El
romanticismo es la cultura de la revolución, de las revoluciones, más bien: la
política, que demuele el Antiguo Régimen, un orden social basado en lazos de
sangre y de servicio, y da lugar a las nuevas formas de estados liberales de
derecho, y la revolución industrial, que transforma la ecología y la economía
humanas, dando lugar a las nuevas formas de identidad que son las clases
sociales. Debemos al romanticismo la idea de que la armonía nunca puede darse
entre los polos de lo colectivo y lo individual sin una mediación. Esta
mediación que es la cultura se constituye en el medio en que los
individuos son formados (Bildung) y en el medio por el que son
formados. Gracias a esta mediación, el carácter de las personas se integra en
una sociedad cuyo espíritu (Geist) expresa a la vez una identidad diferenciada
y un proyecto universal.
La
doble construcción cultural de los estados e individuos que es la formación (lo
que da forma) tanto al individuo como a la sociedad y el estado tiene su motor
más activo en la epistemología considerada como proyecto político: el individuo
debe aprender a auto-conocerse y autodeterminar su vida en el marco de la
sociedad; la sociedad debe desarrollar el medio epistémico y educativo que haga
posible la formación de individuos que la reproduzcan como identidad a la vez
política y cultural. Esta convergencia de lo personal y lo colectivo permite
que los individuos sean reconocidos como personas miembros de la comunidad y
como ciudadanos parte del estado. Los dos procesos de formación convergentes
determinan el carácter tanto personal como colectivo, es decir, las identidades
individuales y sociales. Así, la cultura, en cuyo núcleo está la economía de
los conocimientos junto a los mitos y rituales, es el andamio de la
arquitectónica sociopolítica es la gran invención del romanticismo como promesa
de armonía y orden. Sus contradicciones y límites fueron y son los nuestros.
La Revolución
Francesa, aún más que su cercano precedente americano, fue uno de los primeros
intentos claros de cumplir las promesas de conocimiento y policía (entendido el
término como buen gobierno u orden). Inauguró, como ha escrito Hobsbawm, una
era de revoluciones que copiaron el modelo insurreccional de aquella. También
inauguró una larga serie de derrotas de tales insurrecciones por más que las
revoluciones condujesen poco a poco a una transformación radical del mundo a
través del entrelazamiento de las revoluciones industriales y las reformas
políticas. El impacto político, cultural y filosófico de la revolución solo es
comparable al que un siglo más tarde produciría la Revolución Rusa.
Toni
Domènech, en Eclipse de la fraternidad desarrolló una acertada revisión
de la Revolución Francesa y de lo que entrañaba su demanda de fraternidad
como tercer reclamo de los objetivos de la república. Es un análisis político que traduce muy bien
algunos de los senderos por los que discurrirá en los siguientes años el
trasfondo cultural que reaccionó ante la realidad revolucionaria. Según este
análisis, en un primer momento insurreccional, libertad e igualdad eran
exigencias del tercer estado, denominación que agrupaba al comienzo de
la revolución tanto a la burguesía de propietarios, financieros, industriales o
comerciales y a los siervos del régimen feudal, trabajadores y artesanos que
dependían de los otros para su subsistencia, incluidas las mujeres desposeídas
de medios propios. Muy pronto, el desarrollo de los acontecimientos llevó a una
progresiva separación hermenéutica y política de estos ideales. La constitución
de un estado republicano sobre la base de la libertad e igualdad inmediatamente
llevó a la cuestión de la propiedad y de los derechos de propiedad como un
límite a las aspiraciones de igualdad. Los precios de los alimentos planteaban
un problema de subsistencia y por ello un problema al primero de los derechos,
el de poder subsistir. De ahí, afirma Domènech, que un cuarto estado compuesto
por sin-propietarios se escindiera del tercero y reclamase una igualdad de
nuevo tipo que excluyese de la condición ciudadana situaciones de dependencia.
El
debate, tal como lo sitúa Domènech, estaba en la tensión entre la ley política,
o espacio determinado por el estado republicano, y la ley civil o ley
que regularía la sociedad civil. Esta escisión había planteado un debate en el
siglo anterior: mientras que Locke, en sus Two Treatises of Government,
no admitía tal escisión, pues el estado no sería más que un trustee o
fideicomiso de la sociedad, Montesquieu abogaba por una separación de las dos
leyes. No solo eran los derechos de propiedad lo que estaba en juego, sino la
propia condición de ciudadano como persona reconocida en sus derechos. Al
separar las dos formas de derecho, parecía que ciertos ámbitos quedaban
sustraídos definitivamente al control del gobierno en tanto que fideicomiso de
la sociedad.
En
estas derivas de la Revolución Francesa encontramos una clave para entender la
aportación sustancial del Romanticismo a la estructura cultural de la
modernidad. Me refiero a la controversia nueva y emergente sobre la identidad y
la autonomía que va asociada a ella. En el idealismo alemán, incluyendo al Kant
tardío en él, se manifiestan las dudas y tensiones de este nuevo hilo de la
cultura en la historia de la constitución de nuestro presente. El Estado, al
menos en forma ideal, representaría la voluntad general mientras que la
sociedad civil representaría los lazos de dependencia que articulan al
individuo al menos en la forma de la familia y, esta es la controversia, la
propiedad. La filosofía de la Ilustración no había encontrado aún demasiados
problemas en considerar que no hay demasiadas tensiones entre ser ciudadano y
ser parte de una sociedad.
Podemos
leer dos obras de Rousseau, El contrato social y El Emilio, que
fueron redactadas con poca diferencia de tiempo, como una respuesta a las dos
preguntas. En El Emilio, Rousseau esboza un proyecto educativo cuya función
es permitir que germine el ciudadano que hará posible el contrato social.
Rousseau, optimista en ello, considera que bastaría con dejar discurrir de
forma natural el desarrollo humano para que emergiese esa armonía de lo
particular y lo universal. La revolución dejó claro que este optimismo no
estaba justificado: que la historia mostraba que lo que llamamos individuo,
ciudadano y persona —tres categorías con diferentes compromisos semánticos y
normativos— podría estar sometido a una tensión interna entre las diversas
propiedades que definen estas tres formas de identidad. El individuo estaría
constituido por propiedades estructurales de orden cognitivo que garantizarían
la armonía entre el orden del pensamiento y el orden de las cosas; el ciudadano
por una capacidad de ponerse en lugar de otros y alcanzar una sincronía con la
voluntad general; la persona, estaría definida por los vínculos de orden
afectivo y de reconocimiento que le insertan en el grupo social. ¿Son
armoniosas estas tres formas de constitución?
Las
condiciones de posibilidad interdependientes del estado, la sociedad y los
sujetos constituyeron el núcleo del proyecto crítico de Kant. Un proyecto que habría
de dibujar el marco en el que se movió el idealismo alemán y posteriores líneas
aún más críticas. Un estado es legítimo y una sociedad estará bien ordenada si
nacen de sujetos autónomos que hacen realidad el que las leyes que se dan a sí
mismos los ciudadanos nazcan de las leyes que se dan a sí mismas las sociedades;
las sociedades, por su parte, estarán bien gobernadas si las normas y
convenciones nacen de las costumbres de personas autónomas que se autolegislan.
En ambos casos, el orden de la ciudad, que se expresa en esta doble cara del
estado y la sociedad, armoniza con la “arquitectónica” de los sujetos. Desde
Descartes, la anomalía de la autonomía humana en el orden natural se ha
convertido en el problema fundacional político. ¿En qué consiste esta anomalía
tal cómo se trata en el Romanticismo? Ya no puede ser definida por la distinción
entre lo pensante y lo material, al modo cartesiano, y por su correlato
epistémico entre lo interno y lo externo, o entre la subjetividad y la
objetividad. El proyecto romántico es situar la anomalía en la capacidad de
determinar posibilidades, en explicar lo humano como algo más que una parte del
orden causal del mundo, a saber, como aquella parte del mundo que puede iniciar
y establecer cadenas causales nuevas. Esta determinación de posibilidades no
puede ser un resultado contingente, algo que ocurre por suerte, debe ser la
expresión de una suerte de necesidad constitutiva del sujeto.
Así, en
el terreno cognitivo, el conocimiento consistirá en determinar una posibilidad
como algo real: “esto es así”— y llegar a esta determinación no por suerte sino
como emanación de las facultades epistémicas del sujeto—. En el terreno
evaluativo, se trata de determinar una posibilidad como algo que debió o no
debió ser así: “esto no debe ser así” — y que la corrección de este “debe” no
sea el producto efímero de un deseo contingente sino de una identidad moral o
política de la persona—. En el terreno práctico, el terreno de la acción, la
decisión es la determinación de un estado posible del mundo que se hará real en
virtud no de la suerte o el milagro sino de las capacidades prácticas del agente.
¿Cómo es posible esta anomalía bajo la condición de autonomía
auto-determinante? La respuesta del romanticismo es que lo que hace posible
esta autonomía es la emancipación. La emancipación hace de la anomalía
humana una forma de vida particular que adquiere la modalidad de libertad.
Pero, como muestra históricamente la Revolución Francesa, la libertad demanda
igualdad y fraternidad para resultar en una auténtica emancipación. ¿Le es
posible a la cultura soportar estas contradicciones?
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