Pierre Bourdieu, en dos obras imprescindibles, Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario y Manet. Une révolution symbolique estudió los procesos por los que se formaron en el siglo XIX las estructuras culturales contemporáneas, caracterizadas por géneros, disciplinas, lo que él llamó campos. En la primera analizaba el caso de Gustave Flaubert, y en particular su novela La educación sentimental, en el segundo la obra de Édouard Manet. Ambos constituyen dos ejemplos paradigmáticos de esa forma de moral interna que llamamos "el arte por el arte", Allan Janeck y Stephen Toulmin, en La Viena de Wittgenstein, y Eduardo Rabossi, en En el comienzo Dios creó el canon: Biblia Berolinensis, hicieron algo muy parecido con la constitución del campo de la filosofía. Thomas Kuhn, a su vez, había hecho lo mismo con la ciencia unos años antes. Aunque todas las sociedades hayan producido obras que calificamos como arte (incluye la literatura), filosofía o ciencia, solamente habría Arte, Filosofía y Ciencia a partir de la creación de los respectivos campos normativos.
En los tres casos, se observa en esta perspectiva, ya central en la sociología cultural contemporánea, se termina concluyendo que las relaciones de autoridad internas al campo y las normas de "seriedad" en el trabajo y dedicación a la forma respectiva son las que hacen que podamos considerarlas "profesiones", donde el profesar, que tiene tantas resonancias religiosas, implica aquí una cierta conducta simbólica por la que las autoras y autores dan muestras de su inapelable compromiso por encima o por debajo de cualquier otro interés, y en particular de los intereses morales, políticos y económicos. De Gaugin, que destrozó su familia, a David Foster Wallace, que destrozó su propia vida, encontramos en los distintos campos una ingente hagiografía que ejemplifica la santidad de estas profesiones.
Desde luego, para esta perspectiva, la "función social" (política, moral, económica) del arte, el pensamiento y la ciencia podría admitirse siempre que mirásemos a los efectos y no a las intenciones. "Moralicemos", decía sarcásticamente Flaubert contra los realistas de derecha e izquierda. Las intenciones deben estar prohibidas o, como diría Vázquez Moltalban, colgadas en la entrada al campo creativo. Lo propio es la forma (el método, se decía antes en la ciencia), no el contenido. Los efectos vendrán como resultado de la eficiencia de la forma, no de las buenas intenciones. El creador transforma el mundo transformando la forma, no por el contenido de su obra. Los tiempos educativos de los respectivos campos se ordenan no solo a la adquisición de habilidades sino también y sobre todo a formar a los pretendientes en los signos de la "seriedad" de su compromiso.
A pesar de que esta ley parece imponerse de manera universal, lo cierto es que la sociología (sociología del arte, los estudios de ciencia, técnica y sociedad) han mostrado una y otra vez cuán poco realista es esta visión interna de los campos intelectuales. Los intereses y valores internos se han desvelado menos desinteresados de lo que parecía, y las opciones formales menos formales de lo que parecen. El propio Bourdieu, aún cuando defiende esta ley de hierro, al analizar el caso Flaubert tiene que reconocer que el valor de su obra tiene un componente nuevo social: hace artístico lo vulgar, dice, convierte en arte la vida cotidiana, del mismo modo que Manet hizo visible el "voyerismo" del arte pompier al mostrar que sus desnudos ideales podían ser puestos de manifiesto al representar a una prostituta ofreciendo su cuerpo. Hicieron visible lo cotidiano. Y su valor ya no puede ser desprendido de estos efectos sociales de sus obras. Jacques Rancière ha convertido esta idea en el hilo conductor de su teoría estética y de su conocida fórmula sobre el "reparto de lo visible".
Porque lo cierto es que las revoluciones del arte, el pensamiento y la ciencia contemporáneos han sido también (no quiero decir sobre todo) revoluciones en el contenido. La banalización de los contenidos, la democratización, más bien, el hacer de cualquier cosa ordinaria materia estética, epistémica, científica, ha sido una línea central de la cultura contemporánea. En una discusión reciente, escuchaba a dos escritores jóvenes y buenos escritores que protestaban contra la "moda" nueva de reintroducir temas sociales y políticos en la novela, como si se estuviera volviendo al viejo realismo que implicaba una "obra de tesis", pero me parece que el tema no está ahí sino en lo contrario, en la prohibición implícita de tratar estos temas, que estaría en el ADN de los creadores, como denunciaba Belén Gopegui en su ensayo Un pistoletazo en un concierto (en el título se refiere a la frase de Balzac de que la política en literatura es como un pistoletazo en un concierto).
Si uno lee, sin embargo, obras que transformaron el mundo literario ve por el contrario que la revolución no ha sido sólo la forma sino el dejar entrar al vampiro en la habitación propia: Mrs. Dalloway de Virginia Woolf, por ejemplo, se atreve a tratar el tema prohibido, el shock de guerra como eje central de uno de los dos discursos de la novela, junto al más "literario" de la banalidad de la vida de las clases altas. Foster Wallace, otro ejemplo, en La broma infinita, se atreve a dejar entrar en la novela la adición al consumo y la televisión como tema configurador de la identidad generacional. Las marcas como contenido, y como parodia del posmodernismo.
El compromiso creador, en definitiva, tiene más caras que el formalismo. Atreverse a hacer visible el agua es a veces, para los peces, algo revolucionario.
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