domingo, 11 de marzo de 2018

La enfermedad infantil de la cultura científica




Las sondas espaciales Pioner 10 y Pioner 11, lanzadas en 1972 y 73, llevaban adheridas a su exterior sendas placas con representaciones que, según Carl Sagan, el autor y promotor de la idea ante la NASA, permitirían a una civilización técnicamente avanzada localizar el origen de la nave y hacerse una idea de la cultura que la produjo y de su nivel de conocimientos. En 1977 la sonda Voyager contenía un disco de oro en el que junto a representaciones visuales similares habían grabado sonidos e imágenes de la Tierra y los humanos. No sabemos lo que aprenderán los extraterrestres cuando encuentren esas placas, pero no hay ninguna duda de que son un maravilloso documento cultural para interpretar, como si nosotros fuésemos los aliens, la civilización de 1972 que produjo este objeto.

Al igual que los selfies en los que las personas se autofotografían en lo que creen que es su mejor imagen, localizándose en los escenarios más variados, las placas contienen abundantes metadatos con información que seguramente ni la persona que tomó el selfie ni Carl Sagan querrían que supiésemos. Pues el lenguaje (o la imagen) no solamente portan un contenido representacional sino también una enorme cantidad de información sobre el emisor. El análisis cultural es el arte de descifrar esa información metarrepresentacional encapsulada en las palabras e imágenes de otro.

Podríamos estar un día entero analizando estas placas, pero la observación más rápida que nos sugieren a nosotros, los aliens de 2018, sobre los seres que las dibujaron es la paradoja de una cultura técnicamente muy sofisticada y, sin embargo, en un estadio hermenéutico infantil. Científicamente, no hay duda, representa el nivel más avanzado de la física: los circulitos de arriba representan la transición hiperfina del hidrógeno, que permite establecer unidades de longitud (21 cm) y de tiempo (0,7 ns). El número digital 1 que está debajo de la línea entre lo que representan dos estados de spin del electrón del hidrógeno señala (pretende señalar) este carácter de unidad de medida. Los 15 rayos que parece emitir un punto son una especie de coordenadas para localizar el sol a través de los púlsares conocidos (especie de relojes periódicos de radiación electromagnética emitidos por estrellas de neutrones o enanas blancas). Mas abajo, varios círculos de radios diferentes representan el sistema solar. De uno de ellos surge una flecha que lleva a una imagen de la Pioner. A la derecha, dos imágenes de un varón y una hembra desnudos enmarcados por la Pioner, para establecer la escala de tamaño, representan el cuerpo de los seres cuya cultura produjo la placa.

La ingenuidad hermenéutica y antropológica de la NASA y de Carl Sagan era tan grande como amplia su cultura científica. Éste es el dato más sobresaliente de la imagen que comentamos. Por la misma época (1975), Axtérix (La gran travesía) desnudaba con cruel ironía al emperador de la divulgación científica vestido de sus sofisticadas galas cuánticas y lógicas:

Axtérix y Obélix han sido conducidos por una gran tormenta a las costas de Estados Unidos. Acaban de encontrar unas huellas que ellos atribuyen a los romanos (siempre espiándoles escondidos). Cuando discuten sobre qué hacer, una flecha se cruza entre sus dos rostros. Axtérix le dice a Obélix cómo encontrar a los nuevos romanos (indios): "No hay más que seguir la flecha en la dirección inversa a la que indica. Es lógico", a lo que el intuitivo Obélix pregunta y se pregunta: "¿Esto es lógico?".

Parece lógico que una flecha indique dirección, ¿no?  ¿cómo los aliens no se iban a dar cuenta de que la nave venía del planeta Tierra, el tercero en el orden desde el sol, tal como indicaba la flecha? La Lógica es el imperio de las flechas, signos que usa como representaciones de la implicación material y cuya comprensión, según Piatget, hacia los doce o trece años, señalaría la madurez de las estructuras de pensamiento abstracto de los humanos. Cuando explicas lógica a los alumnos experimentas en la práctica cuán difícil es explicar esa aparente intuitividad de la dirección de las flechas. Incluso gente con conocimientos avanzados de lógica es incapaz de resolver problemas de dirección lógica elemental cuando se les presentan de forma abstracta, como prueba el famoso experimento de las cuatro tarjetas y sus ilimitadas replicaciones. No hay nada lógico en que una flecha indique dirección de nada. Hay que saber mucho sobre el arte de la guerra entre los humanos para saber que una flecha indica dirección, como hay que saber mucho sobre razonamiento y condiciones de necesidad y suficiencia para entender la implicación material.

Carl Sagan, como toda la cultura del momento, creían todavía en que las palabras e imágenes son como etiquetas que identifican cajitas que contienen los significados. Creía, por ejemplo, que dibujando los circulitos y su centro, con dos rayitas, los aliens sabrían inmediatamente que estaba representado un átomo de hidrógeno, con un electrón que cambia de espín. Como si la representación del átomo como un sistema solar no hubiese sido una metáfora de Bohr que quedó adherida a las representaciones imaginísticas de los átomos. Como si la interpretación no estuviese mediada por las prácticas, relatos, metáforas y estereotipos culturales. ¿Cómo no iban a entender la idea de unidad de medida?, ¿cómo no iban a entender que la recta que relacionaba los dos circulitos con un uno debajo significaba unidad de tiempo y longitud? Si eran una civilización técnica avanzada, su cultura estaría basada en el mercado y en una ciencia, sistemas ambos que no funcionan sin sistemas y unidades de medida.

Es curioso, porque en 1970 ya hacía tiempo que Quine había publicado sus tesis sobre la indeterminación de la traducción, la interpretación radical, el holismo de significado y la relatividad ontológica. Se conocían ya las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein, el libro filosóficamente más revolucionario del pasado siglo, y Gadamer había transformado ya la hermenéutica con su Verdad y Método. Nada de eso había llegado aún a la cultura científica. Habrían de pasar más de cuarenta años para que comenzase a entenderse que la interpretación de los signos implica fusión de prácticas y horizontes. Habrían de pasar más de cuarenta años para que una película de Hollywood, La llegada (Villeneuve, 2016) convirtiese en imágenes todo el desarrollo contemporáneo de las nuevas teorías del significado, las imágenes y la traducción. Doce naves de extraterrestres llegan a la tierra y los militares creen haber descifrado una palabra suya como "arma". Una psicolingüística tiene que combatir la ingenua violencia de militares y científicos que no tienen ni idea de qué es interpretar un lenguaje y una cultura y solo desean hacerse con las supuestas armas, hasta que la lingüista Louise les convenza de que el "arma" es el lenguaje que ellos traen.

Carl Sagan era un gigante de la divulgación científica, ¿quién no ha admirado sus documentales sobre el universo? pero era un enano de la cultura humanística y hermenéutica. Los últimos cincuenta años han sido una época increíblemente fructífera en todo lo que respecta a la interpretación de las culturas y el análisis cultural. La nueva universidad gerencial y la concepción mercantil de la enseñanza están destruyendo todos estos saberes acumulados con tanto esfuerzo como incomprensión por los nuevos bárbaros de los modelos matemáticos de mercado. Hemos descubierto en estos cincuenta años que la aparente racionalidad que sustenta toda la ciencia de la microeconomía no es sino una ilusión ideológica que nada tiene que ver con las mentes reales de la gente. Y sin embargo se sigue castigando a los alumnos de economía, empresariales y derecho con la misma basura ideológica que se inventó en los años treinta del siglo pasado. Intentar explicarle a un economista las sutilezas de la traducción radical, de los juegos de lenguaje (no de la teoría de juegos) o de la fusión de horizontes es como tratar de enseñar mecánica cuántica a un niño de guardería (incluso eso es más fácil, no hay más que enseñarle circulitos, según Sagan).

Podríamos continuar con el análisis cultural de las placas de las Pioner. Las representaciones humanas no tienen desperdicio. El varón (el varón, el varón) levanta la mano en signo de paz. ¿Cómo no van a haber visto los aliens las películas de indios que siempre levantan la mano como signo de paz? La pareja, por supuesto, exhibe el dimorfismo natural de la especie humana. Nada importa que mis alumnas me saquen la cabeza a mí, que en la mili ocupaba el puesto intermedio de altura de mi generación. El dimorfismo, claro, es una señal natural de la especie. Una especie en la que, según la representación, los machos están dotados de órganos sexuales pero no las hembras, que muestran únicamente un púdico monte de venus. El varón está erguido, en posición de firmes, la mujer en posición de descanso, levemente retrasada respecto a la posición del varón. Todo muy explícito sobre la cultura humana.

Qué traicioneras son nuestras palabras e imágenes cuando las sometemos al análisis cultural. Una capacidad de análisis que pronto se perderá como lágrimas en la lluvia cuando definitivamente se imponga la insolencia y barbarie de los economistas que consideran la cultura humanística un florero para adornar sus mesas y rellenar sus estanterías de Ikea.






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