domingo, 22 de septiembre de 2019

Mentira, posverdad e injusticia epistémica







Si es posible hablar de justicia epistémica es porque las trayectorias históricas del mundo contemporáneo han convertido el conocimiento en un bien sometido al imperio de la justicia. No hay duda de que el conocimiento siempre ha sido un bien para quien lo ha poseído o lo ha necesitado. Es algo que pertenece a la historia de la humanidad. Pero no siempre ha sido un bien que haya pertenecido al dominio del concepto de justicia estructural o social, por más que su distribución haya estado sometido a las reglas de la moral o de la justicia transaccional. Platón consideraba el conocimiento como un bien, pero no consideraba que debiera repartirse por igual a toda la sociedad, al contrario, abogaba por una sociedad sometida al control de una aristocracia epistémica. El conocimiento, sostenía, era una obligación dependiente de la posición social y, correlativamente, la posesión de conocimiento entrañaría una posición social correspondiente. En La República aboga por una correspondencia fiel entre posición epistémica y posición social que anticipa la epistemología política por cuanto para Platón las nociones de justicia y conocimiento son inseparables. Ciertamente la obra de Platón es el primer ejercicio de epistemología política en la historia del pensamiento, pero lo es por exceso. Un exceso que difícilmente nos permite hablar de derechos, obligaciones y responsabilidades epistémicas, dejando a un lado las dificultades que tiene la teoría platónica para fundamentar una legitimación de la democracia. 

Un segundo momento, mucho más cercano en lo que respecta al marco jurídico, moral y político contemporáneo, es la polémica que sostienen Kant y el jurista francés Benjamin Constant sobre la mentira, que Kant reconstruye en «Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía», (1797). Es un opúsculo en el que Kant responde a lo que parecía ser una crítica de Constant a su posición sobre la obligación absoluta de decir la verdad y no engañar, y que se resume en la tesis de “Es un deber decir la verdad. El concepto de deber es inseparable del concepto de derecho. Deber es lo que en un ser corresponde a los derechos de otro. allí donde no hay derechos, no hay deberes. Decir la verdad es, entonces, un deber; pero sólo para con quien tiene derecho a la verdad”. Frente a Constant, Kant sostiene que

“la veracidad en declaraciones que no se pueden evitar es un deber formal del hombre para con todos, por muy grande que pueda ser el perjuicio que de ahí resulte para él o para otro; y aunque yo no cometo ninguna injusticia contra aquél que me fuerza injustamente a hacer una declaración, si falseo ésta, sin embargo, con tal falsificación, que por ello también se puede llamar mentira (aunque no en el sentido del jurista), cometo una injusticia en general en una parte esencialísima del deber: esto es, provoco que, por lo que depende de mí, las declaraciones no merezcan fe alguna y, por consiguiente, que todos los derechos fundados en contratos caduquen y pierdan  su fuerza; lo cual es una injusticia inferida a la humanidad en general” 


 La discusión tiene dos niveles: uno es el de la interpretación de la filosofía kantiana, pues parecería que Kant está reduciendo lo jurídico a lo moral. Los matices de esta interpretación son marginales al punto que estoy discutiendo. El segundo nivel es sin embargo central para la cuestión de la interacción de las ideas de justicia y el conocimiento. Kant argumenta que el daño que causa la mentira no es un daño contingente que pudiera resolverse como una ruptura de contrato, en tanto que el hablante parece haber prometido la verdad, o al menos la sinceridad, sino que es “una injusticia inferida a la humanidad”. Quizás la expresión tenga connotaciones un tanto épicas y excesivas, pero Kant apunta aquí un posible argumento poderoso. Así, el daño que inflige quien miente no puede medirse solamente por las consecuencias directa del acto, sino por cómo esa acción contribuye a la injusticia. No hay ninguna duda que Kant está definiendo aquí una dimensión epistémica de la justicia o, si quiere decirse así, anticipando el concepto de injusticia epistémica.

Saray Ayala ha expuesto en un luminoso artículo escrito junto a Nadia Vasilyeva lo que Kant dejó como afirmación. Es un convincente argumento sobre cómo el habla y el silencio pueden producir un daño colectivo. El tema de su trabajo es el de cuál es el daño que causa el silencio del oyente cuando el hablante profiere alguna expresión de odio o de discriminación, por ejemplo, el caso tan hispano de quien, en la barra de un bar, con voz estentórea y carcajadas, cuenta un chiste machista, racista u homofóbico. El oyente avergonzado opta muchas veces por un silencio que las autoras describen como cómplice a pesar de que ocultamente la patochada le produzca el mayor de los rechazos. 

Su argumento se desarrolla sobre el análisis pragmático del lenguaje y contiene una propuesta luminosa sobre los micromecanismos por los que se produce lo que Kant consideraba que era un daño a lo común. En  una conversación, nos recuerdan, cada expresión adquiere sentido en la medida en que los hablantes comparten un trasfondo común que permite que la dinámica de la conversación genere un ajustamiento continuo de las expectativas y de los supuestos que dan contenido a las palabras. Imaginemos una escena (uso aquí el mismo ejemplo que ofrecen Ayala y Vasilyeva) en la que un profesor y una alumna comentan la dificultad de un problema de investigación que debe resolver en un examen o trabajo. Si el profesor dice “no te preocupes, el problema no es difícil de resolver con los recursos a vuestra disposición” la alumna obtendrá una perspectiva sobre el juicio del profesor sobre la posibilidad de llevar a cabo la investigación. 

Acuden las autoras para analizar la microdinámica conversacional a lo que el filósofo del lenguaje David Lewis, (1979) definió como puntaje conversacional. Consiste en ajustamientos de las expectativas y formaciones de sentido resultados que ocurren en el intercambio de palabras como resultado del hecho que las palabras adquieren significado acudiendo al trasfondo común, pero también al acto particular de elección de palabras en el contexto conversacional. Lewis lo denomina “puntaje” (scorekeeping) por analogía al desarrollo de un juego donde los jugadores van anotando lo que obtienen del juego. En el caso de la conversación, el logro de entender (y ocasionalmente aceptar) lo que dice el hablante, al tiempo que el hablante logra ser entendido (y, ocasionalmente, que se acepten sus palabras). Al comprender las palabras y reaccionar ante ellas, se produce un efecto de acomodación o reforzamiento de los supuestos que constituyen el trasfondo común. Es decir, no solamente hay un acto de comprensión sino también de reforzamiento o, por el contrario, de cuestionamiento e inestabilidad del trasfondo común de significados y conocimientos.

Supongamos, sin embargo, que el profesor le dice a la alumna “hasta alguien como tú podría resolver este problema”.  Mikel Iturriaga, un conocido divulgador culinario en prensa y radio ha construido en parte su popularidad usando este tipo de expresiones para evaluar la dificultad de una receta. Así, encontramos juicios como este: “Dificultad: para adultos con el cerebro de un niño de cuatro años”. Obsérvese que nuestro periodista es mucho más explícito que el profesor, pero en ambos casos la expresión denota un juicio sobre el oyente. Como muestran Ayala y Vasilyeva, la expresión no solamente da una información, sino que está causando un daño al oyente que, en el caso del profesor, implica un insulto a la inteligencia de la alumna.

El daño causado por la estúpida respuesta del profesor es ciertamente particular. Insulta a la alumna poniendo de manifiesto su desprecio y infravaloración de sus capacidades. Si la alumna responde y replica a esta ofensa, habrá dejado clara su queja y su resentimiento por la injusticia. Si, por el contrario, se calla, habrá contribuido con su silencio al reforzamiento del autoritarismo e insolencia del profesor. Con todo, aquí el daño es, digamos, personal. No hay necesariamente un daño colectivo (o por lo menos bajo alguna descripción). Imaginemos sin embargo que la escena discurriese de la siguiente forma. El profesor se dirige a un alumno (ahora cambiamos de género) y le responde de esta forma a su pregunta sobre la dificultad del problema: “hasta una mujer podría resolverlo”. Supongamos que en este caso el alumno permanece en silencio o, peor aún, ríe la gracia machista del profesor. Entonces se habrá producido algo pernicioso para el trasfondo común: se habrá generado un reforzamiento de un prejuicio patriarcal sobre la inteligencia de las mujeres. El daño aquí se generaliza desde la psicología particular (en el caso anterior de la alumna) a una discriminación de género que se reproduce, entre otras formas, a través del anclaje y acomodación de los prejuicios en el trasfondo común de significados.

Este análisis deja bastante claro cuál era el marco que permitía a Kant afirmar que quien miente está dañando a lo común: está generando una inestabilidad en el presupuesto pragmático que hace que cuando recibimos una respuesta a una pregunta, la afirmación del hablante presupone que sinceramente cree la verdad de lo que responde. Incluso en las mentiras piadosas, afirma Kant, se está produciendo un atentado contra la justicia epistémica que regula nuestra vida en común.

Imaginemos ahora lo que ocurre cuando la expresión ocurre en la prensa, en el Parlamento o en cualquier institución y es proferida por alguien con poder o autoridad. 

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