Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 15 de septiembre de 2013
El león en invierno
Creo, con muchos otros (otras: Melanie Klein), que la gran aportación de Freud y el psicoanálisis es la idea de que las estructuras de la personalidad y la cultura son el resultado del esfuerzo por aplacar la angustia, emoción básica humana de la que surgen todas las demás. Los filósofos existencialistas explotaron mucho esta idea pero, desde mi punto de vista, de una forma equivocada. Desde su perspectiva egocéntrica, pensaban que la angustia se produce por el saber que el ser humano muere, que es un ser-para-la-muerte. Es la teoría de la angustia como miedo a la pérdida del yo. Es una teoría radicalmente desatinada: la angustia nace del miedo a la pérdida del otro, a la separación radical (quizá eso explique que los existencialistas estuvieran tan enfrentados con el psicoanálisis).
Las emociones y la cultura son la respuesta al miedo a la soledad. La amistad, el amor, la confianza, el reconocimiento, el honor y el prestigio, son emociones que tratan de paliar la angustia. La pareja, la familia, la tribu, la banda, el partido, el club, la academia, son las instituciones donde se cultivan estas emociones paliativas. La educación sentimental que se da en todas estas formas culturales define trayectorias en las que se construyen biografías que a veces son radicalmente erróneas, sendas que yerran los modos de acompañarnos en el tiempo de la vida. Porque morir no es algo tan complicado ni difícil. Nos pasa a todos en algún momento. Lo horroroso es morir en soledad. No la soledad contingente de quien ha quedado aislado en el espacio y el tiempo. No es la soledad del secuestrado, de la celda, el hospital, la residencia o la batalla. No es la falta de la cercanía física de los otros, sino la pérdida de su compañía vital. Eso es lo temible de la vida. Que la muerte llegue en soledad. Los afectos tienen largos los brazos y superan el tiempo y el espacio, y aunque el cuerpo esté solo, no lo está la vida si los otros están allí en la distancia.
La compañía, ¡ay!, como el sueño, desgraciadamente, es un subproducto. No se obtiene buscándola sino dejándose estar en la vida. Como bien sabe el insomne, el descanso llega cuando uno deja de buscar el sueño. Es por eso por lo que, a pesar de lo cervantino que soy, considero que la gran figura de la modernidad no es Don Quijote sino Don Juan. Es la imagen en negro del sujeto moderno: vive de su seducción para descubrir al final su soledad radical. Su figura arrogante de conquistador es la máscara de quien vive con miedo absoluto y por ello muere mil veces. Don Juan equivoca su vida porque intenta paliar su soledad con la atracción.
Pensaba esta mañana, paseando por el cerro de Garabitas, un lugar funerario de la España contemporánea donde las reminiscencias invaden el espacio y el paisaje, en cuánto donjuanismo ha constituido las trayectorias vitales de la cultura moderna. Pensaba en biografías de filósofos y escritores que equivocaron el camino por miedo a la soledad. Se convirtieron en adictos al reconocimiento sin saber que, como la paloma, por ir al norte iban al sur, creyeron que el trigo era el agua. Y en su otoño e invierno todo fue soledad y derrota.
Pensaba en Heidegger, encerrado en su cabaña de invierno en la posguerra, viviendo la derrota de lo que había sido el referente imaginario de su metafísica, rodeado de los fantasmas de los amigos a los que había traicionado: Husserl, Jaspers, Hanna Arendt, convirtiendo su soledad en una filosofía de la desesperanza y el silencio. Pensaba en Ortega, adicto a sus conferencias, sabiéndose ya incapaz de seducir a sus señoras y sabiéndose derrotado por su afán de notoriedad, encontrándose en Darmastadt con Heidegger, quien había escrito lo que él podría haber escrito si no se hubiese dedicado a ser famoso, reconociendo la oscuridad de su otoño y deprimiéndose en sus ultimidades. Pensaba en Russell, incapaz de amar, incapaz de reconocer que Wittgenstein había cavado mucho más hondo que él, incapaz de saber cuál era su lugar en el mundo, convertido en conferencista internacional, cada vez más adicto al discurso enfático y cada vez más alejado de sus hijos, esposas y amigos, cada vez más perseguido por el fantasma de la locura. Pensaba en Sartre, enfoscado entre sábanas sucias y alcohol en sus últimos tiempos. También rodeado de tantas traiciones, sarcasmos y heridas que había dejado en su esfuerzo por ser el Flaubert de la filosofía (con quien compartiría finalmente un destino de muerte perruna en soledad).
Se me hacían presentes todas las zonas erróneas de nuestras adiciones culturales a los remedios a la angustia. Como si estos donjuanismos de la carrera fuesen algo más elevado que el vino en la taberna y el mus de media tarde. Esta vista del Madrid posmoderno desde Garabitas, poblado de fantasmas, me sugerían estas divagaciones.
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Don Gonzalo Torrente Ballester dedicó su "Don Juán" a la memoria de Ortega y Marañón entre otros. Cómo funciona la memoria o el subconsciente para que me haya acordado y tenga ganas de releer a don Gonzalo. Espero tener la soledad y el insomnio que merece su lectura. Gracias por el post.
ResponderEliminarA mi modo de ver, el componente principal de Don Juan es su vitalidad,su ansia insaciable por vivir. Sin duda, un ejemplo a seguir. Saludos.
ResponderEliminarA mí Don Juan, siempre me pareció alguien que necesita constantemente ver el reflejo de su presencia en los demás, en los otros, para saber que sigue vivo.
ResponderEliminar[…Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí y en todas partes dejé memoria amarga de mí…
J.Zorrilla.]
Necesita a los demás para sentirse vivo, por eso intenta erotizarlos, conquistarlos para que permanezcan ahí y den el reflejo de su "yo".
La angustia es el temor a la desintegración del "yo".
El "yo" social de Don Juan es tal vez el que más dimensiones atesora: amistad, amor, confianza, reconocimiento, honor y prestigio, fáma, valentía, es por esto que busca el reconocimiento de sí mismo en el reflejo que sus acciones producen en "el otro".
[...no hubo escándalo ni engaño en que no me hallara yo. Por dondequiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé y a las mujeres vendí. J.Zorrilla.]
Ana lade la Carpetana y José Zorrilla.
Don Juan Tenorio.
ResponderEliminarActo III - Escena I
Escena en un cementerio. Un embozado, se aproxima al panteón de los Tenorio (cerro de Garabitas).....
Ana la de la Carpetana.
"...No hubo escándalo ni engaño en que no me hallara yo. Por dondequiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé y a las mujeres vendí".
ResponderEliminarEstas mismas palabras las repite Don Luis Mejías (un segundón).
Es decir, ser un amador de la vida supone apurar de ésta hasta las migajas. Ejemplar.
A mi entender, el miedo a la pérdida de uno mismo, de nuestra propia identidad, es miedo a quedar solos, tanto, que no seamos capaces de reconocernos y, en consecuencia, desaparezcamos. No los veo como miedos excluyentes, la pérdida del otro, la soledad radical, genera la aniquilación del yo.
ResponderEliminarSalud