¿Qué valor tienen para la filosofía las obras de arte, y en
particular los relatos?, ¿qué valor tienen, en general para nuestras vidas?, ¿qué
diferencia hay entre la filosofía y la literatura? Estas preguntas nos las
hacemos muchas veces quienes nos dedicamos a la filosofía. Y a veces producen
obras notables, como la que no hace mucho ha presentado Philip Kitcher: Muertes
en Venecia (Cátedra, 2015). Es una meditación sobre La
muerte en Venecia, la novella que Thomas Mann escribió en 1912 y que ha tenido
una considerable influencia: una ópera de Benjamin Britten y una película
dirigida por Luchino Visconti en 1971 e innumerables lecturas críticas. Lo
interesante de la obra de Kitcher es que la presenta cono una obra de contenido
filosófico y la trata como tal, como una forma de pensamiento. El libro ha
merecido un simposio en la revista Teorema al que contribuyen siete
filósofos, a los que responde Kitcher.
En conjunto, tenemos ahí delante una ocasión que incita a continuar la
discusión, como haré yo brevísimamente.
Sostiene Kitcher que la novella de Mann es filosófica por
cuanto nos enfrenta a la vieja pregunta de ¿cómo debemos vivir?, ¿qué hace una
vida valiosa? La historia de Aschenbach, es el ejemplo que Mann nos propondría para
responder a esta pregunta: un escritor de éxito, educador de su tiempo, siente
en un cierto momento que debe emprender un viaje, en buena parte interior,
sobre su propia obra y vida. Acaba en Venecia donde se extasía ante la belleza
de un adolescente polaco, Tadzio, por quien siente una atracción morbosa y a
quien sigue y persigue por una Venecia bajo la epidemia del cólera, que las
autoridades ocultan para no asustar a los turistas. Aschenbach irá descubriendo
en su callejeo veneciano las corrupciones que le rodean: la del cólera que
avanza creciente, la de las autoridades que lo ocultan y que han impuesto una
ley del silencio, y la propia: había comenzado admirando la belleza del niño y
ha terminado confesándose que le ama y que está por ello dispuesto a rebajarse
y degradarse en su comportamiento y presentación.
Kitcher, guiado por la hipótesis de que la obra trata de
responder a las preguntas anteriores, se embarca en la tarea de leer el libro
como una respuesta de Mann en la historia de Aschenbach. Según Kitcher, Mann
querría decirnos que, a pesar de su caída final, el viejo escritor ha llevado
una vida notable, disciplinada y reflexiva. Sin ser una obra con moraleja, sin
embargo, nos presentaría una vida compleja que es valiosa en sí misma por
cuanto ha sido llevada reflexivamente. Sería un ejemplo de un casi diálogo
platónico que sustituye el pensamiento abstracto por el ejemplo concreto. Así,
Kitcher concluye exaltando el valor de la obra de arte como educación:
"Al final, cuando meditamos sobre la pregunta «¿He hecho suficiente?», cada uno de nosotros se enfrenta, en una escala menor, al desafío que ha protagonizado este capítulo: cómo encontrar un complejo sintético reflexivamente estable. Podemos ansiar una respuesta satisfactoria, un criterio que los filósofos o una sabiduría sobrenatural ofrezcan en un lenguaje preciso. Las indicaciones de la filosofía abstracta pueden efectivamente orientar nuestros ojos, oídos y mentes, pero, al final, podemos encontrar respuestas con y por las que vivir no a través de ninguna sutileza en el análisis, sino escuchando y leyendo, atenta y repetidamente, sintética y filosóficamente, las obras de los grandes artistas, de genios como Benjamin Britten, Gustav Mahler y Thomas Mann." (Kitcher, Philip. Muertes en Venecia (Teorema. Serie Mayor) (Spanish Edition) (Posición en Kindle6180-6183). Ediciones Cátedra. Edición de Kindle.)
A pesar de que valoro mucho la obra de Kitcher, no estoy
seguro de su lectura. Quizá toda obra de literatura y arte nos haga hacernos
esas preguntas, pero sospecho que lo hace de manera más indirecta y, quizás por
ello, mucho más interesante. Kitcher busca evidencias en la obra que apoyen su
opinión de que Mann trataba de salvar al final el conjunto de la vida del
personaje, que su carácter es suficientemente reflexivo como para haberse dado
cuenta de sus errores, y que ello le lleva a la muerte. Puede ser, Kitcher
desenvuelve un paquete de argumentos que tendrían que resultar convincentes,
aunque en mi caso no lo logran.
No sé si Mann quiso presentarnos su visión sobre el valor de
la vida de las personas, influido como estaba por Schopenhauer y Nietzsche. Más
bien creo que quiso indagar en un personaje que tiene más de simbólico que de
real. Hay muchas razones para pensar que Aschenbach resume muchos personajes:
en primer lugar, y creo que es el más importante, Goethe, a quien dedicó varios
estudios Mann como ejemplo (en todos los significados de ejemplo) de escritor
de la burguesía, con todos sus claroscuros. Mahler, desde luego, como se ha
notado reiteradamente, hasta el punto de que Visconti lo convierte en el
personaje de su película. El propio Mann, que comenzaba la madurez de su
carrera literaria y tenía razones para preguntarse sobre ella y sobre su propio
yo (la historia de Tadzio parece haber sido en parte autobiográfica). La obra
es, pienso, una obra que pone en cuestión la misma idea de que el
arte y el pensamiento sean los educadores de la humanidad. Aschenbach está en
lugar del mito romántico alemán de la educación estética de la humanidad. Mann
lo pone a prueba enfrentando la meditación abstracta sobre su obra y vida con
la concreta experiencia en la que sumerge a su personaje.
Como ocurre en la gran literatura, Mann elige datos que cree
sustanciales, pero no juzga. Todo discurre en la zona gris. La tragedia de la
obra no es la de Aschenbach, sino la del escritor que se pregunta por la vida
de Aschenbach y la de nosotros, los lectores, que nos sentimos obligados a
preguntarnos por Aschenbach y, con ello, a pensar por qué hemos dado esa
respuesta que tal vez hayamos dado a lo largo de la lectura. Si, como creo,
Mann está poniendo a prueba el proyecto burgués de una educación estética,
mediante la aspiración a la armonía entre vida y obra, entre la obra del autor
y el sentimiento del pueblo, entre la razón y la sensualidad, y la capacidad
que esta armonía habría de dar para enfrentarse a las muchas corrupciones con
la que se encuentra uno en la historia, Aschenbach representa un personaje que
no puede aislarse del momento histórico, y que su relectura ahora lo es también
sobre nuestro momento histórico.
Nos sentimos obligados a juzgar a Aschenbach, pero sobre
todo nos sentimos obligados a juzgar nuestro juicio sobre Aschenbach. Cada
generación lo hace. Kitcher lo hace al identificarse con el artista romántico
que representa, y a ser indulgente con él habida cuenta de su trayectoria y de
su carácter complejo, reflexivo, autocrítico. No puedo evitar leer a Kitcher en
Aschenbach, en su intento de salvar no tanto su vida sino su proyecto de
intelectual educador de sí mismo y de la humanidad. Mann, creo, hace la pregunta,
pero no responde. Nos deja a nosotros la tarea. Sabía bien que estaba hablando
de su generación y de todo un proyecto de la nación alemana. Sabía, y su
hermano Heinrich así lo entendió, que su relato hacía una pregunta de profundo
contenido político sobre el sueño de un estado educado por la estética en los
ideales de armonía.
En la discusión de la revista Teorema, hay dos respuestas
con las que me identifico. Me parecen mucho más acertadas que el resto. Tengo
que decir que son mis amigos, pero no me nubla el juicio el afecto. Josep Corbí
afirma que Aschenbach es un muerto en vida. Que se puede estar muerto aún
cuando se camine por la tierra cuando el relato que uno haga de sí mismo sea el
de un yo imaginario, el de un yo que no nace de la fuerza interna sino de los
ideales externos. Acierta Corbí, creo, en una lectura nietzscheana del
personaje, como posiblemente estaba en la intención de Mann al crearlo, lo que
no sabemos y posiblemente sea menos interesante. Aschenbach, como un detective,
indaga en lo que ocurre en Venecia y en lo que le está ocurriendo a él. Tiene
inteligencia y cierta lucidez para encontrarse ante lo que no sabía: que
Venecia está corrompida y que él está muerto. Una generación, la mía, leyó este
descubrimiento como una reivindicación de la sensualidad (Tadzio, Venecia, la morbideza
mahleriana,…). No soy quien para juzgar este juicio también indulgente. El
Aschenbach que leo es el que adivina que, en primer lugar, toda su
reflexión sobre la belleza, la armonía del cuerpo y alma, la idealidad de Tadzio,
se resume en que está enamorado. Ningún juicio moral negativo, ni siquiera
estético, ni aún psicológico merecería este descubrimiento. Aschenbach, sin
embargo, se descubre a sí mismo como alguien que prefiere ocultar a la familia
polaca el gravísimo riesgo que están corriendo en Venecia por gozar aún unos
días de la vista, y tal vez de la aproximación a su amado.
Aschenbach se ha descubierto a sí mismo como cómplice de la
corrupción que apesta Venecia y no parece importarle, o no lo hace
suficientemente como para cambiar de actitud. Es muy interesante leer el
estudio que hace Mann sobre Goethe, a quien admiraba como escritor, sobre su
distancia y apoliticismo, antipoliticismo de hecho, sostiene; sobre su elitismo
burgués y pesimismo sobre lo humano. No me cabe duda de que había pensado en él
cuando escribía sobre Aschenbach. La armonía del alma, la disciplina de la vida
y la formación del carácter, el cumplimiento de su destino como escritor, es
confrontado con su capacidad para leer las exigencias del momento. Y se revela
ante él como un descubrimiento terrible: ya estaba muerto.
Otro de los comentaristas del simposio, Jesús Vega, se
pregunta si se puede enseñar filosofía mostrando, como estaría haciendo Mann, y
qué significaría este enseñar mostrando más que elaborando argumentos
complejos. Frente a Kitcher, duda de que haya obras de arte filosóficas por sí
mismas, otra cosa es que pueda pensarse en cómo hacer filosofía con las obras
literarias, actuando como críticos. Estoy completamente de acuerdo. La obra de
Mann no es una obra filosófica. Es una pregunta que respondemos en cada momento
como personas, como críticos, como filósofos o filósofas, y es entonces cuando
comenzamos la filosofía.
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