domingo, 29 de diciembre de 2019

La superioridad epistémica y no solo moral de la democracia



El desprecio a la democracia como una organización corrupta de ignorantes no es, desgraciadamente, algo que se haya extendido solamente por las fracciones conservadoras de nuestras sociedades. También en el otro lado, digamos la llamada «izquierda», hay una conciencia no ya de superioridad moral sino también epistémica. Denigrar a los votantes de Trump, Johnson o Abascal como ignorantes que no saben lo que hacen es un ejercicio que las redes multiplican y refuerzan, sin reparar en que coinciden en las políticas neoplatónicas de cuño neoliberal, en que añaden pequeños actos de expresión a una inmensa literatura sobre la democracia como una democracia de ignorantes.


Sigue siendo minoritario el grupo de quienes creen que la democracia es superior cognitiva y técnicamente a cualquiera otra de las alternativas, y que la admiración que suscitan recientemente sociedades como China que parecen combinar el mercado con una epistocracia de políticos e ingenieros está equivocada no solo moral y política sino también epistémicamente. La teoría de la democracia epistémica, de la superioridad de las políticas de deliberación, de robustecimiento de la esfera pública y de creación de una red densa de actos de participación en la argumentación política se basa en teorías que establecen la posibilidad de la posibilidad de la democracia sobre modelos teóricos que muestran la inteligencia de la multitud por encima de la inteligencia de un grupo de sabios. Algunos teoremas como el teorema del jurado de Condorcet, el llamado “milagro de la agregación” o el teorema de Hong-Scott de “la diversidad vence a la habilidad” constituyen la base de un modelo teórico de democracia epistémica, pero este modelo ha sido una y otra vez denigrado como si fuese un artificio abstracto que no entiende la realpolitik. Críticas de diverso cariz, como las recogidas en el volumen colectivo editado por Stephen Macedo (Democracy and disagreement, 1999) con diversos matices de desconfianza de la democracia deliberativa o la crítica desde la concepción agonista de la democracia de Chantal Mouffe (“Deliberative democracy or agonistic pluralism? 1999) han dirigido este reproche. He aquí una lista de posibles objeciones:

-          En una sociedad diversa como la actual, muchos colectivos  pueden considerar ofensivo que se trate de ellos en un contexto abierto por parte de quienes no pertenecen a las identidades que los definen (se ha extendido la idea de que si no tienes una cierta identidad no puedes hablar sobre ella impunemente)
-          La deliberación sin educación de los participantes conduce generalmente a un fracaso de la deliberación. El problema de la democracia deliberativa no es que no sea posible, el problema es básicamente de organización e institución de los debates (Walzer, 1999)
-          La deliberación, en la forma en que se plantea idealmente puede ser un instrumento de opresión en cuando deja fuera las voces que no son capaces de expresarse por su situación de exclusión hermenéutica (Mouffe, 1999; Rancière, El desacuerdo,1995)
-          La política consiste en mucho más que deliberación, y a veces lo que no es deliberación es mucho más importante: por ejemplo, la afirmación y reclamación de derechos, las manifestaciones, los debates con intención estratégica de debilitar al adversario, las negociaciones que no entrañan acuerdos teóricos sino prácticos.
-          La evidencia empírica de la polarización. Cass Sunstein (Going to extremes, 2009) ha popularizado la “ley de hierro de la polarización” que parece aplicarse a toda persona que entra en un debate en el que las posiciones se dividen. Las democracias actuales estarían cada vez más abocadas, según esta ley, a una creciente polarización que impide llegar a consensos.
-          La evidencia innegable de que las democracias son sistemas enfermos de corrupción en donde las élites económicas y políticas usan la deliberación como un simple ejercicio de propaganda y manipulación.

Estas y otras críticas han ido calando en la filosofía política del siglo presente, en donde parece que se enfrentan solamente dos concepciones no epistémicas de la democracia: la concepción liberal y la antagonista o populista, ambas defensoras de lo doxástico frente a lo epistémico. ¿Cabe una defensa de las virtudes epistémicas de la democracia frente a estas constataciones empíricas de la no idealidad de las democracias realmente existentes?

Podemos agrupar las objeciones en dos clases: la que reúne a las objeciones provenientes de la evidencia del antagonismo, la polarización y la exclusión y las que provienen de los defectos institucionales y organizativos de las democracias reales. En los dos casos, no se trata de responder si las democracias están bien o mal organizadas, si habitan con la desigualdad e injusticia, si son o no sistemas que sufren corrupción y producen aislamiento, ignorancias estratégicas y opresión e injusticia epistémica. No hay caso respecto a estas cuestiones. Sí, las democracias son parte de un mundo injusto. La cuestión es si siguen siendo un instrumento válido epistémica y técnicamente para resolver los problemas que aquejan a la humanidad, si contienen una suerte de virtud epistémica, a pesar de sus múltiples vicios, que las hace superiores a otras alternativas.

Respecto a las tesis del antagonismo, presentes en la tradición schmittiana de la política y en las nuevas formas de populismo, progresista o conservador, y a las evidencias psicológicas de las derivas de la polarización en las deliberaciones, lo que cabe responder es que muy probablemente estas concepciones estén en lo cierto respecto al carácter esencialmente tenso, plural y antagonista de las democracias y en que el consenso no sea necesariamente la salida única posible de los procesos y prácticas democráticas. Pero la alternativa decididamente no epistémica e incluso anti-epistémica que proponen algunas de sus formulaciones no parece ser la solución. Así, Chantal Mouffe propone en La paradoja democrática:
Para remediar esta grave deficiencia, necesitamos un modelo democrático capaz de aprender la naturaleza de lo político. Ello requiere desarrollar un enfoque que sitúe la cuestión del poder y el antagonismo en su mismo centro. Ese es el enfoque que quiero defender, el enfoque cuyas bases teóricas quedaron perfiladas en Hegemonía y estrategia socialista. La tesis central del libro sostiene que la objetividad social se constituye mediante actos de poder. Ello implica que cualquier objetividad social es en último extremo política y que debe llevar las marcas de la exclusión que gobierna su constitución. Este punto de convergencia, o más bien de mutua reducción, entre la objetividad y el poder es lo que entendemos por «hegemonía»
Mouffe ha llevado el espíritu anti-fundamentalista de lo político y la democracia hacia una reducción de las posiciones epistémicas a las posiciones sociales, la autoridad epistémica al poder político. Encuentra inspiración en la idea de «prácticas» de Wittgenstein, en el contextualismo y en las posiciones de Rorty contra la epistemología. El problema que conlleva esta «pasada de frenada» es que en el deseo de situar y localizar las diversas y diferentes formas de opresión y resistencia termina por socavar la autoridad epistémica de quienes sufren las desigualdades y posiciones de discriminación y opresión. Nada hace suponer en Wittgenstein que su idea contextualista de prácticas y pragmatista de significados llegue a estos extremos, que quizás, es cierto, sí alcanza Rorty con su idea conversatoria y liberal de democracia. Mouffe ha invertido el carácter de la hegemonía gramsciana. Mientras que Gramsci tenía una idea fuerte de objetividad social, que coincidía con el horizonte socialista de una sociedad sin clases, para cuyo fin la hegemonía de la concepción del mundo del proletariado era un instrumento necesario, para Mouffe la hegemonía es un fin en una historia interminable de antagonismos sociales que tratan de imponerse.

Mouffe da un respiro a la estrategia antagonista. Para ella el antagonismo democrático debe ser entendida como agonismo —el antagonismo, afirma, es concebir la lucha política entre enemigos, mientras que el agonismo es concebirla entre adversarios—, una forma suave de confrontación a través de «prácticas» que conlleven la posibilidad de hegemonía
El objetivo de la política democrática es transformar el antagonismo en agonismo. Esto requiere proporcionar canales a través de los cuales pueda darse cauce a la expresión de las pasiones colectivas en asuntos que, pese a permitir una posibilidad de identificación suficiente, no construyan al oponente como enemigo sino como adversario. Una diferencia importante con el modelo de la «democracia deliberativa» es que para el «pluralismo agonístico» la primera obligación de la política democrática no consiste en eliminar las pasiones de la esfera de lo público para hacer posible el consenso racional, sino en movilizar esas pasiones en la dirección de los objetivos democráticos.
Mis discrepancias con la noción de pluralismo agonístico como opuesta a la democracia epistémica, tal como se manifiesta en este proyecto son básicamente dos. La primera tiene que ver con el juego retórico de transformar el antagonismo en agonismo. Ciertamente, la democracia implica una renuncia a la violencia y una tensión permanente por convencer al oponente, pero ello no implica una metamorfosis que produce la impresión de haber devaluado el verdadero significado de la democracia como ejercicio del poder por el demos. Contrariamente a lo que parecen indicar las palabras de Mouffe, está el repetido apotegma de Gramsci de que «la política es la continuación de la guerra por otros medios». Los medios democráticos, por supuesto, la garantía de los derechos y la división de poderes, pero el transfondo antagonista no se pierde en la forma democrática de acción. Precisamente porque hay un grado de objetividad no eliminable en la opresión y la desigualdad o en el dominio sin libertad. Mouffe parece abogar por lo que Andrea Greppi ha llamado «teatrocracia» en un juego simbólico que entrecruza los dos significados de representación. De nuevo, aquí parece confundirse un medio, la representación y la retórica, con un fin, la solución de los problemas bajo condiciones de incertidumbre. La segunda discrepancia afecta al concepto de pasiones que implica la crítica al supuesto racionalismo de la concepción deliberativa. Las pasiones no son lo opuesto al sistema cognitivo. Son una de las formas en las que se manifiesta el sistema cognitivo humano, que une inseparablemente reacciones afectivas, deliberación y memoria. Ninguna de las tres funciones podrían realizarse independientemente. Las emociones se mueven en un espectro de tiempos distinto a las deliberaciones frías, pero no son ajenas a ellas, como no lo es la percepción, la conceptualización y la acción. Mouffe se mueve aún en una concepción romántica, precognitiva (¿lacaniana?) de emoción. Movilizar las pasiones en la esfera de lo público no es independiente de la deliberación, sino posiblemente una de sus formas.

En lo que respecta a la segunda categoría de críticas a la democracia, la que agrupa la constatación del mal funcionamiento real de la democracia, la respuesta es doble. En primer lugar, no tiene sentido negar que las democracias son formas sociales que acogen y protegen desigualdades e injusticias sociales, que no acaban con la dominación y están siempre amenazadas por la plaga de la corrupción en todos los niveles de la vida social. Nada de esto puede ser negado pero el reconocimiento de estos hechos no implica que por ello la democracia sea un sistema esencialmente impotente para la solución de los problemas y donde los vicios epistémicos sobrepasen a las ocasionales virtudes. La respuesta es similar a la que se puede ofrecer a las críticas a la noción de racionalidad basada en las constataciones empíricas del carácter sistemático de los sesgos. Afirmar que la naturaleza humana es epistémica y racionalmente viciosa a causa de la sistematicidad de los fallos es análogo a quien sostuviera que la especie humana es de corta estatura. Bien. ¿Respecto a qué estándar?, ¿comparada con qué especie?, ¿resulta revelador de nuestra naturaleza corpórea constatar que no somos tan altos como las jirafas? La réplica a estas acusaciones que se escuchan habitualmente en la calle exige recordar el necesario componente contextualista de la noción de agencia personal y colectiva.

Las democracias realmente existentes no son diferentes, en lo que respecta a su compleja composición de vicios y virtudes epistémicas, a otros aspectos de nuestra naturaleza humana. Solo las fantasías transhumanistas —transdemocráticos en este caso— posibilitan un tipo de crítica deslegitimante como esta. Las democracias, por supuesto, están llenas de gérmenes de corrupción e injusticia pero la virtud epistémica democrática no se encuentra en el primer nivel-objeto de la calidad de su funcionamiento, sino en la capacidad social para crear condiciones, instituciones y órganos de segundo grado, que permitan la crítica, el aprendizaje, el examen de la calidad epistémica de las heurísticas y modelos de identificación de las causas del mal. La cuestión es si la democracia es capaz de sostener sus promesas, de radicalizarlas incluso, frente a otras alternativas y opciones de forma de coordinación social.

Josiah Ober en su luminoso texto Democracy and knowledge : innovation and learning in classical Athens (Ober, 2008) ha explicado las razón democrática de la Atenas clásica. Por encima o por debajo de sus fracasos, por encima o por debajo de sus fallos, tan insistentemente subrayados por sus críticos, la democracia ateniense impuso su hegemonía en el Mediterráneo por más de trescientos años, contra enemigos muy superiores en medios y población y contra regímenes militares autoritarios. Incluso después de su derrota ante Esparta, en una larga guerra que tanto daño hizo a la cultura helénica, Atenas siguió brillando y siguió siendo imitada por otras polis. La razón estaba en su orden democrático, argumenta Ober. El gran invento de Atenas fue un orden que era superior técnica y cognitivamente a los otros sistemas. Lo era por su organización democrática, no a pesar de ella. En los tres dominios que Ober considera superior a Atenas, a sus instituciones y especialmente a la Asamblea, era en la detección, movilización y asignación de conocimiento. No hay duda de que la democracia ateniense tenía perspicuos defectos, que se coexistía con la esclavitud y que generalmente estaba al borde de caer en manos de una oligarquía de aristócratas; que la Asamblea podía tener muchas veces la forma de una teatrocracia, pero de lo que no hay duda es de que los atenienses se tomaban muy en serio el detectar quiénes poseían los conocimientos necesarios para los problemas que se les venían encima, en movilizar esos conocimientos y en asignar las personas que creían más competentea a esas tareas. A veces eran militares, como cuando se elegían los estrategos, pero otras veces eran arquitectos, creadores o innovadores. Fue una mezcla de caos y sabiduría lo que está en la base de la hegemonía ateniense.

La democracia epistémica no es simplemente democracia deliberativa. La democracia deliberativa es uno de los instrumentos, pero es uno de ellos en una concepción mucho más compleja del orden social. El segundo gran instrumento es la regla de las mayorías, expresada mediante el voto. Pero además hay otros que son o deberían ser componentes esenciales de la democracia. Están, como tanta gente está reivindicando recientemente, los sorteos, especialmente recomendados en las instituciones de control y vigilancia sociales. Están también las instituciones de participación colectiva que hacen o deben hacer de las democracias sistemas participativos. Se denigra a veces la democracia asamblearia cuando la constitución de redes de asambleas de apoyo y control en todos los dominios intermedios (la política local sigue siendo un eje central de la democracia) es un instrumento de calidad democrática. La democracia ha inventado los mejores recursos de inteligencia colectiva que haya tenido a su disposición jamás la humanidad. Todos ellos desaparecerán como lágrimas en la lluvia si se imponen las concepciones que no aceptan el valor instrumental y práctico de la inteligencia colectiva.  

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