La
cooperación, ha explicado Richard Sennett en Juntos, es una actitud
humana por defecto que los niños desarrollan desde los primeros momentos de su
existencia: el bebé coordina sus movimientos y gestos con los de su madre en
una interminable agencia compartida ordenada a la satisfacción de sus necesidades,
pero también y sobre todo a compartir sus estados de ánimo. A pesar de que
parezca lo contrario, los niños exploran la cooperación con otros niños en la
medida en que va desarrollándose en ellos la sociabilidad a partir de los dos
años. Desde los comienzos del juego hasta la habilidad de conversar, que
desarrollará en los años de niñez avanzada, la especie humana aprende a
colaborar en todas las facetas de su existencia.
La
cooperación fue la regla en las comunidades tradicionales por encima o por
debajo de las fracturas y enconos cotidianos y familiares, por más que estas
fuesen aún impermeables a la marea de la modernización. Mi primera conciencia
de habitar en una sociedad fue el cotidiano espectáculo de la cooperación. Pasé
una parte de mi infancia en un pequeño pueblo de la Sierra de Gredos. Era un
pueblo pobre, de mujeres descalzas y hombres con abarcas. Era un pueblo pobre,
pero siempre cooperativo. En los veranos, no eran extraños los incendios en los
grandes pinares que rodeaban al pueblo. El repique de la campana que anunciaba
un incendio iba seguido de una inmediata movilización de todo el pueblo. Los
hombres corrían a la plaza ya provistos de la pala y la azada sin importar cuál
fuese la tarea que estaban realizando. Se juntaban en la plaza y a pie o
reclutando los pocos medios de transporte corrían al monte jugándose la vida
para detener el fuego. Nunca hubo incendios pavorosos como los que asolaron la
sierra en los años posteriores. La cooperación mantenía vivos los comunes, pues
el monte aún era territorio común del municipio antes de que pasara a ser
propiedad del Estado. La cooperación era el bajo continuo que armonizaba la
vida cotidiana. La ayuda mutua en la matanza, en la trilla, en un inacabable intercambio y circulación de pequeños regalos.
Las
campanas eran en los pueblos de la España interior la manifestación sonora de
la vida en común. El toque urgente a rebato que convocaba a la gente; el lento
doblar que activaba la pregunta inmediata: “¿quién se ha muerto?” y llamaba al duelo; los repiques festivos
que anunciaban la fiesta, la campanilla del atardecer, los tres toques que
anunciaban la misa, el tercero que obligaba a los hombres a dejar la cerveza y
acercarse a la puerta de la iglesia haciendo como que asistían al culto desde
la puerta; el anuncio sonoro de la boda o el bautizo. Por debajo o por encima
de los conflictos y odios familiares, la campana hacía sonido de la estructura
básica cooperativa sobre la que se mantenía la sociedad rural. El ritmo de la
campana era el de la vida cotidiana.
El canto de la campana
era siempre el inicio de una conversación sobre el momento o el evento
anunciado, animaba a la noticia, al cotilleo y a la información sobre el
discurrir de los días. Richard Sennett pone la conversación como ejemplo más
claro de lo que es la cooperación humana. Tiene razón. Una conversación es una
suerte de micro-institución humana de una extraordinaria complejidad
sociocognitiva. De hecho, el arte de la conversación es uno de los más
complicados de dominar. Se trata de aprender a escuchar, a sortear los
malentendidos, a mantener la atención, a usar moderadamente la ironía y
mezclarla con la noticia y el relato,…; en fin, es un ejemplo aparentemente
inocuo pero en el que se manifiestan las habilidades humanas en las que la
autonomía y la dependencia se entreveran para sostener la fábrica de la
sociedad. Conversar de forma inteligente y divertida no es menos complejo que
acudir a apagar un fuego y organizarse para ello. De hecho, ambas actividades
son interdependientes: porque se aprende a conversar se es capaz de responder
organizada y solidariamente a las tragedias y catástrofes. Tiene también razón
Sennett en que las trayectorias que está siguiendo la modernización están
afectando gravemente a las prácticas de cooperación al producir estados
sistemáticos de aislamiento en las vidas cotidianas de los ciudadanos, pero
solamente podemos calibrar el daño producido por la civilización del
capitalismo si comprendemos previamente cuán intersticial y omnipresente es la
cooperación humana. La ciudad, sostiene Sennett, es una máquina de destrucción
masiva de la cooperación, una productora de aislamiento y soledad.
Comentaba estos días en
clase la noticia de estos días de que Facebook va a abrir una aplicación para
citas. Me preguntaba cómo era posible que la soledad se hubiera convertido en
un negocio. Exploré por curiosidad la lista de las páginas de citas. Es inmensa
y dibuja un mapa del aislamiento urbano. Cataloga las necesidades emocionales
por edades, por situaciones de divorcio, por aspiraciones a encuentros
ocasionales o búsquedas de relaciones estables, por orientaciones afectivas.
Documenta el destejido de la trama social de cooperación, la pérdida de la
conversación como lugar de encuentro y el nuevo negocio basado en la ansiedad.
El filósofo americano
Richard Rorty, quien representa la cara más interesante del pensamiento
posmoderno, propuso la conversación como modelo para la filosofía frente a los
sueños del dogma y como base de la democracia. No hay más que seguir lo que en
las redes se llama “hilo”, particularmente en Twitter, para encontrarse con lo
contrario de una conversación: un hilo es una secuencia de respuestas abruptas,
irritadas, insultantes o entusiastas que denotan la pérdida de oído, la
incapacidad de escucha, la falta del humor que repara las heridas y su sustitución
por el sarcasmo o la ironía gruesa.
En El lenguaje perdido
de las grúas, David Leavitt cuenta la historia de una antropóloga del
lenguaje que encontró a un niño autista, quien prácticamente no salía de la habitación
y había desarrollado un lenguaje privado con el que pretendía comunicarse
con las grúas que veía desde su ventana, los únicos objetos que para él
representaban lo afectivo. Una vez perdido el lenguaje de las campanas, el
lenguaje de las redes sociales recuerda cada vez más al lenguaje perdido de las
grúas. Gestos de impotencia para paliar el aislamiento.
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