domingo, 29 de marzo de 2020

Ética de la lectura



Escribía en 2016, en una entrada anterior, a propósito del libro de Wayne Booth, Las compañías que elegimos. Una ética de la ficción,  sobre el acto de leer como un acto que tiene un componente moral. Encerrados muchos, como estamos estos días, la lectura puede ser una de las formas de pasar el tiempo, al menos para quienes tienen la suerte de poder dedicarse a ello, pero también una exploración en mundos imaginarios buscando luces para nuestras almas sumidas en la incertidumbre. La moral de la lectura nada tiene que ver con la inclinación a leer libros que tengan un cierto mensaje moral, ni siquiera libros que tenga una cierta altura estética según los cánones del tiempo o de los expertos. Yo leo mucho, voraz y rápidamente, pero la inmensa mayoría de los textos que pasan ante is ojos son libros o artículos profesionales que dependen de lo que estoy estudiando sobre lo que estoy escribiendo. Desgraciadamente no leo mucho, o no leo al menos todo lo que quisiera, de literatura: novela, teatro, poesía, e incluso ensayo literario. Ni siquiera puedo presumir de leer bien. De modo que mis reflexiones son ahora más una entrada de un diario de lamentos que algún consejo extemporáneo a quien lea estas líneas.

El acto de la lectura, sostenía Ricoeur, es la encarnación de un texto en la subjetividad lectora. Se puede leer como un escritor, absorbiendo soluciones a problemas de redacción, empapándose del estilo o incriminando al autor por no escribir como piensa que se debería escribir. Se puede leer como un profesional de la teoría literaria, atendiendo a las formas y elecciones de punto de vista, narrador y estilo literario. Se puede leer como un crítico, interpretando la obra en un contexto cultural al que se va a dirigir para evaluar, hacer entender o simplemente dar noticia de la obra. Y se puede leer como la gran mayoría de los lectores, por incontables razones, entre las que destaca al final el deseo de ser llevado a mundos de ficción y explorar historias de otra gente.

La Nueva Crítica insistió mucho en la desaparición del autor y la preeminencia del texto, en la objetividad que tienen palabras unidas en frases y párrafos. Abominó de quienes buscaban en él claves morales o políticas y no atendían a la objetividad de las oraciones. En el dilema wittgensteiniano entre decir o mostrar, se inclinaron por lo primero abominando incluso, como Anne Banfield de todo subtexto que no sea el expresado en la forma de la frase (Unspeakable sentences. Narration and representation in the language of fiction). La teoría literaria posmoderna se opuso en una escalada de aboliciones, a que existiera tal cosa como una voz y una lectura. Un texto son todos los textos, una lectura todas las lecturas. Todos ellos despreciaron las lecturas ideológicas o morales como formas de interpretar y valorar las obras de ficción.

Tal vez con razón. En una primera instancia la literatura es literatura, es una forma de armar y contar un relato, una historia en algún lugar real o ficticio y por ello la lectura debería primeramente degustar la forma, como la escucha de la música se deleita en la forma que la composición elige para combinar sonidos y silencios. Cierto. Pero no acaba aquí la historia. La literatura que leemos, las películas o series que vemos, no son objetos neutros que pasen por nuestra alma como la lluvia que nos moja sin calar más adentro de la piel. Al menos no todas. Hay, claro, una enorme cantidad de textos e imágenes que consumimos por puro placer de la distracción y que no tienen más efecto que ese. Otras, sin embargo, son agentes formativos con una fuerza que ninguna otra interacción cultural tiene. Los personajes que hemos leído o visto componen una parte íntima de nuestra proyección imaginaria y se van depositando en nuestras vidas formando parte de nuestros yoes imaginarios. No puedo pensar mi adolescencia sin las docenas de veces que releí Stalky & Cia. de Ruyard Kipling, la historia de cuatro amigos en un internado inglés en el que tienen que sobrevivir a la atmósfera de estupidez. Estaba seguro que Kipling lo había escrito para mí. Lo consultaba como un manual de rebeldía tan ingenuo como eficiente para explicarme a mí mismo y orientarme en el presente. Otras lecturas como La madre de Gorki y El extranjero definieron mi entrada en la juventud. Los pensaba más como enigmas que debía de resolver con mi propia vida.  

Más cercano a mi forma de leer literatura, Wayne Booth, alineado con una tradición humanista en teoría literaria, concibe el relato de ficción como un acto comunicativo modelado por las elecciones retóricas del autor. Los instrumentos narrativos que emplea son artificios persuasivos para transmitirnos una mirada moral sobre el mundo, incluso o sobre todo cuando la autora o el autor se proponen no moralizar, como era el caso de Flaubert, quien pese a ello escribió historias que formarían parte de la educación moral de más de un centenar de generaciones, pasadas y futuras.

Ya como profesional de la filosofía, no puedo entenderla sin la ciencia, sin la atención diaria al mundo y, sobre todo, sin la literatura como fuente de experiencia para pensar la historia. Hay una larga tradición de literatura contemporánea con una evidente textura moral. De la generación nacida en los cuarenta, Toni Morrison, J.M. Coetzee, Sebald,.. ; de la generación de los sesenta, David Foster Wallace, cuya parodia de la parodia posmoderna constituye una mirada filosófica profunda, Belén Gopegui, cuyas obras están tan llenas de dilemas morales como las de Camus o Irish Murdoch,  Roberto Bolaño, solo en apariencia posmoderno, incluso Francisco Casavella o Juan Bonilla. La literatura española más contemporánea, la escrita en el siglo XXI o sus albores, producida por los milennials, es sorprendentemente una literatura explícitamente moral. Digo que con sorpresa porque las autoras y autores se han formado en un medio académico posmoderno y nietzscheano de sospecha sistémica contra todo realismo moral, contra la moral en sí misma. Por supuesto la literatura de la crisis: Marta Sanz, Isaac Rosa, Elvira Navarro, Remedios Zafra, María Sánchez o la escritora del momento, Cristina Morales, pero también la que se posiciona en el lado formalista o moral y políticamente escéptico como Alberto Olmos, Patricio Pron o Gonzalo Torner. El siglo XXI está impregnado de relatos de personajes en un mundo del que se han ido los dioses. Diría lo mismo del teatro, especialmente de la obra de Juan Mayorga, filosóficamente impregnada de Benjamin y Brecht, o el expresionismo artaudiano de Angélica Lidell, pero las artes escénicas ya nos conducen a otro lugar, el del acto de puesta en escena, que tiene connotaciones más densas.

Estas obras, que cito solamente porque me son más próximas, son ocasiones para que el alma atraviese un territorio lleno de interpelaciones morales, de zonas nebulosas donde se confunden las conclusiones rápidas, de dilemas que son los de la propia vida. El acto de lectura es ya un acto moral por más que leamos superficial o profesionalmente. Un relato entraña siempre conceptos puestos a funcionar en ubicaciones y tiempos concretos. Son por ello maneras de ordenar el mundo incluso aunque parezcan simples historias, al modo del realismo sucio norteamericano. Es un acto que nos lleva a la zona gris de Primo Levi, un lugar pantanoso y opaco donde las víctimas y victimarios difuminan sus fronteras y donde los personajes te están continuamente interpelando: "¿y tú qué, acaso te piensas mejor que nosotros?" Recuerda Juan Mayorga para explicar la zona gris de Levi, que tanto ha influido en su dramaturgia, el vídeo que circuló hace pocos años por las redes en el que un neonazi pateaba a una persona en un vagón de metro. Hasta aquí la noticia para consumo de las redes polarizadas. Pero al fondo se veía a una persona que escapaba rápidamente de la escena al llegar a la estación. También para ejercicios ideológicos. Más tarde salió la noticia de que aquél chico era un emigrante sin papeles. Aquí empieza la literatura y la interpelación. Este detalle informativo ya es una pregunta dirigida a nuestras convicciones: ¿qué habrías hecho tú en una situación como la suya?

Habituado a un consumo bulímico de textos filosóficos por vocación y devoción, hay ciertos momentos en que mis ojos se distancian y comienzan a leer la filosofía como acto comunicativo literario, como relatos que están hechos de conceptos y no de personajes. En esos momentos, que a veces se alargan a épocas en las que te cuestionas tu trabajo, empiezas a leer moralmente los textos, no por las afirmaciones éticas que contienen o soslayan, sino por la misma moral que expresa la escritura. En los textos filosóficos siempre hay un lector presente: el exiguo lector exigente de la comunidad académica, al que hay que convencer con artes retóricas de la relevancia de algún complejo razonamiento para dar forma a un concepto; la lectora profesional o estudiante menos deformada por la retórica de la escuela respectiva que, sin embargo, lee aquellas palabras demandando luz en el laberinto oscuro de las ideas; aquél lector  que no sabe de jergas  y que ni siquiera es filósofo pero que, como Hume, necesita en ciertos momentos pensar sobre su vida o su entorno y busca allí respuestas a preguntas con las que intenta salir de la banalidad de su vida. Escribir filosofía, leerla, es también, siempre, un acto moral que no es menos exigente que el conceptual y analítico. Decía el wittgensteiniano Stanley Cavell, en un escrito muy autobiográfico, que quien llega a la filosofía como profesión, no como simple medio de vida o de becas, aspira a encontrar un tono ("A pitch of philosophy") que define su expresión y define su carácter, también moral, en la escritura. El tono en filosofía es similar al de la escritura de ficción. Implica una fusión de fondo y forma en la que se manifiesta una cierta moral profunda del acto de escritura, que no es sino una oferta, y del acto de lectura, que no es sino una apropiación. Quizá por ello es tan fácil detectar los elementos retóricos que están orientados, como en literatura, como en arte, a la mera disputa de un puesto en el campo, como explicaba Bourdieu, y que en sí mismos son actos de contenido moral, como lo son las compañas que elegimos. 









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