Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 8 de enero de 2017
Políticas de (la) emergencia
Emergencia es una palabra inquietante en su polisemia. La Real Academia le asigna estas tres primeras entradas: 1) acción y efecto de emerger; 2) suceso, accidente que sobreviene; 3) situación de peligro o desastre que requiere una acción inmediata. Ningún otro término define mejor el núcleo de la filosofía política. La emergencia, nos dice Bonnie Honing, en Políticas de la emergencia, es la palabra que mejor representa el rostro del poder. De Carl Schmitt (un pensador ya centenario que se ha convertido en lugar de referencia de la filosofía de las últimas décadas) hemos aprendido que soberano es aquél que puede suspender la ley, el que puede declarar el estado de excepción donde todo es nuevo. La emergencia, entonces, define el espacio de acción del soberano. Cuando ya es soberano, usa la emergencia como legitimación para dejar en suspenso la ley que anteriormente le sostenía y estaba obligado a respetar. Cuando la soberanía entra en crisis irreversible, la emergencia es lo que describe lo que ocurre cuando surge un nuevo poder y una nueva ley.
En estados de emergencia, se suspenden derechos o se crean derechos. La palabra sirve para referirse a los dos procesos. No es pues extraño que tengamos la sensación de vivir en un estado de emergencia. Por un lado, desde que el capitalismo ha mutado en un imperio global, nos despertamos cada mañana enterándonos de que en algún momento, en algún lugar, se ha suspendido algún derecho. Puede que se acuda al terrorismo, a la alarma social del alboroto en las calles o a la necesidad económica de recortar gastos: derechos fundamentales o derechos derivados de nuevas conquistas son suspendidos y entramos en estado de emergencia.
Josep Fontana, en su libro sobre la historia del mundo desde 1945, relata cómo ya había comenzado el estado de emergencia al (no) declararse la llamada Guerra Fría. Del lado occidental, se inventó la "amenaza soviética" y una hipotética invasión rusa por las planicies de Europa; del lado ruso, el siempre aterrorizado Stalin, acudió a otra hipotética invasión para justificar su abandono del comunismo como idea planetaria y convertirlo en un término vacío que aplicaba a su estado y a los estados títere de los que se rodeó contra la supuesta agresión. La historia posterior ya la conocemos. A la caída del Muro de Berlín sucedió una cadena de nuevos estados de emergencia: el terrorismo y otros males inminentes justificaron la suspensión progresiva de lo que había sido la construcción legitimadora contra la amenaza comunista: el estado del bienestar.
Pero también emergencia ha sido el término que describe todo lo mejor que le ha ocurrido al mundo. Los procesos de descolonización y los derechos de los pueblos, la conciencia de los derechos de las nuevas generaciones y de la preservación de recursos, los derechos de la mujer y de quienes no quieren vivir su vida afectiva bajo las normas estereotípicas, los derechos de los animales, los derechos a una vida sin comidas rápidas, sin agobiantes modas de consumo anuales, sin enseñanzas regladas por el mercado, los derechos de tener una vivienda y un trabajo dignos, los derechos a una vida sin estado de emergencia. Todos estos derechos que hemos descubierto no por una instantánea revolución que hubiese ocurrido en ciertos días milagroso, sino por el largo camino revolucionario de décadas de tantos movimientos tan diversos, explican la emergencia del sueño de que otro mundo es posible.
Generaciones enteras, desde las revoluciones francesa y rusa, han soñado o temido la revolución como un milagro (o catástrofe, según) que cambiaría el mundo en unos pocos días o meses. Nada más peligroso que este sueño que no es sino una (mala) política de emergencia. Vidas enteras se han sacrificado y han sacrificado sus sueños por un día que nunca llegó. Sin saber que la revolución eran ellas, ellos, que la estaban haciendo posible con su nueva forma de resistir y vivir, que era su valentía la que estaba cambiando las cosas, y que sus ensamblamientos, sus asambleas eran ya la emergencia de nuevos derechos y nuevas alianzas.
Explica Bonnie Honig (otra de mis santas, con Judith Butler, Rossi Braidotti, Gloria Anzaldúa, Simone Weil, Hanna Arendt y tantas otras) que la política basada en la necesidad ha pensado siempre en la revolución como un acto de comienzo sin pensar nunca en el día siguiente. Pero lo que realmente importa no es el comienzo, los hechos que asombran al mundo, sino lo que pasa después: cómo se vive en, cómo se sobrevive a, la revolución. Si pensamos en tiempos históricos, largos, profundos, no es la necesidad sino la contingencia la que reina sobre la tierra.
Primero, nos dice, porque no hay nada permanente ni necesario. Las viejas políticas creen que las conquistas son duraderas porque estén en la ley: la democracia, los derechos establecidos. No hay nada más penoso que la mentalidad sindical aludiendo como argumento a los derechos consolidados. No hay derechos consolidados. En el estado de emergencia en que vivimos continuamente los derechos no se consolidan sino que sobreviven por la lucha continua por ellos. "Si tuviera un martillo..." cantaba Peter Seeger en los tiempos negros del macarthysmo. Esta es la política real de sobrevivencia de los derechos: llamar a rebato porque la democracia está continuamente en peligro, porque necesitamos defenderla cada mañana de las políticas de emergencia.
Segundo, más importante, las viejas políticas creyentes en la necesidad de la historia creen que las conquistas de derechos son conquistas acumulativas, que van definiendo una sociedad homogénea que progresa. Nada más falso. Cada derecho emergente transforma los otros y redefine los grupos y estructuras sociales, hace que se conmuevan los derechos adquiridos y emergen entonces nuevas relaciones, nuevas alianzas improbables. El feminismo nos ha cambiado a todos, pero ha creado tensiones básicas en los viejos movimientos y partidos, en todos los niveles de la sociedad. Lo mismo podríamos ir relatando de los otros derechos emergentes. La vieja política sueña en confluencias, cuando los nuevos movimientos por nuevos derechos vienen a traer la controversia y la polémica, no la paz. Son interpelaciones para la transformación de todos. Bonnie Honnig pone un ejemplo luminoso: el movimiento lento. Suena como un chiste, dice, pero todos los movimientos por nuevos derechos al principio se reciben con una carcajada. Así fue el sufragismo, los derechos de los negros, de los gays, de los pueblos oprimidos. El movimiento por la comida lenta, afirma, también es así. Parece una tontería de niñas ricas. Pero es una llamada a la reestructuración mundial de la producción agrícola, de la distribución y del consumo mecánicos. Es, probablemente, uno de los movimientos anticapitalistas más profundos y largos de mirada de la actualidad. Que crea alianzas improbables: las niñas pijas y los campesinos de Honduras o de la Sierra salmantina.
Políticas de la emergencia (de lo nuevo) frente a políticas de la emergencia (de lo viejo). Este es el antagonismo central de nuestro mundo. El teólogo judío Franz Rosenzweig sostenía que cada vez que una persona piensa está cambiando el mundo. Que los milagros, decía, no son la suspensión de las leyes por parte de Yahvé. No es la magia lo que produce los milagros, sino la voluntad en la historia, la capacidad humana para profetizar los cambios y producirlos. Pensar la vida como un milagro continuo que se asienta en nuestras capacidades de resistencia a las emergencias y nuestra voluntad de sobre-vivir.
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