welles (Cahiers de cinema en español le dedica un interesante monográfico este mes): Welles siempre elige sus personajes entre esos seres que reflejan el cinismo del medio social, pero que al singularizarse en una persona son rechazados por la misma sociedad que los crea y necesita. No es sin embargo de Quinlan, el comisario-juez de Sed de Mal que fabrica pruebas para condenar a quien él ha considerado ya culpable antes de investigar, a quien me refiero, sino a otro personaje wellesiano de parecido material: Kane, el poderoso que al morir quiere atrapar su pasado para descubrir, como el periodista que investiga su vida tras su última palabra "Rosebud" hace, que no hay nada que investigar, que no era sino un megalómano de mal gusto, señor de todos los excesos que, en su inversión de la ética capitalista, retrataba mejor que ese discurso la realidad de los dueños del universo. Kane ejemplifica mejor que nadie la desolación brodskiana: la imposibilidad de responder a las preguntas "¿quién soy?", "¿de dónde vengo". Lo que asusta no es olvidar el pasado sino desconocer por qué olvidamos ("¿cómo eran sus ojos" escribe el poeta que se autodescubre incapaz de recordar a su amada). Quizá es un puro efecto biológico de la pérdida de memoria, pero no: se contradice ese efecto con la vividez con la que recordamos los más tontos detalles de nuestro pasado. ¿Acaso reprimimos ciertos recuerdos, que se convertirían en indecibles, no porque no nos atrevamos a recordarlos sino porque simplemente no podemos?, ¿acaso no ocurriría lo mismo con la propia identidad, que no querríamos saber lo que somos como Dorian Grey que tapa su cuadro cuidadosamente? Y sin embargo estamos hechos de preguntas por el pasado y por nuestra identidad: nos pasamos la vida preguntándonos por ambos. Bernard Williams compara en Verdad y Veracidad a Rousseau con el sobrino de Rameau, el cínico personaje de Diderot en la novela homónima: Las confesiones de Rousseau serían un intento de mala fe de convencer a los otros de que él es bueno en el fondo a pesar de sus defectos. El sobrino de Rameau se declara desde el principio un ser sin principios ni escrúpulos, pero su discurso desvela, como los personajes de Wells, que el cinismo de la sociedad es aún peor. Dos formas de responder escépticamente a la imposibilidad de Brodsky: la mala fe del que quiere convencernos de su buena fe, el cínico espontáneo que refleja sin más lo que hay. Dos formas de renunciar al pasado y a la identidad. Tiene que haber otra posibilidad.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Los cuerpos mirados

Vengo de la exposición de Rembrandt en El Prado con los ojos aún llenos de los sienas, dorados y carnaciones que desprenden los lienzos de Rembrandt. Estuve en su casa museo de Amsterdam olfateando como un sabueso a ese viejo sabio que llegó a calar las profundidades de la piel como ningún maestro logró: estaba claro que para él todo era escena, todo visualidad. La exposición de El Prado me conmueve por un aspecto que no había notado suficientemente en él. Está dedicada a las historias que Rembrandt es capaz de contar en una sola figuración. Pero realmente, en un rápido paseo entre la multitud aburrida y cansada, el alma se me llena de cuerpos en movimiento, en un revoltijo de posturas que descubren las emociones más profundas. Rembrandt crea el espíritu situando cuerpos en el espacio: como esa Susana que se dobla en un gesto frágil de impotencia ante la mirada lúbrica; como esa Betsabé que expresa la tristeza infinita de la sumisión y la piedad por su pronto asesinado compañero, pero en un gesto que su cuerpo desnudo elabora, de cansada resignación ante un mensaje que casi se lee en una carta de la que no vemos sino el envés; como ese Sansón que se revuelve en un grito de dolor que contrae sus miembros y que no lo es tanto por el puñal que le atraviesa el ojo como por la traición de una amante que huye con sus cabellos y que le acaba de entregar al enemigo; como ese viejo, que es él mismo y que se representa en el pintor griego que murió de risa al pintar a una vieja. La sabiduría de Rembrandt anticipa todo lo que hoy sabemos después de Verlaine y de Wittgenstein: que la piel es lo más profundo, que la conducta es la voluntad expresa, que los cuerpos hablan de un modo que el lenguaje no puede hacer. Se habla mucho de nuestra era visual, pero fueron los barrocos velázquez, rubens, rembrandt los que inventaron la vista, los que descubrieron las pasiones, el ensimismamiento, la ira y la nostalgia. Que el tiempo nos guarde los ojos para seguir contemplando al viejo Rembrandt.
He aquí aquel cuerpo que David deseó y que le llevó a cometer su traición a un amigo, y he aquí cómo la mirada de Rembrandt es capaz de penetrar en la tristeza de una mujer señalada por el poder para ser objeto. Las piernas se cruzan en un resignado gesto que subraya el instante de la lectura acabada, y la mente ensimismada deja ver un futuro inminente entre la sumisión y el hastío:


martes, 11 de noviembre de 2008

De la necesidad, virtud

Paco Guzmán me ha enseñado muchas cosas. Es alguien con el que he comenzado a colaborar en los últimos años: presuntamente dirijo su trabajo pero realmente le observo apasionado. Tengo que contar que Paco es funcionalmente diverso: tiene unas capacidades intelectuales envidiables aunque su cuerpo necesita más ayuda que el de otros. Paco está trabajando sobre capacidades y necesidades, reflexiona sobre un mundo que no esté configurado por y para los "normales" y normativizados, un mundo en el que la medida de todas las cosas sea la autonomía real para lograr los planes de vida propios, sin atender a los modelos estereotípicos. Pues aparte de las asimetrías de género, clase, etnia, cultura, en nuestro mundo se configuran cada vez más las funciones como fuentes de dominación: cuerpos bellos, estilizados, deportivos frente a los cuerpos otros. Se está produciendo la inversión que Samuel Butler pensó en el siglo XIX, al inicio de la era de las máquinas, en Erehwon, la sustitución de la maldad por la enfermedad o por la no normalidad funcional, para expresarlo en términos generales. Paco sueña con un mundo en el que a cada uno se le trate según sus necesidades y cada uno aporte según sus capacidades.
Y esto me lleva a dos cuestiones que solamente enunciaré, porque tendría que pensar mucho más y escribir aún mucho más sobre ellas. La primera es que la noción de necesidad está maltratada. Los filósofos se han preocupado más de los intereses que de las necesidades. Cuando lo han hecho, como Ortega, ha sido para decir que los hombres no tienen necesidades. Pero las tienen, lo que ocurre es que las necesidades deben ser concebidas como aquello que es necesario para cumplir un plan de vida, algo más complejo que esas coberturas fisiológicas de alimento y habitación con que siempre se sale del tema. El concepto de necesidad humana está por pensar. Hasta ahora hemos dado vueltas a los derechos, intereses, etc. Pensemos sobre las necesidades y tendremos un patrón de medida contra el que considerar cómo va nuestro mundo.
La segunda cuestión es acerca de cómo representar las necesidades y las capacidades de un grupo, comunidad, o de una persona. El mercado ha sido el instrumento que los economistas han elegido como la fuente de información eficiente. De hecho lo es, pero respecto a las oportunidades económicas, algo que no es de lo que estamos hablando. El mercado es eficiente detectando oportunidades, es la astucia de la avaricia, pero es ineficiente en muchos casos: detectando bienes públicos, por ejemplo; y mucho más ineficiente detectando capacidades. Las necesidades, simplemente, están más allá de sus posibilidades, que en último extremo sólo le dan para detectar intereses.
En estos tiempos de crisis necesitamos (de necesidad) nuevos instrumentos de medida e información. Uno de ellos es inventar un medio de información eficiente sobre nuestras necesidades y nuestras capacidades. Al marxismo también se le había olvidado esto.

Así estaba Riaño este dorado fin de semana, y podría estar mejor si la avaricia y la estulticia no hubiesen destruido un valle con un pantano que anegó la historia en un fango de intereses


jueves, 6 de noviembre de 2008

El muro transparente

Algunos trabajos pendientes me llevan a darle vueltas a la complejidad de nuestra identidad en la aldea global, cada vez más aldea por mucho que impresione el término "global". En una aldea cada persona está bajo el continuo escrutinio de todos: la famila, el municipio, el cura, el secretario, el guardia, el médico, ..., no es que no haya privacidad, es que es un concepto tan raro como el de sofisticación. Para qué querría ser sofisticado un aldeano: más o menos como le ocurre con la privacidad. Todas sus paredes son transparentes, lo íntimo pertenece a la tribu y a la familia. La conquista de la privacidad fue paralela a la construcción de lo civil, ahora en sentido estricto de construcción: paredes, muros, leyes, costumbres, vestidos, cosméticos, ..., para construir opacidades que defendiesen un dentro donde vivir una vida propia. Volvemos a la aldea: vivimos en muros transparentes, como éste, donde mi diario antes íntimo ahora es público, con mi currículum vitae colgado por ahí, dejando rastros por todas partes cada vez que uso la tarjeta, compro libros en amazon, visito páginas, emaileo a los amigos, llamo a través de un móvil cada vez más controlado,...
Quizá tendría que quejarme, pero no: creo que la cosa es más grave. No se trata de que no haya privacidad en la era internet: es que no sabemos qué tipo de ciudadano queremos construir. El ciudadano de la era de "mi casa, mi castillo" se ha hecho hipervisible. Quizá, quizá,... lo que hayamos de empezar a pensar que hay que pensar es en redefinir la identidad, lo público, lo íntimo y los ámbitos de libertad y autonomía que queremos preservar. Somos transparentes, pero no debemos engañarnos: ellos cada vez son más opacos, se esconden mejor en la multitud. Yo deseo un mundo cada vez más transparente, aunque eso me lleve a redefinir mis máscaras (a cambio se harán más traslúcidas las máscaras del poder).
Nuevos muros o tal vez nuevas máscaras. Necesitamos nuevas marcas de maquillaje.

martes, 4 de noviembre de 2008

En la frontera

Busco alguna expresión que represente mi actitud ante el mundo, mi "metafísica" si la palabra no estuviese tan desgastada, mi cosmovisión o, más precisamente, el cómo elaboro en razones mi experiencia de lo real. Creo que elegiría ésta: me estoy yendo. Podría haber elegido me estoy quitando, pero suena a final de hábito. Me estoy yendo: de tantas cosas, situaciones, líneas, banderías, trincheras, religiones, ... Me estoy yendo como forma de estar o como forma de ser. Habitar en la frontera que nunca acaba, desde la que sólo se ve un horizonte de expectativas y donde uno ya no quiere convertirse en estatua de sal volviendo la cabeza hacia un pasado del que huye espantado. Saberse empujado por los errores (propios sobre todo), por la estupidez, la malicia o, lo que es aún peor, por la banalidad. No encuentro pasados en los que instalarme, se me han olvidado las edades de oro. Como Marx (Groucho): "mi juventud, puedes quedarte con ella". Cualquier tiempo pasado fue pasado, sólo un paisaje destinado al olvido.
Los pioneros no emigran a la frontera a descubrir nada, sino a olvidar lo que han descubierto, a levantar una cabaña en los nuevos horizontes que aún no han sido hollados. El pasado se convierte en una niebla de explicaciones por dar, explicaciones por recibir, malentendidos y eternas fiestas de halloween entre el trato o el truco; las nubes del futuro, por oscuras que sean, por tormentas que anuncien, siempre serán aventuras que esperan para probarnos. Mientras tanto, me estoy yendo.