domingo, 11 de septiembre de 2016

Don Quijote o la voluntad de verdad



Escribe Borges en un memorable texto: “Harto de su tierra de España, un viejo soldado del rey buscó solaz en las vastas geografías de Ariosto, en aquel valle de la luna donde está el tiempo que malgastan los sueños y en el ídolo de oro de Mahoma que robó Montalbán. En mansa burla de sí mismo, ideó un hombre crédulo que, perturbado por la lectura de maravillas, dio en buscar proezas y encantamientos en lugares prosaicos que se llamaban El Toboso o Montiel”. Nunca imaginaría que La Mancha habría de convertirse en un lugar de mito y sueño, de profunda perplejidad metafísica. Tal es el poder de la literatura: crea mundos cuando el mundo está en riesgo. Y esa amenaza fue la que se produjo en la modernidad. Así, sostiene Walter Benjamin que la modernidad nos ha hecho pobres en experiencia, que la explosión de acaecimientos, el shock de la continua y dislocada percepción en la metrópolis y la violencia interminable nos hace enmudecer. En las sociedades premodernas, el narrador transmitía de una generación a otra lo aprendido en el mundo a través de la experiencia propia directa. En la modernidad, nos dice, esta forma de relato desaparece y se convierte en literatura, que es una forma de discurso desacoplada de la realidad, habitante de una tierra de ficción y fingimiento. Nace pues la literatura cuando el relato de experiencia se fractura.

Max Weber también encuentra la modernidad en otra quiebra de la experiencia, la del desencantamiento del mundo que produjo la ciencia: allí donde había sabores, olores, tactos y emociones solo quedan longitudes de onda, sustancias químicas, energías mecánicas y neurotransmisores. La experiencia de ver salir el sol, mostró Galileo a los incrédulos escolásticos, no es más que el movimiento de nuestro suelo alrededor de su eje esférico. Nace la ciencia, pues, cuando la confianza en la experiencia desaparece pues la experimentación ya no es experiencia cotidiana.

No es sorprendente que estas paradojas hayan generado las ansiedades epistémicas de la modernidad. ¿Dónde está la verdad en la ciencia?, ¿dónde está la verdad en la literatura? Dejemos a un lado el transitado problema del realismo en la ciencia: las teorías y modelos científicos levantan mapas, topografías de las innumerables relaciones entre las propiedades que constituyen los múltiples niveles de constitución de la realidad. No es fácil saber qué es lo que hace verdadero un mapa y no vamos a decidirlo aquí.  Más difícil es tratar de la verdad en la literatura, pues, al modo de la paradoja de Epiménides, la literatura sólo diría la verdad cuando asevera lo falso y sería falsa cuando pretende la verdad. Mucha filosofía del lenguaje ha fatigado los desiertos de la referencia y el metalenguaje para resolver la paradoja. Estoy del lado de quienes defienden que la literatura no es una representación sino más bien algo así como una invitación. La literatura desvela - hace presente, visible- una parte de la existencia que no lo estaba. Puede que lo haga a través de la ruptura con el lenguaje ordinario, distanciándonos de las palabras. Puede que su estrategia sea narrativa, creando conflictos allí donde parecía haber paz. Tal vez la voz creadora nos interpele como un grito en la oscuridad para hacer que nuestras entrañas se estremezcan. De cualquier modo, la literatura llena de palabras un vacío existencial: el abismo de oscuridad que hace invisibles nuestras propias experiencias desarboladas por la transformación moderna del mundo. Entre la verdad poética y la verdad histórica de Aristóteles existe una verdad sutil que no puede ser descubierta sino a través de la invitación del autor. Los humanos somos como vampiros que no pueden penetrar en la experiencia ajena si no es a través de una invitación. Estamos siempre a la espera, "déjame entrar", nos decimos. Pero solamente ciertas personas generosas, que llamamos artistas, hacen esta contribución al mundo que es dejarnos penetrar en su secreto. Y allí, como Don Quijote en la cueva de Montesinos, descubrimos un mundo que es aún más real que el mundo desencantado por los nuevos malandrines.

No hay duda de que la obra de Cervantes esconde un misterio, una verdad sutil que acaso adivina o tal vez construye cada generación de lectores. En cada una de ellas Don Quijote revela algo nuevo y profundo sobre la condición de existencia. Así, a nosotros, a los que hemos nacido en esta “península metafísica”, no se nos oculta que sufrimos de una ansiedad idiosincrásica por nuestro lugar en una topografía ilusoria. Me refiero a una de las largas controversias que definen nuestra identidad fracturada: la de la aportación de la cultura ibérica a la cultura universal. De un lado, cierta Ilustración que repite “tenemos humanistas pero no científicos”, del otro, los unamunianos de “la modernidad del sur es una modernidad alternativa aún pendiente”. Tal vez nosotros, quienes hemos atravesado tiempos de modernización acelerada, que hemos vivido en dos generaciones el arrumbamiento de la vieja España; nosotros, que hemos crecido en la época de la promesa ilustrada que habría de salvarnos del destino irredento de seres condenados a perder todos los trenes de la historia (y no es por casualidad que los trenes hayan constituido los imaginarios del progreso de este país); que hemos vivido también la decepción y el desencanto, que quizá nos hayamos instalado en la indignación por los incumplimientos de aquella promesa; tal vez nosotros, …, estemos en mejor condición que ninguna otra generación para comprender a Cervantes. Tal vez ahora, como otrora Cervantes, podamos responder con claridad a la pregunta por nuestro lugar en el mundo, entre las armas y las letras, entre las ingenierías y las humanidades.

Cuatrocientos años no son nada. Apenas una etapa en que la humanidad ha podido experimentar sobre sí misma los claroscuros de las esperanzas y, a veces, las desastrosas consecuencias de las realidades de la modernidad. Hubo un tiempo entonces, cuando una tierra que había conquistado el espacio planetario, pero había perdido el rumbo de un tiempo ya orientado por la empresa que hoy llamamos capitalismo, se ensimismó en un sueño loco donde derrochó sus escasos bienes en aventuras militares por el mundo, en la construcción de iglesias y la donación de sus magros recursos a miles de conventos y lugares místicos para ganar una gloria en un cielo inmortal que ya había fenecido en un mundo sin color. Aunque abjuremos de los tintes heroicos con los que coloreó esta etapa la historiografía franquista no podremos, sin embargo, soslayar la perplejidad que aún nos sigue produciendo la modernidad hispana. ¿Cómo pudo ser que un país, cuya diplomacia e inteligencia, sus ejércitos, su construcción naval, sus ingenios hidráulicos, sus artes metalúrgicas, su botánica y su estudio de las nuevas lenguas demostraban fehacientemente una insólita capacidad racionalista para llevar a cabo la modernidad, se embarcase en tal empresa que en términos económicos no puede ser descrita sino como un extravagante y descomunal despilfarro de los pocos recursos del estado? Hay un cierto misterio en esa economía del dispendio que tanto ha sido estigmatizada por los historiadores. Don Quijote es la metáfora y el diagnóstico de esa empresa en los bordes de la modernidad. 

Cervantes se auto-diagnostica y nos diagnostica una forma de melancolía. Con razón se pregunta Fernando Rodríguez de la Flor si “será posible –o estaremos autorizados –, en definitiva, a hablar de un “estado de tristeza” secular de toda una nación –de una “enfermedad de España” (…)”. En las cavilaciones del manco derrotado, de su invención y del país que vivió, está la melancolía por la verdad sobre nuestra verdadera identidad.  La voluntad de verdad lleva a Don Quijote y a Cervantes a soñar o escribir un diario de derrotas que no es sino una alegoría de las capitulaciones del país en su conjunto. Cabría pensar, sin embargo, que en el desencantamiento que expresan don Alonso de Quijano y don Miguel de Cervantes hay una voluntad de verdad nueva, una verdad sutil que no fue captada por el inteligente diagnóstico de Max Weber sobre la modernidad. Es la voluntad de verdad de un sujeto nuevo que se sabe frágil, que se sabe contingente y dependiente de los otros. A veces serán engañosos malandrines, cierto, pero también a veces escuderos, curas y licenciados que, no menos locos que el viejo caballero, en un ejercicio de amistad y afectos sin reservas, saldrán a la estepa a acompañar y cuidar a este nuevo sujeto vulnerable. Un sujeto lleno de pliegues y oscuridades, ingenuo y sabio a la vez, fuerte en su flaqueza.

Un sujeto que, en su melancolía, nos dice por boca de Don Quijote: “Yo sé quién soy y sé que puedo ser” a quien tal vez un encantador le haya engañado para decirlo.  Un sujeto vulnerable con una nueva voluntad de saber. Pues saber el universo ya no es suficiente, se hace necesario inquirir la identidad propia en un nuevo esfuerzo de conocimiento que habrán de poner en dificultades Freud, Marx y Nietzsche siglos más tarde. Así, también a nosotros, nos cabría reivindicar esta incansable voluntad de verdad, de esa verdad sutil de la que el arte y las humanidades nos hacen conscientes como ninguna otra forma de actividad humana, a saber, de la distancia insalvable entre una realidad ficticia y una ficción verdadera.



2 comentarios:

  1. Qué buen artículo, profesor. ¿Usted tiene más trabajos sobre El Quijote como para consultar? Le escribo desde Chile, soy periodista y amo al Quijote. Estoy preparando un trabajo sobre su figura.Felicitaciones y enhorabuena!!!!!!

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  2. Profesor, traté de suscribirme a su blog, pero no sale cómo. Si me puede ayudar, por favor. Saludos!!!!!!!!!!!!!

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