domingo, 30 de abril de 2017

Sin noticias del frente cultural



No es difícil encontrar estos días proclamas y aseveraciones contra los antagonismos meramente culturales y a favor de una vuelta a clase, quiero decir, de una vuelta al pensamiento y las políticas de clase. Yo mismo he colgado en FaceBook estos días una cita de Terry Eagleton en esta dirección:
"La diversidad y la marginalidad han dado frutos valiosos. Pero también han servido para desplazar la atención de cuestiones más materiales. De hecho, en algunos ámbitos la cultura se ha convertido en una forma de no hablar sobre el capitalismo. La sociedad capitalista relega a sectores enteros de su ciudadanía al vertedero, pero muestra una delicadeza exquisita para no ofender sus convicciones. En lo cultural, se nos debe tratar a todos con el mismo respeto, pero, en lo económico, la distancia entre los clientes de los bancos de alimentos y los clientes de los bancos de inversión no deja de crecer. El culto a la inclusión contribuye a ocultar esas diferencias materiales. Se reverencia el derecho a vestirse, a rezar o a hacer el amor como se quiera, mientras que se niega el derecho a un salario decente. La cultura no reconoce jerarquías pero el sistema educativo está plagado de ellas. Hablar con acento de Yorkshire no es un obstáculo para ser locutor televisivo, pero ser trotskista, sí. La ley prohíbe insultar a las minorías étnicas en público, pero no insultar a los pobres. Cualquier adulto es libre de acostarse con cualquier otro con quien no tenga lazos de sangre, pero no es tan libre de oponerse al Estado. Los experimentos sexuales son vistos con indulgencia por los liberales metropolitanos, mientras que los huelguistas son tratados con recelo. Hay que aplaudir la diferencia, pero no el conflicto abierto. Nadie debería arrogarse el derecho de decir a los demás qué deben hacer, una actitud que a los evasores de impuestos le resulta muy conveniente."Eagleton, Terry (2017). Cultura: Una fuerza peligrosa (Spanish Edition) (Posición en Kindle454-465). Penguin Random House Grupo Editorial España. Edición de Kindle.

Eagleton tiene razón cuando afirma que "en algunos ámbitos la cultura se ha convertido en una forma de no hablar sobre el capitalismo", pero no tiene toda la razón. También se podría decir con razón que "en algunos ámbitos, el pensamiento de clase se ha convertido en una forma de no hablar de la cultura". En la entrada de la semana pasada me quejaba de la actitud denigratoria ante la cultura popular, o su simétrica idealización, desde ciertos medios biempensantes, y, desde luego, desde  las prácticas cotidianas de la distinción pequeñoburguesa. Siento (y digo "siento" no por emplear un anglicismo, sino porque me afecta) que muchas de las "vueltas a clase" implican de facto un abandono del antagonismo cultural.

El marxismo tradicional, --y muchas de las nuevas políticas no son sino versiones de las tradicionales políticas de esta línea-- siempre dejó a un lado la cultura, considerando que no era sino una proyección (una determinación en última instancia) de las relaciones de producción. La cultura era cosa de intelectuales y artistas cuyo papel no pasa de ser "compañeros de viaje" o teloneros para los mítines (así consideraban los bolcheviques a Mayakowsky durante los tiempos prerrevolucionarios, luego fue prescindible, como nos cuenta la hermosa reconstrucción de su vida de Juan Bonilla, Prohibido entrar sin pantalones). La cultura queda bien, pero la lucha "lucha" es y será siempre política y económica: huelga de masas, partido y sindicato.

Me apena que Eagleton, cuyos trabajos tengo en el mayor de los aprecios, en su continua controversia contra lo que considera "posmodernismo", haya escrito un libro que guarda dentro una contradicción difícil de esconder: por un lado, considera la cultura una "fuerza poderosa", por otro lado, deja en el camino las luchas culturales (lo que él llama "diversidad" y "marginalidad") por haber sido ya absorbidas por el capitalismo y su lenguaje políticamente correcto. Eagleton se deja llevar aquí de su esquema marxista más que de su herencia y débito a Raymond Williams o Richard Hoggart, quienes nunca entendieron que las luchas políticas y económicas estuviesen separadas de las culturales.

Me parece que esta "vuelta a clase", cuando se plantea en estos términos cipoteros (perdón por usar otra vez el calificativo), se equivoca por muchas razones, de las que voy a comentar dos. La primera es de orden histórico: el capitalismo realmente existente es ya un capitalismo cultural. Por supuesto que es depredatorio; por supuesto que es imperialista en su forma actual de globalización; por supuesto que es una máquina de producir desigualdad. Pero todo ello lo hace porque se ha instalado en la cultura como la fuerza productiva y reproductiva más importante. La forma industrial queda relegada, cada vez, más a la fuerza semiesclava de los países menos avanzados económicamente o, progresivamente, a la creciente robotización de la producción. Son las fuerzas culturales las que sostienen de modo creciente el sistema: el control de la investigación e innovación tecnológicas; el control (casi monopolio) de los medios de comunicación; el control (casi absoluto) de la representación y de los modelos culturales. A muchos de los defensores de las "nuevas" políticas de clase se les escapa que muchas de las formas más efectivas de resistencia al capitalismo se están produciendo en lo que Eagleton consideraría marginalidades: en las formas no tradicionales de vida; en las organizaciones de procomún; en las nuevas alianzas improbables ente los campesinos del tercer mundo y los movimientos culturales radicales del primero; en las articulaciones de las luchas contra el patriarcalismo.

Aceptar la lógica de la vuelta a clase tradicional termina rindiéndose a las lógicas de los Trump y Le Pen: prometer al pueblo propio pequeñas ilusiones para instaurar en la realidad nuevas vueltas de tuerca en la explotación mundial y en la división internacional del trabajo. Es la cultura de lo diverso, el antagonismo de los modelos de lo humano, por el contrario, una de las pocas fuerzas que se enfrenta a esta creciente barbarie. Si es cierto que los trabajadores se sienten desencantados de las formas políticas y sindicales de la vieja izquierda, no lo es menos que también se han descolgado de las formas de nueva izquierda los grupos y movimientos alternativos que en ciertos momentos le dieron alas a esta nueva izquierda. Todavía, en España, muchos siguen citando al 15M como la Iglesia Católica cita a los primeros cristianos, sin saber, o quizás sabiendo, que quienes estuvieron en aquellos foros y anfiteatros no volverían bajo estas nuevas banderas.

Y la segunda razón tiene que ver con este hilo del abandono de la gente alternativa. Es una razón directamente política: las políticas no cualificadas basadas en el "pensamiento de clase" puede que estén sirviendo de un modo efectivo al nuevo capitalismo cultural posindustrial. Al considerar que la clase es la "clase obrera", al despreciar todas las subalternidades y explotaciones que rigen la sociedad contemporánea, están de hecho aceptando la división social del trabajo y enviando a las clases subalternas al espacio económico y excluyéndolas de la cultura. La clase obrera, desde el marxismo y el sindicalismo tradicionales, se define por su posición en las relaciones económicas de producción, no por su posición como una propuesta alternativa al modo burgués de existencia. De ahí que todas las propuestas de vida alternativa, de transformación cotidiana sean vistas, con perdón, como "mariconadas" pequeñoburguesas y no como propuestas eficientes anticapitalistas. Pero en el modo de capitalismo cultural, con una eliminación cada vez mayor de las formas industriales de producción que hemos conocido, el modelo del "empresario de sí mismo" ha sustituido ya a las formas de explotación tradicionales. Una empresa es ya una empresa cultural donde las relaciones de jerarquía se han sustituido por "proyectos" de equipos competitivos, cada vez más alejados de las escenarios de las cadenas de montaje y trenes de laminado. Se dirá, con razón, que esas cadenas se han trasladado ahora a las maquilas de los otros lados de la frontera: pero eso se hace posible precisamente por la derrota de las culturas alternativas. Una simple subida en los precios del transporte, haciendo que el consumo de los combustibles pagase un precio por la sostenibilidad, haría poco rentable la deslocalización. Pero esa lucha es una lucha cultural por hacer visible la no sostenibilidad de esta civilización.

Los movimientos más radicales del siglo pasado (feminismos de segunda y tercera ola, tercermundismos de identidades culturales, ecologismos de vida alternativa, autonomismos consejistas de superación de las formas partido-sindicato) entendieron que la resistencia no puede separar lo cultural de lo económico y político. Cuando Herbert Marcuse y Guy Debord, cada uno a su modo, plantearon la cuestión de la superación de la división del trabajo, cuando propusieron la vida cotidiana y su transformación como el escenario real de la lucha de clases, estaban anticipando este nuevo escenario. Nunca vieron el fin del trabajo como un horizonte de terror sino como una posibilidad de transformación del mundo (es tan sorprendente como inquietante que haya aún propuestas de "trabajo para todos" como alternativa a la renta básica, cuando ésta es posiblemente una de las grandes propuestas que enlaza con aquellas proféticas concepciones del antagonismo). Guy Debord pensaba que las formas revolucionarias eran parte de una misma trama: los consejos obreros y los movimientos artísticos contra la separación de la esfera del arte y de la vida eran caras jánicas de la revolución, de la única revolución realmente existente: la que transforma la vida cotidiana. Quizás sea cierto que ya no sean posibles los movimientos de autonomía y los movimientos campesinos del tercer mundo, o que no lo sean bajo aquellas formas, cuya opción, tantas veces, por la lucha armada causó la mayor derrota de la historia de la posibilidad de un mundo alternativo que recorrió el mundo en los años sesenta del pasado siglo y que todavía espera su memoria histórica. Aquellos movimientos se embarcaron, ciertamente, en una locura de violencia, pero aquellas formas no confundían la cultura con el espectáculo ni el antagonismo con los eslóganes "de clase". Eran la clase.










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