domingo, 31 de mayo de 2020

Lo que aprendemos en el arte






¿Quiénes son ellos? Algunas decenas, algunas centenas de proletarios que tenían 20 años alrededor de 1830 y que habían decidido, en ese tiempo, cada uno por su cuenta, no soportar más lo insoportable: no exactamente la miseria, los bajos salarios, los alojamientos nada confortables o el hambre siempre próximo, sino más fundamentalmente el dolor del tiempo robado cada día para trabajar la madera o el hierro, para coser trajes o para clavar zapatos, sin otro fin que el de conservar indefinidamente las fuerzas de la servidumbre junto a las de la dominación; […] La subversión del mundo comienza a esa hora en que los trabajadores normales deberían disfrutar del sueño apacible de aquellos cuyo oficio no obliga a pensar; por ejemplo, esa noche de octubre de 1839: a las 8 más exactamente, se les encontrará en casa del sastre Martin Rose para fundar un periódico de obreros. El fabricante de compases Vinçard, quien compone canciones para la goguette, ha invitado al carpintero Gauny cuyo humor taciturno se expresa sobre todo en dísticos vengadores. El pocero Ponty, poeta también, sin duda no estará allí. Este bohemio ha optado por trabajar de noche. Pero el carpintero podrá informarle de los resultados en una de esas cartas que él transcribe hacia la medianoche, luego de muchos borradores, para hablarle de sus infancias saqueadas y de sus vidas perdidas, de las fiebres plebeyas y de las otras existencias, más allá de la muerte, que quizá comiencen en ese momento mismo: en el esfuerzo para retardar hasta el límite extremo el ingreso en el sueño que repara las fuerzas de la máquina servil (Jacques Rancière, La noche de los proletarios)


Paradojas del aprender


Está ya planteada la pregunta de qué aprendemos de la praxis acerca de nuestra posición (personal, colectiva): ¿qué se puede aprender de la práctica en un espacio social generalmente opaco con respecto a los principales ejes de la opresión y el estigma? La Revolución Científica hizo nacer la conciencia de que la realidad física no es transparente y que las cosas no son a veces como aparecen. En lo que respecta al mundo de lo social y especialmente al mundo de la mente, la idea de que ambos son transparentes sobrevivió sin embargo hasta lo que llamamos la Escuela de la sospecha (Marx, Nietzsche, Freud) y, en general, a la emergencia de las ciencias sociales y cognitivas. Hoy sabemos que también en lo social y en lo personal las cosas no son como aparecen, que no hay que fiarse de las apariencias, ni siquiera, o sobre todo, de las apariencias propias.

La explicación que dio la modernidad acerca de la distinción entre apariencias y realidad se transmitió al mundo de lo social y lo mental. Las apariencias, en Galileo y Descartes, fueron eventos subjetivos, mentales, mientras que la realidad estaba hecha de fuerzas ocultas que producían esos sucesos sin ser de su misma naturaleza. Como ejemplo, los colores son sucesos mentales, mientras que la realidad está hecha de reflejos de fotones de frecuencias diversas que impactan en los receptores de la retina. La Escuela de la sospecha aplica una distinción similar a las apariencias sociales: el fetichismo de la mercancía, el resentimiento creativo o el poder del subconsciente operan de un modo parecido: algo más allá de la conciencia que produce un estado de apariencia: ideología, moral, cultura. ¿Cómo aprender sobre algo que está más allá de nuestra conciencia? En cierta forma esta pregunta conecta con una tradición de paradojas del aprendizaje, y especialmente con la paradoja del Menón: si no sabes, ¿cómo podrás saber que has aprendido algo?; si ya sabes, ¿para qué vas a aprender? En este caso, la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo de la mente y la sociedad plantea la paradoja de qué podemos aprender en nuestra conciencia sobre nosotros mismos o nuestra posición en la sociedad si ese aprendizaje no es más que el fruto de fuerzas que están más allá de la conciencia.

Desde un punto de vista moral o normativo las cosas empeoran cuando consideramos con Primo Levi la inestabilidad moral y política de las posiciones en lo que llamó la zona gris. En los campos de exterminio, contaba, a veces las víctimas se comportan como si fuesen odiadores y enemigos de otras víctimas, como si víctima y victimario se confundiesen en los espacios de destrucción. La profesora de clásicas Mrs. Curren, en la Edad de Hierro de J.M. Coetzee, observando el paisaje de destrucción de la Suráfrica del apartheid, afirma “hay tiempos en que ser buena persona no es suficiente”. Tiempos y espacios en los que se alza del suelo una niebla moral que impide el juicio y la acción correctos. ¿Cómo saber en esas circunstancias si hemos aprendido las enseñanzas de la historia? En tiempos y espacios de dominación los sujetos personales y colectivos se descentran, su identidad no puede considerarse un origen sino, en todo caso, un producto de historias contingentes en las que se entrecruzan formas de poder que dan lugar a contradicciones extrañas que convierten a la víctima de unos contextos en opresor en otros. Cuando Schiller escribió sus Cartas sobre la educación estética de la humanidad, en las que proponía la educación de sensibilidad a través de la creación que se da en el juego, quizás no era consciente de las profundas contradicciones del sujeto, como si la educación fuese posible sin cambiar la sociedad y, de forma correspondiente, como si el cambio de sociedad fuese posible sin educación y aprendizaje de la sensibilidad.

No es posible, tal vez, que se despejen las nieblas que dificultan los aprendizajes de formas puramente individuales ni tampoco colectivas, cuando están bajo la condición de masa o multitud. Solo en los contextos de apoyo mutuo en fraternidades epistémicas el cuidado y la atención interpersonales pueden negociar las contradicciones, comprenderlas, hacerlas a un lado o escalonar su fuerza y su daño. Las fraternidades epistémicas son productos de una relación procomún, de redes a un tiempo cognitivas, emocionales y prácticas. En ellas no desaparecen las paradojas del aprendizaje y pese a todo dan lugar a procesos de reforzamiento mutuo, como los cordones de la bota que no sujetarían si se pasasen solamente por un orificio, pero que alternamente afirman el cuero al pie. Existen estas comunidades de aprendizaje por doquier, no sería posible la recreación de la cultura sin ellas, pero si se trata de educar la sensibilidad como mediación entre la pura reactividad emocional y la fría racionalidad, tal como proponía Schiller, cabe preguntarse dónde si no es en el arte podríamos encontrar un contexto social privilegiado para la educación de la sensibilidad. Y esto nos lleva a preguntarnos cómo el arte podría ayudar a moverse entre la niebla que opaca las posiciones sociales y los estados personales. Pues a veces, cuando faltan nombres y conceptos, son los relatos, el teatro, la música y danza, las artes plásticas los andamios sobre los que la experiencia puede reconstruirse a partir de vivencias oscuras y subjetividades descentradas.

Aprender en el arte


Décadas de crítica han estigmatizado el arte didáctico y lo han convertido en diana de las críticas formalistas. La didáctica sirve para convertir en artistas a amateurs, pero nunca debe ser una regla de medida de la calidad de una obra. Todo lo contrario. Mucho menos cuando es didáctica moral o política. Belén Gopegui recuerda con ironía el dicho de Balzac: “la política en el arte es como un pistoletazo en medio de un concierto”[1].  Pero hay algo extraño y contradictorio en la obsesión modernista y postmodernista por excluir la política del arte. Es extraño porque es como si toda una corriente cultural decidiese algo así como el ostracismo del sexo en las artes, como si ello fuese una zona de la realidad que debiera quedar, como en la Inglaterra victoriana, en el armario de las cosas de las que es de mal gusto hablar. Es contradictorio porque el arte siempre es político y didáctico. Lo fue en lo que Jacques Rancière ha llamado el régimen moral del arte, cuando estaba al servicio de la educación religiosa del pueblo y de la educación erótica y política de la aristocracia. Pero sobre todo lo ha sido en la época moderna, en lo que ha llamado el régimen estético del arte, cuando las diversas formas artísticas se convierten en el medio en el que se educan las sensibilidades, se crea el sentido y se distribuye lo visible.

Ciertamente, no es el arte algo didáctico al modo que lo es la escuela o la prensa. No ejerce una enseñanza asimétrica fruto de las intenciones didácticas del creador o intérprete. Es el proceso completo de la creación, interpretación, difusión, la obra en sí, la expectación de aquella, las transformaciones en la mente activa del lector o espectador, las metamorfosis que induce en la sociedad en la que circula, el trabajo de reflexión crítica. Hablo de “aprender en el arte” porque la preposición “en” es pertinente. Existe algo así como una dialéctica de estar dentro y fuera a un tiempo en cada uno de los momentos de la complejidad del proceso: el creador, la creadora están dentro y fuera de sí en la producción. Quizás Brecht y Benjamin desbarraron un poco al hablar del “autor como productor” tomando el modelo del proletario asalariado. A diferencia del proletario, el autor no está completamente fuera de sí, convertido en mercancía; está en el espacio liminal donde se elabora la experiencia construyendo mundos con trozos de mundo. Y lo mismo ocurre con el intérprete, la obra y el espectador o lector. Todos existen en un doble espacio de lo objetivo y lo subjetivo en donde nacen los significados en las prácticas de creación, interpretación, participación, lectura, expectación o crítica cultural. Y es precisamente esta doble existencia la que permite que el arte anticipe realidades y elabore los rincones más oscuros de la vida personal o común, es decir, abra posibilidades.

La entrada en el terreno liminal del arte significa el ingreso en un territorio que transforma a quien se adentra en él. La transformación es un subproducto del complejo social que introduce el arte en la sociedad, no una producción intencional del artista, el curador o la institución arte. Pero, además, en lo que respecta a la opacidad en la que discurre la existencia, la capacidad transformativa se incrementa cuando el acceso es entrelazado y comunitario, constituyendo una forma de acción y conciencia colectivas.

En los años sesenta del siglo pasado nació una nueva forma de vanguardia artística enfrentada al elitismo artístico y resuelta a romper las fronteras entre arte y vida: Josep Beuys, entre otros muchos artistas, el movimiento Fluxus y las diversas formas de situacionismo trataron de extender la conciencia de que el arte es de todos y no una forma de mercado de obras o de prestigios artísticos. La propuesta de Debord de que el arte debería crear “situaciones” -o la de su entonces amigo y mentor Henry Lefebvre de que debería crear “momentos” como espacios liminales en los que fuese posible la transformación a un tiempo de la conciencia y la sociedad-  recogían esta nueva estética de la resistencia que había sido anunciada por Walter Benjamin, cuando analizaba gozoso el poder de las primeras películas de dibujos animados de Walt Disney y las de Charlot para abrir ventanas a mundos diferentes. Jacques Rancière, en La noche de los proletarios. Archivos del sueño obrero, recordó las iniciativas de arte llevadas a cabo por obreros parisinos del siglo XIX después de su trabajo, en las que la representación de obras de teatro se convertía en la forma explícita de sus deseos de otra vida, de dejar de ser proletarios para ser personas. Las innumerables actividades culturales de los ateneos libertarios y de los grupos anarquistas en el campo andaluz fueron también ejemplos de creaciones de fraternidades estéticas y epistémicas. En la misma línea de la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire, el “teatro del oprimido” del director teatral brasileño Augusto Boal difundió, también en los años sesenta por el mundo estrategias dramatúrgicas comunitarias y liberadoras. Gloria Anzaldúa, una de las madres del pensamiento interseccional, poeta y feminista, aconsejaba a todas las mujeres que comenzasen a escribir en un cuaderno todos los días, aún si apenas supieran hacerlo. Remedios Zafra, en nuestro tiempo y espacio, en Netianas, en (h)adas. Mujeres que crean, programan, prosumen, teclean y otros libros y escritos, ha promovido también la acción técnica y artista comunitaria como instrumento de emancipación. 

Lamentablemente, el impulso sesentero del situacionismo ha devenido en una versión light, como han denunciado Claire Bishop (“Antagonism and Relational Aesthetics”) y Alberto Santamaría (Alta cultura descafeinada. Situacionismo low cost y otras escenas del arte en el cambio de siglo), en una estrategia chic para comisariar eventos y dirigir museos de arte contemporáneo. Las iniciativas radicales no pueden ser confundidas con estas microtopías (el término es de Claire Bishop) que no son sino modos de acomodar productos en la industria del turismo cultural.

Hay muchas objeciones a las propuestas de un arte comunitario (no relacional) y deben ser tratadas con más cuidado del que pongo aquí. Está, por una parte, la cuestión de la calidad artística. Esta es una objeción seria, pero puede comenzar a responderse si atendemos a ciertas analogías con otros aspectos de la sociedad: es como si dijéramos que la medicina superespecializada es una crítica a la atención primaria y, sobre todo, a los hábitos de vida saludable de los ciudadanos, o que el fútbol de élite es una crítica al peloteo en los recreos de de los colegios de barrio. Una segunda crítica posible es la de que no hay por qué considerar revolucionario el que gente aburrida pase sus tardes aprendiendo a pintar o en grupos de teatro. Esta crítica es más dolorosa porque no proviene de las estrategias de distinción artísticas sino de un más peligroso elitismo estético basado en un imaginario de almas cercanas a lo sublime, sumillers de los aromas del arte muchos pisos por encima de los burdos bebedores del vino de garrafón artístico.

(CONTINUARÁ: “Hacer palabras con cosas”)




[1] Gopegui, Belén (2008) Un pistoletazo en medio de un concierto, Madrid: Editorial Universidad Complutense.



La fotografía es del Gramsci Monument de Thomas Hirschhorn

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