domingo, 4 de agosto de 2019

Hegel el oscuro y nosotros






La historia de Hegel en la filosofía contemporánea es una historia triste. A pesar de estar en el Olimpo de la filosofía académica, a pesar de que su filosofía crea en cierto modo el canon de la gran filosofía y que sigue siendo una especie de piedra con la que miden sus fuerzas de quienes aspiran a hacer un trabajo “serio” en filosofía, ha sido también un filósofo tan denostado como poco leído por parte de grandes tradiciones filosóficas. Marx se quejaba de que había sido tratado como perro muerto por sus discípulos, lo que le había animado a declararse hegeliano, aunque “volviéndolo del revés”, tal como afirma en una carta a Engels el 15 de enero de 1858. Aunque el siglo XIX respetó aceptablemente a Hegel hasta el punto que tanto el pragmatismo americano como los idealistas de Cambridge y Oxford (McTaggart, Bradley) se declararon seguidores suyos, Bertrand Russell y George  Moore, al romper con el idealismo británico, dieron pie a uno de los mitos fundacionales de la filosofía analítica: el que tendría que ser radicalmente antihegeliana por algunos supuestos pecados mortales como el mantener una concepción relacional de la realidad, un holismo irrestricto y no captar la composicionalidad del lenguaje. 

A pesar de que Quine, Davidson y Wilfrid Sellars, en filosofía del lenguaje y de la mente, y Neurath e Imre Lakatos, en filosofía de la ciencia, defendieron tesis que se acercaban mucho al mundo conceptual hegeliano, generaciones enteras de filósofos analíticos simplemente lo ignoraron. Richard Berstein y Charles Taylor, en los años 70, volvieron la vista a Hegel en sendos libros muy influyentes, no obstante  ninguno de los dos fue considerado miembro del selecto club de la filosofía analítica pura. En los años 90 John McDowell y Robert Brandom intentaron rescatar a Hegel del infierno de los analíticos en una lectura muy cercana al pragmatismo americano. En epistemología, sin embargo, ha sido lamentablemente ignorado a pesar de que es sin la menor duda el creador de la epistemología histórica, social y política. En la rama “continental”, pese a que Hegel fue reivindicado por la filosofía crítica, principalmente por Bloch, Lukàcs, Adorno y Marcuse, en la era del estructuralismo, en los años finales sesenta, Althusser estigmatizó toda lectura hegeliana del marxismo, inaugurando una tradición no menos despreciativa que la analítica. 

Foucault, sin embargo, en una repetida cita en El orden del discurso, describe muy bien la situación y nos advierte que, tomemos el camino que tomemos, Hegel estará esperándonos al final de aquél:
(…) toda nuestra época, bien sea por la lógica o por la epistemología, bien sea por Marx o por Nietzsche, intenta escapar a Hegel (…) Pero escapar de verdad a Hegel supone apreciar exactamente lo que cuesta separarse de él; esto supone saber hasta qué punto Hegel, insidiosamente quizá, se ha aproximado a nosotros; esto supone saber lo que es todavía hegeliano en aquello que nos permite pensar contra Hegel; y medir hasta qué punto nuestro recurso contra él es quizá todavía una astucia suya al término de la cual nos espera, inmóvil y en otra parte.
Pese a esta larga historia, Foucault tiene razón. Al final, nos encontramos con las mismas preguntas que se hacía Hegel sobre cómo es posible la autonomía en una sociedad fracturada y cómo llegar a saber cuál es la posición propia en el mundo. Se ha querido separar el aspecto epistemológico de la filosofía crítica y el camino de la ontología del sujeto. En un lado quedarían las filosofías neokantianas y analíticas y en el otro una larga procesión desde Hegel a Foucault. Lo cierto es que no es posible separar en Hegel la cuestión epistemológica de la ontológica. Una ontología del sujeto supone un desenvolvimiento de la conciencia de la posición del sujeto en el mundo. Posición epistémica tanto como física y social.  En la otra dirección, no puede pensarse el conocimiento y la verdad sin la ontología de un sujeto que se sabe partícipe de una sociedad a la que debe y que le debe razones autorizadas.

Hay al menos tres lecciones que hemos aprendido de Hegel sobre las tensiones que soporta la constitución del sujeto (sea este la persona, el pueblo, la clase o el colectivo de acción):

Autonomía y dependencia


La autodeterminación respecto a qué se puede saber, que se debe hacer y qué cabe esperar es en lo que consiste la autonomía de los sujetos personales y colectivos. Mientras que el proyecto cartesiano fiaba esta autonomía a las puras capacidades de la razón, ­— por más que se sostuviese en la garantía de Dios o el mundo—, Kant supo que ese proyecto era insuficiente y no daba cuenta de la dependencia del sujeto respecto al mundo en la experiencia, que exigía un juego de pasividad y espontaneidad. Sin embargo, el propio Kant supo que eso era insuficiente. Hegel nos muestra que la autonomía está sometida a las transformaciones históricas. Los griegos sabían su lugar en el mundo, podían responder a las grandes preguntas sobre qué saber, qué hacer y qué esperar, pero solo en la medida en que su mundo definía una autonomía determinada por el orden de la polis. Cada época crea un orden tenso cuyos límites se expresan dramáticamente en un juego de tensiones entre las tensiones internas de la conciencia subjetiva y las externas de un espacio social fracturado. 

En la modernidad, la autonomía se constituye como resultado del saberse en un espacio social. ¿Cómo se puede ser autónomo bajo condiciones de dependencia de la segunda naturaleza que nos da el vivir en un lenguaje, en un espacio de relaciones de reconocimiento y exclusión, que nos sitúa en una red de relaciones que definen las posiciones epistémica y de poder de las personas? Ese conocimiento no produce reconciliación en las sociedades modernas, por cuanto en ellas se enfrentan dos formas complejas de socialidad: la de la sociedad civil y la del estado. Cada una tiene sus demandas y fuentes de legitimación. Lo que Hegel propone como horizonte normativo de la persona es llegar a ser uno consigo mismo, algo que, en las teorías de la agencia contemporáneas, en una tradición analítica como la de Harry Frankfurt y David Velleman, tiene que ver con una reconciliación del conocimiento de sí, del deseo y de la acción en una fusión de lo objetivo y lo subjetivo que Harry Frankfurt ha llamado “lo que nos preocupa”, o nos importa. Pero las lógicas de lo que importa pueden estar en tensión continua en un orden social como el contemporáneo. 

Hegel nadaba sobre las olas del liberalismo ilustrado, pero era consciente de que lo que importa puede estar sometido a una profunda tensión interna en la medida en que las fronteras entre lo privado y lo público no están bien definidas o cambian al cambiar el contexto de intereses. Si sustituimos las grandes preguntas kantianas sobre qué puedo saber, qué debo hacer y que me cabe esperar por qué importa saber, qué importa hacer y qué importa esperar, las tensiones que desgarran al sujeto que tiende a ser para sí, es decir, a ser uno consigo mismo, se desvelan e iluminan el espacio oscuro de la sociedad contemporánea. Hegel nos enseña que el mito faústico de pretender la independencia y autonomía ante todo es la forma más rápida de ser en otros. Sólo en una nueva forma de armonía y reconciliación de lo personal y lo social a través del reconocimiento se puede encontrar una respuesta a estas grandes preguntas o fines humanos. “Lo que nos importa”, nos diría Hegel, es el espacio donde lo objetivo y lo subjetivo, lo personal y lo social se interconstituyen.

Holismo y reconocimiento


Hegel hereda del romanticismo y de Schelling el impacto cultural de la biología y los estudios de los organismos y la embriología. La aparición de la biología fue una de las grandes rupturas epistemológicas de la modernidad, comparable o superior a la de la física galileano-newtoniana. Transformó radicalmente los conceptos básicos de la ontología. La investigación en biología impone la necesidad de considerar a la vez el todo y las partes, las propiedades internas, las relacionales y las emergentes en el sistema. La biología es la que introduce la mirada holística en el conocimiento. Y el holismo puede tener grados de intensidad cuando se aplica al estudio de los sistemas. Una forma extrema es el organicismo que considera que la relación entre órganos y sistema orgánico es perfecta y teleológicamente construida. Fue una de las metáforas más extendidas desde la biología a lo social. Pero no es la forma que adopta Hegel, para quien la relación del todo y las partes en el caso de la forma humana de vida en sociedad es mucho más dramática y tensa.

En lo que se refiere a la autonomía en el marco social, a la forma de vida humana que en la jerga hegeliana se llama espíritu, la lección es que, a diferencia de la relación entre órganos y organismo basada en la funcionalidad, la ontología social del ser humano es la de ser uno mismo en otro. Este principio se despliega en una dimensión ontológica: la de que el ser uno consigo mismo solamente se puede alcanzar por la mediación de otro y una dimensión epistémica, en donde la intencionalidad es la conciencia de uno mismo en la otredad. La relación ya no será, como en el caso de la biología y la vida animal la de la funcionalidad, e incluso en el caso de la forma protosocial de existencia, la de la instrumentalización de los otros o del miedo a los otros, relaciones básicas en el estado de naturaleza regido por la violencia, sino la de reconocimiento.

El reconocimiento es una mediación interpersonal sin la que no se alcanza el estadio de autonomía o libertad. Entraña un complejo de relaciones afectivas con el otro que abarcan desde la confianza y el respeto a la fraternidad y el amor, pero es sobre todo una relación epistémica: la perspectiva propia sobre el mundo necesita ser reconocida y reconocer la perspectiva del otro. Saber es siempre saber en los ojos de los otros. Actuar es siempre actuar ante los otros. De ahí que la inteligibilidad sea una precondición de conocimiento y de acción. Wittgenstein lo explicitó con otras palabras en su argumento contra el lenguaje privado, pero junto a esta condición del reconocimiento como base del significado, está una dimensión normativa más fuerte que es la co-autoridad e incluso co-autoría. Conocer el mundo entraña necesariamente hacerlo bajo la condición de co-legislar tomando a los otros como autoridades en las afirmaciones sobre la realidad. Si lo que uno afirma no se entiende ni acepta por otros no puede existir un estado de éxito como el que llamamos conocimiento o acción.
Si pensamos el holismo como una pura relacionalidad del todo y las partes, se aplica mal a lo característico de la forma humana de vida en sociedad. Sin embargo, lo que Hegel muestra es que desde el nivel epistémico al moral y a la praxis, la relacionalidad está mediada por el reconocimiento que exige la libertad, autoridad y autonomía del otro como mediación e indicador fiable de la corrección propia en el pensamiento y la acción.

Historicidad


En 1932, Herbert Marcuse escribió para su tesis de habilitación en Frankfurt La ontología de Hegel y la teoría de la historicidad. Fue una lectura de la filosofía de Hegel influida por Dilthey y el Heidegger de Ser y tiempo, que trataba de construir algo así como un marxismo hegeliano-heideggeriano. No está claro si Heidegger rechazó el texto por diferencias políticas, o si Marcuse nunca llegó a someterlo a consideración pues se marchó de Alemania el año anterior a la llegada de Hitler al poder. Marcuse, junto con Karl Korsch y Gyorgi Lukàcs hegelianizan a Marx por esos años. En el caso de Marcuse, lo más significativo está en haberse centrado en la historicidad como propiedad definitoria del ser social. Propone convincentemente leer a Hegel y la Lógica y la Fenomenología del Espíritu como sendas obras que establecen una teoría de la historicidad como marca definitoria de la forma humana de existencia. La historicidad en Hegel está unida a la dialéctica y al tan difícil de traducir término Aufhebung que recoge en parte la idea de superación, pero que contiene al menos tres momentos: uno negativo, uno de conservación de lo negado y uno de elevación a un nuevo nivel donde se cancela lo anterior. Es un concepto que se relaciona mucho con el de experiencia, no en el sentido simple de las afecciones producidas por el mundo, sino en la capacidad de entender lo que ocurre e incorporarlo a la propia historia como transiciones significativas del ser. 

La historicidad, así, contiene dos dimensiones que definen lo anómalo de la existencia humana. La primera es la contingencia. La historia implica cierta indeterminación con respecto a los cursos y procesos regulares. Es histórico el cauce de un río y la forma de un paisaje, por más que los procesos ocultos que hayan producido esos objetos sean leyes deterministas. La contingencia y situacionalidad, así, se convierten en una característica esencial del universo así como de la vida y la evolución. Sin embargo, en la forma histórica de vida que es la humana, la historicidad es algo diferente. Implica una irreversibilidad que no es hija de la irreversibilidad que explica la segunda ley de la Termodinámica ni las más contemporáneas descripciones del universo como una secuencia de accidentes congelados. La irreversibilidad del ser social humano la confiere la experiencia. El conocimiento induce irreversibilidades insoslayables. El saber induce nuevas trayectorias en la existencia y su negación, el “no querer saber” como intención de que las cosas sigan igual no es otra cosa que negacionismo, una de los túneles de la mente más dañinos en la historia de la formación del sujeto.

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