Reflexiones en las fronteras de la cultura y la ciencia, la filosofía y la literatura, la melancolía y la esperanza
domingo, 28 de enero de 2018
Esperanza vs. felicidad
He llegado a la obra de William Davies La industria de la felicidad de forma indirecta, sin haber leído las múltiples reseñas que recibió en la prensa cuando se tradujo al español hace más de un año. Fue a través de su trabajo conjunto con la socióloga de la ignorancia estratégica, Linsey McGoey, con la que escribió un artículo sobre la relación entre el neoliberalismo y la ignorancia, del que hablé en la entrada de la semana pasada. En esta obra, Davies, también sociólogo de la economía, relata las relaciones entre la psicología y la economía liberal, sobre cómo el utilitarismo de Bentham, el conductismo de Watson y las nuevas modalidades de la gestión de las emociones (mindfulnes, reiki, coaching...) se tejen con la historia de la econometría desde Jevons a las nuevas formas de capitalismo emocional.
Hay dos hilos conductores en el libro. El primero es la confluencia entre el mito cientificista que ha mantenido mucha psicología acerca de la desconfianza radical del lenguaje sobre nosotros mismos y la microeconomía. El desprecio a los conceptos mentales diarios para dar cuenta de nuestro estado mental --que ha conducido a generaciones de psicólogos y neurocientíficos a buscar "medidas" objetivas independientes de lo que cada uno piensa de sí-- converge con la idea de que los mercados son computadores que informan del estado general de las preferencias (y felicidad) de la población y al tiempo máquinas de ajuste casi perfectas del mejor grado posible de distribución de la felicidad. La idea de que el mercado habla mejor que las personas sobre sí mismas, porque sus elecciones de oferta y demanda revelan sus verdaderas preferencias, que está en la base de la microeconomía clásica, unida al uso de un aparato conductista, que también está en la base de múltiples indicadores contemporáneos, explican conjuntamente por qué la economía ha invadido áreas sociales nuevas, desde la gestión de la educación y la salud hasta la propia psicología (picoeconomía, teorías del cerebro como espacios de competencia entre redes neuronales, etc.) o la vida afectiva cotidiana (Gary Becker).
El segundo hilo es la historia del uso aplicado de la psicología en la creación de instrumentos para "perfeccionar" el mercado como productor de felicidad. La misma psicología fue descubriendo que el "homo economicus" era un computador poco fiable en lo que respecta a la maximización de la utilidad (como indicador de la búsqueda de la felicidad), que estaba lleno de agujeros en su racionalidad, de "mecanismos" psicológicos, y que era básicamente un ser conducido por las emociones, por lo que se desarrolló toda una industria para usar estos mecanismos a favor del mercado y de la gestión empresarial. Davies se centra, en este nuevo hilo, en dos historias: la de la publicidad como psicología aplicada a la producción de deseos, y la reciente industria mundial de los gurús predicadores de felicidad y promotores de cursillos, técnicas y métodos de organización empresarial dedicados a usar la búsqueda de la felicidad como motor de productividad en la empresa y, en general, en los planes de vida.
Aunque Davies no lo hace explícito en esta obra, su relato va dejando entrever la diferencia entre el optimismo de la econometría liberal de las primeras generaciones, que creía en el perfecto ajuste entre el mercado y los productores y consumidores como agentes perfectamente racionales, y el neoliberalismo de las generaciones actuales, quienes ya saben que ni los agentes son perfectamente racionales ni hay mercados perfectos, por lo que hay que construir "andamios" políticos, psicológicos y técnicos para crear ajustes que conduzcan a una mayor producción de ganancias. Toda la ingeniería contemporánea del "sea usted feliz", "encuentre en sí mismo los recursos", "tú puedes",... es parte de este inmenso aparato externo que sostiene al capitalismo contemporáneo.
No es difícil descubrir cómo la publicidad usa los mecanismos emocionales para generar deseos. El genial anuncio de la ONCE de hace unos años, que usaba dos lemas "voy a ser yo" y "no me llames iluso porque tenga una ilusión" para vender un producto de lotería, se basaba en el sesgo llamado "wishful thinking" que transforma las probabilidades subjetivas de lograr algo cuando ese algo se desea mucho. Hay innumerables ejemplos de este empleo de nuestra particular forma de racionalidad emocional para alimentar los motores del mercado. Últimamente estoy reflexionando mucho sobre lo que llamo "polarización estratégica", que no es sino el uso sistemático y manufacturado del sesgo de polarización de grupos para producir adición a las redes y mantener la inmensa industria de las redes sociales y los medios de comunicación.
La polarización de grupos es un mecanismo bastante bien conocido desde los años setenta: personas que habían entrado en una discusión con sus propias ideas matizadas, cuando descubren que se dividen en dos grupos de opiniones, radicalizan sus posiciones para adecuarse al grupo en un grado que nunca harían reflexionando personalmente. El mecanismo articula dos sesgos: el sesgo de confirmación, por el que la evidencia a favor de una opinión se hace más visible y adquiere mayor peso que la contraria, y el sesgo de socialidad, por el que las personas harán cosas que no estaban dispuestas a hacer sólo para ser reconocidas por un grupo del que se sienten miembros o quieren llegar a serlo. No sólo las redes sociales como Twitter o Facebook viven crecientemente de este mecanismo, sino que la estrategia se ha extendido a todos los medios de comunicación y de ahí a la gestión interna de los partidos políticos, que usan sus aparatos de "redes" para producir estratégicamente polarización a favor de los proyectos de las direcciones correspondientes.
Al final, todo esto constituye la industria de la felicidad, como la denomina Davies. Y aquí es donde nace el principal problema filosófico. Se construye la civilización contemporánea sobre políticas de la felicidad, que no son sino vanos intentos de evitar el sufrimiento mediante la gestión individual e individualista del deseo. Supone un cambio radical en la historia de la humanidad y, posiblemente, un cambio catastrófico porque lo que produce son ciclos de realimentación de las mismas causas que generan el sufrimiento. El uso del orientalismo, de las muchas formas de estoicismo y tantas filosofías de la felicidad confluyen siempre en la misma conclusión: "si no puedes cambiar el mundo que te produce sufrimiento, trata de cambiarte a ti mismo", las llamadas al entusiasmo, que critica Remedios Zafra en su reciente libro El entusiasmo, son paliativos que reproducen las condiciones que causan el estrés, las depresiones, los desánimos, las anomias y los síndromes de cansancio que nos invaden.
Frente a estas políticas de la felicidad como escape individual del sufrimiento deberíamos estar poniendo en marcha políticas de la esperanza, modos de elaborar juntos proyectos de vida y futuro cuya base sea precisamente la colaboración en esa construcción conjunta. La esperanza es una actitud emocional que está producida por la confianza básica en el mundo: saber que si algo o alguien me daña también habrá alguien que acudirá en mi ayuda y me cuidará. La confianza básica en el mundo es el lazo más sólido que ha sostenido a las comunidades humanas desde el comienzo de la historia. La esperanza, como emoción social básica, que nace de la trama social que nos articula como personas, es lo que se pone en peligro cuando todo conspira hacia una sociedad de la competencia, de la búsqueda individual de la felicidad, de las soluciones internas que se basan en la ignorancia de cómo cambiar las circunstancias que producen el sufrimiento.
Las lógicas del individualismo y de la competencia, desgraciadamente, han invadido también a los partidos y movimientos que tendrían que promover políticas de esperanza cuando lo que hacen es simplemente montar escaleras para el ascenso individual. En el tercer tomo de su inmenso El Principio Esperanza el viejo marxista Ernst Bloch preguntaba al lector cómo podía explicarse que los militantes comunistas fuesen al cadalso impávidos, que hubiesen aguantado largas torturas sin denunciar a sus camaradas, y todo ello sin creer en una vida tras la muerte. La respuesta, decía, está en la confianza básica sobre las que se sostenía su esperanza. Las lógicas de la indignación sobre las que tantas veces se apoyan los partidos no son sino vanas subordinaciones a los mecanismos de la polarización, sumisiones a la lógica del mercado. Ser anticapitalista hoy no puede ser otra cosa que construir la esperanza que nace de los lazos sociales y la confianza en los de al lado allí donde no hay otra cosa que carreras por la felicidad.
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