Conocí tardíamente la obra de David Foster Wallace gracias a uno de los alumnos de los que más he aprendido, Álvaro Marcos, ahora doctorando en la New Social Research School de Nueva York y cantante de Atención Tsunami. Trabajaba conmigo en una tesina sobre la importancia moral y política de la atención (una tesina a la que vuelvo de vez en cuando) y me habló de DFW entusiásticamente. Compré La Broma Infinita en inglés y casi me desmayo al recibir el paquete de 1079 páginas. Pero comencé a leerlo con paciencia y ayuda de la guía de lectura que facilita Wikipedia. Y fue un amor absoluto. No creo que se pueda encontrar en la literatura un relato mejor de lo que es la experiencia contemporánea de existir. Americana, sí, pero también de todos por extensión globalizante de esa forma de vida.
Leí otros libros de relatos, el desolador Extinción, los corrosivos Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer y Entrevistas breves con hombres repulsivos, sus ensayos críticos, su famoso discurso Esto es agua. Ahora acabo de leer obsesiva, bulímicamente, su reciente biografía escrita por el crítico D.T. Max Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Es un libro más que recomendable. No importa no haber leído a DFW ni que no se aprecie su obra. Es un relato sobre la relación entre literatura y vida, sobre perturbaciones mentales y vocaciones profesionales.
El caso DFW es peculiar. Pertenece a la saga de los escritores cuya vida es literaria. Un misterio oculto bajo sus recurrentes depresiones, un escalofrío tras su suicidio. La biografía responde a muchas preguntas, y afortunadamente abre otras muchas sobre la ética de la creatividad. DFW estaba en el punto de bifurcación de dos fuerzas contradictoras que impulsaban su vida. Por un lado una monomaníaca necesidad de competir por el reconocimiento, de dejar la firma de su extraordinaria inteligencia en todas sus obras. Sus adiciones a la marihuana y al alcohol le ayudaban a sobrellevar el miedo y la ansiedad ante el fracaso. Su competitividad y su inacabable angustia iban juntas y se reafirmaban mutuamente. Cada obra le producía varias crisis de pánico. La última, El rey pálido, fue mortal. No pudo soportar el temor a no ser capaz de terminar un relato que cumpliese las expectativas que había generado. Por otro lado DFW deseaba comprender su vida, la de su generación, la de su país y la de la existencia humana. Quería que la forma literaria se abriese al conocimiento. DFW era tan filósofo como escritor. Exigía que la escritura mostrase un camino moral, el del extrañamiento en un mundo de distracción e invasión mediática. Necesitaba explicarse su afición a la televisión y al cine popular. Escribía para saber lo que nos pasa. Las dos fuerzas se equilibraban y nos dan cuenta de la complejidad de su pensamiento y obra, como lo expresa esta cita de "Esto es agua":
El tipo de libertad que es realmente importante implica atención y responsabilidad y disciplina y esfuerzo y ser capaz, sinceramente, de preocuparse por las otras personas y de sacrificarse por ellas, una y otra vez, en las más insignificantemente minúsculas y poco sexys maneras, todos los días. Esa es la verdadera libertad. Eso es haber aprendido como pensar. La alternativa es la inconsciencia, la falla de origen, la competitividad a empujones –la persistente sensación constante de haber tenido y perdido algo infinito.
DFW es el escritor que acabó con la postmodernidad como condición cultural. Acabó con la barroca metaficción y el ejercicio frívolo de cohetería literaria. Pero sobre todo acabó con la posmodernidad filosóficamente. Porque DFW era filósofo. No se puede decir que "sobre todo" era filósofo pero sus escritos, tanto los de ficción como los teóricos, manifiestan un trasfondo metafísico profundo y lleno de recursos. Había escrito una tesis doctoral muy técnica sobre libre albedrío. Pero sobre todo había pensado mucho en un tono wittgensteiniano sobre la normatividad del lenguaje, sobre lo que el lenguaje nos muestra de la vida. Era aficionado a leer a Stanley Cavell (aunque en una conferencia le acusó de ser oscuro e ininteligible. Comparto con él esta ambivalencia). De Cavell había tomado la creencia de que la moral del trabajo intelectual obliga a lograr un tono propio en el que se aúnan ética y estética. Después de pasar por su obra quedan al descubierto todos los trucos frívolos de una época que mostró que la ironía no era sino el arma de los débiles y acráticos.
La vida y obra de DFW ejemplifican como pocas (habría que recordar, claro, a Roberto Bolaño, un escritor muy cercano al talante y la significación de DFW) los dilemas de quienes se toman en serio el trabajo cultural. Hace años que no distingo entre literatura y filosofía. No por las reglas del arte, claro, sino porque ambas convergen en la búsqueda de la sabiduría a través del esfuerzo sobre el lenguaje. Narrativo, poético en una, conceptual en la otra. A veces hibridando los modos y las formas. Pero siempre sometidas al dilema de la profundidad y la exigencia moral. Escribir es levantar la mano contra uno mismo. Someterse a una ordalía en la que se prueba la capacidad de supervivencia a las exigencias de la consistencia, la creatividad, la profundidad. Las tentaciones de la facilidad, de lanzar fuegos artificiales o, peor aún, la de rendirse y refugiarse en el perpetuo lamento contra la academia o el mundo editorial son insoportables. El desequilibrio entre la habilidad profesional y el compromiso con la vida es un riesgo permanente. La patológica necesidad de reconocimiento y la angustia que pesa sobre la autoconfianza son los horizontes tensos que se ven al levantarse cada mañana.
Todo es agua, pero los viejos peces logran distanciarse suficientemente para saber que todo es agua. Esa distancia es su pasión. Cada vez que acompaño a alguien en los inicios de una tesis doctoral siento el frío de quien sabe de la dureza de la senda que espera. Cada vez que he vuelto a comprobar cómo esa persona logra hacerse con las riendas de la escritura bajo las presiones trágicas de la creación me reconcilio con la fuerza de la vida. Como el viejo peregrino que aúna fuerzas para levantarse y dar un paso más. Se podría pensar que la trayectoria de DFW fue una muestra de infelicidad, desasosiego y autodestrucción. Pero es falso. No importa que al final se bajara del autobús antes de tiempo. Vivió cada instante de su vida con una intensidad que no podrán conocer quienes confunden la vida y el éxito, los cínicos, los frívolos, los hijos de la posmodernidad. La desesperación y la felicidad no son incompatibles. La felicidad real, la humana, solo es incompatible con la estupidez y la superficialidad. Es la lección de DFW.
¡Si señor! Ese es el tipo de Libertad verdaderamente importante. Más claro que el agua fluyente de un arroyo cristalino.
ResponderEliminarEstupenda reflexión. Llega en el momento oportuno para retomar La broma infinita. Gracias.
ResponderEliminarGracias por su análisis. Sobre todo por el énfasis en mostrar que DFW nos ha legado la posibilidad de entender el fluido en el que flotamos. "La felicidad y la desesperación" no sólo son compatibles, sino que son extremos del espectro cromático vital, perceptibles exclusivamente por quienes han realizado el esfuerzo de mirar la realidad desde una perspectiva propia, desdeñando filtros y prismas "ideológicos", pócimas morales o códigos prefabricados ad hoc para disipar el dolor que produce vivir, para tranquilizar la conciencia, para narcotizar al ser pensante y libre que late en cada hombre y poder someterle a la máquina social. DFW es agua, en términos Baumanianos, pero sobre todo es aire en la literatura actual, una obra que nos permite respirar y sentir que es posible un interlocutor. Gracias una vez más Profesor.
ResponderEliminarSiento que apareciera en el comentario la firma fjoyce, que es un blog que está en desuso hace años y en cuyo contexto se justificaba. Rectifico en este comentario.
ResponderEliminarFelicidades. Como pasa el tiempo
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