domingo, 16 de noviembre de 2014

Versión corregida


 En el seminario sobre filosofía y literatura que realizamos un grupo de amigos y colegas de varias universidades, en el que, el viernes pasado, discutimos uno de los textos capitales de la literatura (y creo que también de la filosofía) contemporánea, Austerlitz de G.E. Sebald, mientras escuchaba y admiraba los inteligentes y profundos comentarios, me asaltaban viejas preguntas sobre la identidad, sobre todo preguntas sobre las preguntas sobre la identidad.

Me ocurre a menudo que, al incluir el término "identidad" en las discusiones, observo fruncir ceños, levantar cejas, tengo que oír ocasionalmente algún comentario displicente y he de rendirme al tedio que parece producir el término (Lo entiendo. No se me oculta que ha sido un término clave en lo que calificamos con sorna como "Cultura de la Transición".  A los reclamos de identidades nacionales les ha acompañado una persistente campaña intelectual de devaluación del concepto de identidad, como si el concepto fuese la causa de las tensiones que nos habitan. A los discursos de la identidad se opusieron sistemáticos discursos de la igualdad, como si toda política de la diferencia escondiese la amenaza de violencia, como si la igualación, que no la igualdad, no fuese menos violenta, y sólo cuando el otro responde con similares políticas de igualación acaso se llega a descubrir tardíamente la voluntad dominadora de ese discurso, y entonces se  desearía acudir a una más abstracta igualdad como si el ascender en la universalización conjurase la tragedia y la tensión). Comprendo lo que ocurre. He aprendido que también en filosofía los términos están cargados de historia y los conceptos son viajeros por nuestros azares, mutando su presencia y poder significante en contextos variables.

No nos importa (diría "no me importa") la identidad salvo cuando nos (me) importa. Y cuando lo hace es porque algo ocurre. Porque no casualmente el evento y la identidad se necesitan. Para quienes piensan que la vida es una secuencia de episodios que se solapan y entrelazan, no hay eventos que desvelen ciertas claves ocultas de la historia personal y colectiva. Todo es lo mismo. Todo es igual. Pero en ciertos puntos y encrucijadas la pregunta por qué somos o, más lúcidamente, en qué nos hemos convertido, se impone sobre cualesquiera otras cuestiones más urgentes.

El personaje de la novela de Sebald, Austerlitz, en cierto momento de su vida, emprende una búsqueda de sus raíces explorando e investigando en los vestigios materiales y memorias de su historia, que en poco tiempo se le vuelve nebulosa, opaca, inquietante y le muestra vergüenzas inconscientes que habían dirigido su anterior trayectoria. Austerlitz desciende poco a poco a los sótanos del desquiciamiento y la melancolía para descubrir allí los vacíos y pozos oscuros de su existencia. "¿Ves?", se me dirá, "¿ves ahora los peligros de las preguntas por la identidad?". Porque la memoria es traidora y puede llevar a la destrucción. Estos reproches estaban implícitos en comentarios sabios a la novela, que escuché sin que llegasen a convencerme. Me gusta de la novela la pregunta que Sebald guarda oculta en el texto y que llena el relato de misterio: ¿por qué Austerlitz, en un momento avanzado de su vida (de hecho en su prejubilación) decide preguntarse por su identidad? La relativa coincidencia de edades de Austerlitz y Sebald es inquietante.

Recordé esta mañana, mientras recordaba la discusión del viernes, otro texto no menos dramático que el de Sebald. Me refiero a Versión Corregida del novelista húngaro Peter Esterházy. Acababa de publicar Armonía Celestial, una narrativa histórica sobre su familia (noble) y sobre la historia de Hungría en el Imperio Austro-Húngaro, cuando acudió al archivo histórico para examinar el expediente policial propio. Allí le entregaron un cuarto archivo, donde descubre que su padre, elemento esencial de su historia de resistencias, había sido un topo informante de la policía del régimen dictatorial, posterior al heroico levantamiento popular de 1956. "¿Cómo pronunciar a partir de ahora el término "padre"?", se pregunta, pero también "¿cómo decir a partir de ahora "yo"? El autor queda herido y debe corregir su memoria, sus afiliaciones y afectos al descubrir que quien le había de proteger le había estado traicionando. Mala suerte ontológica dirá el filósofo. No tendría por qué afectar a su identidad. Pero lo hace. El daño tiene efectos retroactivos y le obliga a repensar quién es, en quién ha devenido. Su vergüenza no es culpable, pero no por ello ha quedado menos herida su condición
"Aquí, en la sala de investigación de la Oficina de Historia Contemporánea, estoy interpretando ese mismo papel. Porque temo que se me note... mi padre. Que me pillen enseguida. Me miran, asienten con la cabeza, pues sí, ¡su padre era un topo!"
La historia de Esterhàzy parecería una irrupción de lo externo en la trayectoria personal. Pero no es así. La terrible mentira de su padre resignifica toda su memoria y desequilibra los sentidos de su relato personal. Ya no podrá pensarse a sí mismo sin referirse a la mentira de su pasado. La pregunta de la identidad ocurre pocas veces, pero cuando ocurre lo hace como vergüenza, como necesidad urgente de una versión corregida de nuestra historia, como una salvaje llamada a relatar de nuevo lo que hemos sido con comentarios dolorosos al margen del discurso. A veces la llamada es personal, a veces generacional, pero, cuando se oyen sus ecos en los horizontes de nuestra existencia, nada es más indicativo sobre las señas de identidad que las manos que intentan ocultar la pregunta tapándose los oídos. En esos momentos la memoria se impone como una exigencia de cuentas, como necesidad de revisión corregida de lo que creíamos ser y espejo de lo que nuestra trayectoria nos ha convertido. La vergüenza, más que la culpa, abre las costuras de nuestra identidad. Cuando eso ocurre, también lo hace la pregunta por la pregunta sobre la identidad.

He escuchado recientemente el término "legado generacional" (Johannes Rohbeck) como un concepto que pretende captar nuestro discurrir colectivo en la historia buscando continuidades y solapamientos de nuestras historias personales. Un término interesante para tiempos tranquilos. Pero hay ocasiones en que, quizá, una generación lee los archivos de la anterior y descubre, como Esterhàzy, la mentira de las promesas y la dejación de los deberes. Los relatos, entonces, se fracturan porque lo que ha quedado herida es la identidad, no simplemente la memoria o la pura responsabilidad formal con las normas. No preguntarse, entonces, por la identidad es es un caso patente de autoengaño. Cuando no de mala fe.














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