domingo, 13 de abril de 2014

Sin principios



La historia normativa de la cultura es la historia de los principios. Y  la historia de lo admisible en cada cultura es la historia de los principios. Ninguna descalificación es peor que ser considerado “una persona sin principios” y ningún elogio mayor que “ser una persona de principios”. No hace falta entrar en el predio filosófico para captar los matices de estas valoraciones. En la vida cotidiana esta idea se ha anclado después de siglos de doctrina religiosa y continua inspección por los miembros de la aldea. ¿Por qué dudo de que sea una verdad?, ¿por qué sospecho de los principios?, ¿por qué sospecho de quienes siempre tienen a mano un principio?

Si el escepticismo es siempre interesante, es mucho más lúcido cuando se mueve en el terreno normativo. Lo sé bien porque yo vengo de la tierra de los principios.  En controversias filosóficas entre las que discurrió mi juventud acudía sin dudar a los principios de siempre: “La verdad explica el éxito”, “la racionalidad exige consistencia”, “la moral es ponerte en el lugar del otro”, y así. No digo ahora que sean falsos estos principios, sino que a veces no son necesarios y otras veces no son suficientes. Puede que los principios sean como muchos estereotipos que funcionan en general pero no cuando los necesitas.

Me intereso más por pensar la racionalidad que la moral, pero sospecho que lo que puede decirse de una puede decirse también de la otra. Me parece que lo que ocurre con los principios es algo similar a lo que ocurre con las falacias. Podemos detectar casos claros de razonamiento falaz, pero es una tontería usar el esquema de una falacia para diagnosticar un mal razonamiento. Cuando las explicas en clase eres consciente de esta inestabilidad y te cuidas de no dejarla entrever demasiado. Porque, vamos, ¿por qué el argumento a la autoridad es una falacia? Es cierto que lo es en muchos casos, pero nuestra vida cognitiva sería imposible sin dejarnos caer en manos de la autoridad epistémica de otros. Lo mismo ocurre con los principios de racionalidad. Por ejemplo, los que prohíben el autoengaño y la akrasia. Vale, detectamos muchos casos malignos de autoengaño y akrasia, sobre todo en otros, pero no está claro que siempre sean dañinos.

En los momentos nodales de nuestra vida las razones y las emociones se enfrentan, o al menos se entremezclan de manera que no hay modo humano de separar la deliberación fría de las decisiones cargadas de pasión. Lo interesante es que no hay principio que nos permita decidir qué parte de nuestro complejo modo de pensar es la que tiene la razón. ¿Se equivocó Clarissa Dalloway al ir dando largas al culto y seductor Peter Walsh para aceptar al gris y plano Richard Dalloway?  Virginia Woolf dedica Mrs. Dalloway a narrar la historia de esta pregunta sin que acabemos de saber la opinión de su autora. Su amiga Sally y, por supuesto, Peter Walsh creen que sí. Pero ambos son ejemplos de haber tomado por su parte decisiones equivocadas. No son buenos jueces. Ciertamente Clarissa estaba enamorada, y siguió estándolo toda la vida, de Peter Walsh, pero ¿hubiera sido feliz con él? Sus tripas dijeron que no cuando su cabeza decía que sí. Y no sabemos qué parte tenía razón.

Elegir compañero o compañera, o rechazarlos, o terminar la relación, elegir una carrera, o abandonarla, aceptar un trabajo, o dejarlo, mantener una amistad, o clausurarla, decidir tener hijos, o negarse a ello, mantener las creencias religiosas, o dejarlas perder, emprender o continuar la militancia política, o darla por terminada, votar a un partido, o no hacerlo, … ¿alguien puede explicarme cómo funcionan los principios en estos casos?  No son muy de fiar las personas que toman las decisiones acudiendo a sus principios.  Se agarran a ellos para evitar examinar las verdaderas razones de su decisión.

Mi rechazo a los principios no significa que niegue el valor de la deliberación para tomar decisiones. Lo que niego es que los principios tengan una función significativa en la deliberación. Deliberar es un proceso muy complejo en el que no pueden ni deben distinguirse razones frías de razones emocionales. A veces hay que dejar hablar a la cabeza y a veces a las tripas. Sospechar siempre de uno mismo, hacerlo cuando parecen estar las cosas claras. Y sospechar también y sobre todo de la frialdad de las razones. Porque nunca está definida la frontera entre el pensamiento frío y el cálido. Me he encontrado muchas veces con personas de carácter aparentemente frío y racional a las que admiras por cómo toman las decisiones en momentos concretos, y sin embargo observas cuán erradas han sido sus trayectorias largas, cómo se han equivocado sistemáticamente en sus confianzas y desconfianzas. Ciertamente, las decisiones cálidas no garantizan tampoco que uno no vaya a equivocarse.

Si el modelo de deliberación no es el de aplicación de principios, o el de convertir en principio la propia decisión, tampoco lo es el que parece iluminar la metáfora del peso. Deliberar no es pesar razones. Las razones no pesan. No sabemos cuán importantes son para nosotros hasta que no atendemos con cuidado a sus voces. Al final, deliberar es atender, escuchar.  Foucault insistió con sagacidad en la importancia de aprender a escuchar en sus últimos análisis del mundo griego (que sospecho un mundo menos griego que contemporáneo). Pues aprender a deliberar tiene mucho de atención. En particular a los matices de la voz. Sobre todo las voces internas, y sobre todo las que parecen inaudibles. 

Aprender a ser una persona sin principios lleva tiempo, pero se gana lucidez.

10 comentarios:

  1. Creo que escuchar supone, precisamente, renunciar (si es que se puede) a los principios; o no tenerlos (si es que se puede). La atención, si es verdadera, supone, creo yo, algo de inocencia (que no de ignorancia) Atender significa hacer patente lo que al sentido común pasa desapercibido, rescatar lo que está ahí pero que esos principios o interpretaciones dominantes impiden ver. Y esto me lleva a pensar que la relación con el otro mediada por los principios es diferente de la que se establece desde la escucha. Gracias por la entrada.

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  3. Muy interesante, un reto y una posibilidad, aprender a ser una persona sin principios para pensar educación menos moral y mas éticamente lo que nos ocupa y preocupa, aunque todos necean o casi todos, que los principios son organizadores de la educación, por eso los discursos pedagógicos se carga de deberes ser, es difícil en cualquier debate pedagógico reconocer que los principios no son la clave y piedra angular de los argumentos y mucho menos de las deliberaciones, por ejemplo, con base en principios nosotros en la educación pública somos constructivistas todos, aunque nada mas lejano de acuerdo a la experiencia de nuestros educandos, pero aun mas interesante, en el debate por ejemplo, del uso de las tecnologías de la información, que todos promueven como un fin en si mismo de la educación, principio de toda practica educativa de hoy, poco o nada transforma la educación, ya que de principio, cambia consigna y a deber ser y cuando se realiza es la entrada de lo nuevo la tecnología al aula con viejos paradigmas y con ello consolidación de lo viejo con nuevos instrumentos y entonces el principio de introducir y renovar con nuevos instrumentos para acercar mundo de la vida y la escuela, hacer congruente, la enseñanza a la anticipación del mundo, principio de la mayoría currículum se proponen el principio de formar para la vida se vuelve, buenas intenciones, consigna política, retorica para darse tiempo y poder hacer...o no hacer, asi que en el terreno de la educación es un buen rodeo o posibilidad no empezar el debate por principios, si queremos aproximarnos al centro de las deliberaciones y su enriquecimiento de lo que ocurre en el diálogo y practica pedagógica presencial,virtual o hibrida, dentro de la experiencia escolar o fuera de ella.

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  4. Más que principios, existen los intereses. Los principios son las cortinas, en terminología kantiana los fenómenos, los que parecen, aparentan, o explican (con dignidad) los comportamientos visibles de las personas. Pero detrás de todo fenómeno visible, descorriendo el velo, existe el noúmeno, des-velando la sustancia que realmente acontece, y en asuntos de personas, tras todo fenómeno, el noúmeno son siempre los intereses

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  6. Muy sugestiva la propuesta. De todos modos merece reflexión. Entiendo que se considera más importante en las decisiones morales la presencia de la deliberación que la de los principios. Creo efectivamente en la importancia de la deliberación, de la reflexión, del examen de las circunstancias de los casos particulares para tomar las decisiones morales. Sin embargo, como consecuencia de esa deliberación se llegan a resultados, es decir las decisiones concretas que tomamos en los casos concretos. Ahora bien, ¿eso significa que en nuevos casos que se presenten y que sean similares a los anteriores, hay que seguir todo el proceso de deliberación anterior? ¿O, debe uno recurrir a su experiencia ética y aplicar lo que antes se decidió? Me parece que sí y, además, que a esto hacen o deberían hacer referencia los principios morales. Por supuesto, que al momento de considerarlos hay que reconocer que no son absolutos, es decir, que podrían modificarse o incluso cambiarse, pero lo importante es que sirven de guía en las decisiones que tomemos. Si observamos, por ejemplo, que una persona mayor está golpeando violentamente a un niño, por principios, actuaremos para evitarlo. Por tanto, actuar sin principios puede ser pertinente en algunos casos, pero no sería un principio general.

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  7. Muy interesante su entrada. A primera vista me inclino a estar en desacuerdo frente a la idea de deliberar sin principios. Desde mi modo de ver, un principio, para ser tal, debe estar ajeno de todo dogma. Adoptar cierta "moral" y convertirla en principio (propio) sin comprobar la validez del mismo, de ningún modo puede resultar útil en la deliberación, y al percibir esa inutilidad, me doy cuenta de que aquello en lo que me apoyaba, en realidad no sólo no era válido, sino que no existía.
    Un principio va cargado de moral, siendo así me atrae su pregunta: "¿por qué sospecho de quienes siempre tienen a mano un principio?" En lo personal concidero que cada vez se nos hace más difícil creer que hay "buenos", pareciera que hoy en día, ante la duda todos son "malos" salvo prueba en contrario. Si alguien hace algo "bueno", no pensamos en los principios inquebrantales que tendrá, sino que "algo estará tramando".
    En conclusión, concidero que los principios para ser tales deben haber pasado por su correspondiente prueba de validez. No son universales claro está, como no es universal el pensamiento del hombre, a lo sumo, determinados principios serán compartidos por muchos con una cultura que los identifica y que tras prueba y error hayan diseñado esos principios válidos para ellos. Son un punto de partida en la deliberación, sólo sé que no sé nada, pero aquello que descubra y adopte, sólo formará parte de mí (en mi "moralidad") si está en concordancia con mis principios. Son adaptables, así como el hombre, porque cada día surgen nuevas experiencias y los principios deben dar nueva luz al camino a recorrer. No se sopesan razones, pero sí principios, comparar los míos con los del otro (en un ámbito de tolerancia claro está) me da una idea de lo que el otro es y lo que yo todavía no soy, y viceversa. No me interesa tener siempre la razón (cosa imposible para el ser humano) pero sí tener una guía que me ayude a dejar de ver sombras, conocer la realidad (desde una moral en constante perfeccionamiento) y encontrar el justo medio de las cosas.
    Le leo siempre desde que lo "descubrí". Un saludo.

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  8. Gracias por vuestros comentarios. Hay muchas observaciones muy interesantes. Pero los principios no son regularidades ni resultados del aprendizaje, sino proposiciones con fuerza normativa universal.

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  9. De. Fernando: añadiría a su último comentario "fuerza normativa" el adjetivo "física".

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  10. Interesante comentario que concluye que los principios no deberían tomar parte en una deliberación. Pero dicho así, topamos con el inconveniente de la propia definición del término; cuando “los principios”, palabra normalmente utilizada como asimilada a valores, está definida como un conjunto de normas preestablecidas, precisamente, como universales y buenas.
    Habría que plantearse entonces una redefinición del término, y como se hace ahora con los valores “de toda la vida” –circunscritos históricamente al ámbito religioso-, que haya otros principios alternativos, igual de valiosos como universales y buenos, que no dejarían de ser otros principios.
    En fin, que más que sin principios, yo diría, con otros principios; y ya la habríamos liado!

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