domingo, 18 de septiembre de 2016

Las ínfimas menudencias




Todo es personal. Al principio y al final.

Dispositivos, mecanismos, normas, leyes, instituciones, partidos, movimientos, ..., la misma fábrica de la historia. Al final, el viejo Althusser, después de haber asesinado a su mujer en un rapto de su desorden mental, clama por ser reconocido como persona (El porvenir es largo). No acepta que le sea diagnosticada la locura porque no podrá defenderse ante la ley, mostrar al mundo su verdad, su yo. Al final de una dilatada obra dedicada a socavar el poder de la voluntad individual en la historia. Al final de una meditación sobre el yo como producción de las interpelaciones del poder, tras un ejercicio sistemático de meditación sobre el inmenso poder de la estructura, de la ideología y de la vacuidad de lo contingente y psicológico. Cuando los tiempos vienen difíciles, todo es personal. 


"Manifiestos, escritos, comentarios, discursos/ humaredas perdidas, neblinas espantadas/ qué dolor de papeles que ha de llevar el viento/ qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua/ Las palabras entonces no sirven, son palabras... " escribe Paco Ibáñez en Nocturno, su canción más desgarrada. Cuando palpita la rabia, tiembla despabilado el odio y arde la venganza, nos dice, las palabras no sirven. Al principio estaba la indignación, antes de los significados y los conceptos, antes de la palabra, cuando la historia era solamente grito. 

Antes y después, todo se vuelve personal. 

Cuando escucho, leo y estoy al borde de creer en las leyes de hierro de la historia, me aferro a la convicción de que todo es personal. "...Hasta las ínfimas/menudencias en que con fondo animal/ se difuminan Autoridad y Anarquía", aprendo en Las cenizas de Gramsci de Pasolini, en un poema donde contrasta un yo que vive en lucha entre la virtud y el pecado, hijo de los catolicismos y jesuitismos que nos habitan, y un yo que no quiere abandonar una "desesperada pasión por hallarme en el mundo".  Un yo despierto y vivo que sobrevive a las muchas muertes de su historia presente, entre ellas a las normas y reglas de las ideologías y el pecado. 

Se juzga la política según dicta la voz del sociólogo que enuncia su ley de hierro: el poder de la burocracia. Al final, las élites dominan los partidos e imponen su ciega voluntad de poder que ocurre como un río oculto por debajo de las palabras y propósitos personales, por debajo de aquella primera emoción que hizo del éste o aquél una persona que decidió adoptar un compromiso político.  Pero este juicio cientificista, cínico, al tiempo que nos distancia de la política nos evita las responsabilidades. Las propias y las ajenas. Este juicio del sociólogo, en su aparente distancia es en sí mismo un acto político. 

Escribe Machado en Juan de Mairena.

"Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. (...) reparad en que no hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel. Procurad, sin embargo, los que vais para políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan --que os la impongan-- vuestros enemigos o vuestros correligionarios;  y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara".
Al final hay que dar la cara. Las máscaras de rol, las que se pone uno por mor de la circunstancia, por el hecho de estar en, de participar, de agruparse o de tomar decisiones, son máscaras necesarias, imprescindibles para tener una modalidad de reconocimiento que está en la base que diferencia todo acto político y social, el que nos diferencia como sujetos colectivos y nos permite transformar la realidad en un sentido que no existiría sin la presión de muchos. Pero esas mismas máscaras no son sino ejercicios sin sentido, como puros movimientos de marioneta si no están habitadas por rostros personales. 

Cuando la política se fosiliza; cuando, como diría Rancière, se convierte en pura policía, gestión o mantenimiento, es porque las máscaras se han endurecido tanto que han asfixiado el rostro que hay debajo, han disuelto el compromiso y la responsabilidad y se han convertido en autónomas, como en La máscara  (Chuck Russell, 1994), película en la que el histriónico Jim Carrey se transmutaba en un ser maligno y todopoderoso al ponerse una extraña máscara. Son máscaras de poder que disuelven la autoridad, que al final, al principio y en medio, se sostienen sobre lazos de confianza en lo personal y en lo responsable de quienes ejercen los roles que hacen de la política un ejercicio de organización social. 

En Lawrence de Arabia (David Lean, 1962), el personaje que representa Peter O'Toole afirma que nada está escrito, que el destino lo escribe uno mismo, para, a continuación, adentrarse en el desierto y rescatar a uno de sus hombres contra todos los consejos de la prudencia. Ese ejercicio de voluntad contra todas las leyes de hierro de la historia hace del personaje real, el contradictorio Thomas Edward Lawrence, espía al servicio de Inglaterra y comprometido con la causa de una nación panárabe, una de las personalidades más fascinantes de la historia contemporánea, alguien a quien su aparente derrota por las fuerzas de la "policía", de los tratados ocultos de Inglaterra y Francia, que destruyeron Oriente Medio, no logra oscurecer su perspicacia. Sus depresiones ante la inevitabilidad de lo que sabía que estaba ocurriendo no son ínfimas menudencias, son signos de vida de quien no se resigna ante las leyes de hierro. 

Hay algo de heroico en las depresiones y desalientos de quienes sufren las leyes de hierro de las burocracias. En su sufrimiento psicológico es donde reside la esperanza de que la historia no se agota en las máscaras de poder, sino que sigue siendo patrimonio de los cuerpos que gritan por debajo de las máscaras. El tiempo y el espacio de los resignados, de los que se consuelan diciendo que así son las cosas, de quienes no sufrirán de melancolía, es el tiempo y el espacio del poder desnudo ayuno de toda autoridad. La depresión es en sí misma un acto político de divergencia, de rebelión del rostro ante la máscara. Es el último ejercicio de vida que late tras la fuerza de las leyes. Por eso las leyes no triunfan. Por eso las depresiones de hoy son las rebeliones de mañana. 

Pienso en la política, pero también en todos los actos sociales e instituciones, en todas las desmoralizaciones de las empresas en las que nos embarcamos, en la dialéctica entre la máscara social y el rostro personal donde se asienta nuestra lealtad con la vida. Pienso en la enseñanza, que es lo mío, donde no temo a la depresión porque la sé un componente necesario del no resignarse, del resentimiento y el no ceder ante las leyes de hierro de la burocracia. Pienso en las ínfimas menudencias que hacen de nuestros duelos los signos de resistencia ante la realidad, de nuestra diferencia con el cinismo de quienes parecen vencer, cuando no son más que ocasionales roles, papeles que ha de llevarse el viento, máscaras de la impotencia. 












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