domingo, 7 de junio de 2020

Hacer mundos con cosas







Cosas que hacen


Cuando el antropólogo Alfred Gell (1945-1997) murió tempranamente de cáncer, apurando sus últimos días para terminar su libro Arte y agencia que su mujer habría de publicar al año siguiente, no podía saber que estaba produciendo a la vez un giro en la antropología y en la estética. A la antropología no había que enseñarle que la cultura material es una parte esencial de la cultura pues ya estaba en el corazón de su proyecto como ciencia. Los estudios sobre el intercambio kula de Malinowsly, sobre el potlatch y la economía del don de Marcel Mauss se encuentra entre los orígenes de la atención antropológica hacia el entrelazamiento entre objetos y prácticas en las diversas culturas. La antropología contemporánea de Bruno Latour, Tim Ingold y Daniel Miller ha extendido con éxito y capacidad de renovación la idea de cultura material al estudio de las culturas de nuestro tiempo. Aun así, quedaba (y queda) mucho por escribir en letra pequeña sobre las relaciones entre prácticas, objetos y subjetividades y experiencias; mucho por estudiar sobre cuál es la cultura material de la epistemología y la estética, del conocimiento y el arte; un océano de ignorancia sobre cómo el cuerpo extendido, la mente extendida, el cuerpo y la mente distribuidos producen subjetividades, identidades, cultura, resistencia. El libro de Gell es uno de los más iluminadores pasos en este largo camino.

La Teoría del Actor Red de Latour y Callon es una aproximación simétrica a la idea de agencia, en donde la simetría consiste en el emborronamiento de personas y artefactos referente a la capacidad de cambiar las cosas. Latour usó el término actante, tomado de la teoría literaria para expresar esta simetría. El concepto de Latour es demasiado general, demasiado poco iluminador, demasiado posmoderno y “francés” para permitirnos entender por qué y cómo aprendemos de la práctica, por qué y cómo las cosas que hacemos nos transforman. La teoría de Gell es bastante más sofisticada y abre posibilidades que se extienden desde el arte, que era su objetivo, hacia otros campos como el conocimiento y, en particular, las epistemologías de la resistencia social a la dominación.

La teoría de Alfred Gell se resume básicamente en que el arte pertenece a una familia de prácticas en las que hacemos cosas para hacer cosas con la gente. La religión, una región de la cultura muy cercana al arte, de la que el arte en su concepción occidental puede considerarse como su sucesor natural, agrupa un conjunto variado de prácticas que producen cosas que producen subjetividades, acciones, formas de vida: se fabrica un templo para dividir los espacios y tiempos en sagrados y profanos; se fabrican imágenes para producir piedad; se escriben libros para generar plegarias y sentidos de culpa, … Los objetos, en un sentido amplio que acoge lo físico y lo informacional, median las relaciones sociales, son parte de las relaciones sociales y por ello del orden que constituye las sociedades.

Los objetos de arte son teorizados por Gell como un tipo muy particular de significados: son índices en el sentido peirceano, al modo en que el humo es un índice de fuego. Un objeto de arte es un índice de agencia, un productor de inferencias de que aquello está producido de forma agencial para, a su vez, producir efectos agenciales. Como en el viejo y mal chiste sobre arte contemporáneo, si encontramos una fregona en una sala de un museo, ese objeto se convierte en arte si produce inferencias sobre la agencia compleja del artista, del comisario, de los espectadores, de la forma “instalación” que hace que ese objeto haya suspendido su humilde función como herramienta de limpieza.

Los objetos/índices se articulan en una taxonomía de cuatro elementos que delimitan la teoría del arte de Gell: artistas, índices (objetos), prototipos y destinatarios. Los artistas son lo que usualmente entendemos por tales, desde los artesanos a los intérpretes o autores. Los destinatarios pueden ser tanto el público espectador como los mecenas o coleccionistas. Por último, los prototipos son esquemas de significado que permiten situar el objeto en un marco de interpretación artística. Son prototipos, por ejemplo, los géneros en pintura, literatura, música o cine.  A su vez, las relaciones entre estos cuatro componentes se ordenan asimétricamente en agentes y pacientes.

Cualquiera de los elementos puede ocupar en algún momento el rol de agente o el de paciente: el artista, en el sentido más intuitivo es agente respecto al objeto cuando lo elabora, pero puede ser paciente respecto al prototipo cuando tiene que amoldarse a las normas del género; los destinatarios pueden ser pacientes cuando son meros espectadores pasivos, pero agentes, por ejemplo, cuando son mecenas o demandan un cierto prototipo. Esta doble mirada como elementos y como roles produce complejas formas de agencia. Así, podemos pensar en Caravaggio como un gran artesano que produce un cuadro de la muerte de la Virgen como un cuadro de género ordenado por Laerzo Cherubini para su capilla en la iglesia Santa María della Scala en el Trastévere, y por ello destinado a producir piedad en los fieles. Este esquema lineal de agencia en el vértice tenemos al artista, aunque también al mecenas que hace con su dinero que Caravaggio se ponga a trabajar, pero también con su intención de que obedezca a un prototipo. Caravaggio, a su vez, paciente como artesano al servicio de la nobleza, puede actuar como agente no solo como pintor sino como revolucionario que se niega a seguir las normas del prototipo y representa en el cuadro a una mujer muy normal en su lecho de muerte.

El rol de agente/paciente puede ir cambiando a lo largo del proceso de creación y difusión del arte de manera que la historia de un objeto de arte se ramifica en situaciones y momentos variantes en los que cada elemento se activa o se acompasa. Pensemos en los avatares de La Venus del espejo de Velázquez, desde su nacimiento de las manos del pintor a los múltiples gabinetes de la nobleza que ocupó con el tiempo hasta terminar en la National Gallery, en donde el 10 de marzo de 1914 la sufragista Mary Richardson la acuchilló en un acto a la vez político y estético en protesta por la detención el día anterior de su compañera de luchas Emmeline Panhurst.

En estos circuitos de agencia caminamos desde el espacio oscuro de lo inexistente a los significados que suscitan las obras de arte, como iluminaciones y operadores de posibilidad que no pueden ser sustituidos por ningún otro componente cultural en la producción de sentido. Artes plásticas, escritura, artes escénicas, música, artesanías varias, como ejercicios de agencia que producen y son producidas, como articuladoras de una historia de cultura, sociedad e identidad.  

Quienes defienden las «experiencias estéticas» dirán que una imagen como fuente de poder, salvación y exaltación religiosos no se aprecia por su «belleza», sino por motivos muy distintos, pero yo considero falaz tal posición por dos razones. Ante todo, no puedo diferenciar entre la exaltación religiosa y la estética; yo diría que los amantes del arte sí adoran las imágenes en los sentidos principales de la palabra, aunque racionalicen su idolatría de facto como un asombro estético. Por tanto, escribir de arte, sea lo que sea, es escribir o de religión, o del sustituto con el que se satisfacen quienes han abandonados las formas públicas de las religiones comunes. La herencia puritana protestante en comunión con cierto sofisma en la teoría del arte ha fraguado una mala fe sobre el «poder de las imágenes» en el mundo occidental contemporáneo, como ha demostrado […] Hemos neutralizado nuestros ídolos al reclasificarlos como arte, pero seguimos venerándolos con tanta intensidad como el idólatra más devoto ante su dios de madera, y específicamente me incluyo en esta descripción. En segundo lugar, desde el punto de vista antropológico, hemos de reconocer que la «actitud estética» es un producto histórico de la crisis religiosa causada por la Iluminación y el ascenso de la ciencia occidental que en absoluto resulta práctico en las civilizaciones que no han asimilado la perspectiva iluminada, a diferencia de nosotros.  (Arte y agencia, p. 138)

Dramas y tramoyas


El modelo de Alfred Gell es incuestionablemente valioso e iluminador. No hay duda. Es una teoría del arte y la cultura material que no solamente debe ser conocida sino aprendida y ejercitada. Pero aún es insuficiente para responder a las preguntas sobre cómo aprendemos de la práctica y en particular del arte. Las variedades del arte atraviesan en su diversidad de roles las distintas culturas, tiempos y espacios. A veces su agencia es parte de la violencia, como las decoraciones de los escudos que ilustra Gell, cuya función es asustar al enemigo; a veces, como la arquitectura del Vaticano, está orientada a aplastar al visitante de aquel espacio y reducirle a un tamaño mínimo frente al poder celestial y de sus representantes en la Tierra. Pero a veces, también, puede ser liberador como el friso de las guerras entre lapitas y centauros expoliado en Berlín y narrado como un ejemplo de la lucha de clases por el obrero de La estética de la resistencia de Peter Weis. El ensamblamiento de esta novela y de la gigantomaquia que abruma en el hall del Museo de Pérgamo produce, al igual que la agresión a La Venus del espejo, una resignificación que puede que irreversiblemente nos lleve a ser otro tipo de espectadores de la obra.

Alfred Gell centró su teoría en las artes visuales plásticas, la escultura y la pintura, pero el teatro es una metáfora y metonimia mucho más iluminadora de la capacidad del arte para transformar colectivamente a la sociedad. En el teatro, el objeto producido, la representación, adopta una forma material compleja que nos sirve de andamio para explorar la transfiguración estética colectiva. Se produce lo que Guy Debord llamaba una “situación”, una clausura espacio-temporal en donde ocurre el acontecimiento. Henry Lefebvre usó más el término cronológico de “momentos”. El arte produce situaciones o momentos. En ellos se ensamblan estructuras materiales como es el espacio teatral, el escenario y el lugar del espectador, la tramoya y al mismo tiempo se ensamblan cuerpos y almas: las de los actores y los espectadores, cada uno en posiciones distintas y en una suerte de división social del trabajo emocional.

El esquema dramatúrgico contiene más densidad en las relaciones agenciales y por ello ejemplifica mucho mejor el poder del arte en la educación estética de la humanidad (dominada). El objeto, la situación, el momento, es la presentación de un drama bajo prototipos diversos: puede ser una tragedia, melodrama, comedia, teatro posdramático, pero siempre bajo la idea general de que hay algún antagonismo presente en la sala: alguien tiene lo que otro desea. Autores e intérpretes se transforman para producir un efecto en los espectadores, quienes, a su vez, como espectadores emancipados, se reúnen en algo así como una asamblea en la que la voz la tienen los intérpretes, pero en la que los contenidos son parte de los recursos comunes para entender situaciones complejas.

El teatro tiene en sus variedades (la emocional de la línea Artaud, la distancia reflexiva de la línea Brecht) el poder de hacer presente en un lugar y contexto concreto la complejidad de la agencia personal y colectiva. Aristóteles nos recordaba que el teatro gusta porque no es sino una representación de la acción humana. Tiene el poder del relato, y por ello una fuerza elemental que está antes que los conceptos. Podemos aprender de un relato aunque no tengamos aún conceptos para nombrar lo que ocurre. Asistimos a una representación del poema de Shakespeare, “La violación de Lucrecia” y escuchamos una de las estrofas:

¿Por qué invade el gusano el virginal capullo?
¿O incuban los cuclillos en nido de gorrión?
 ¿O envenenan con fango los sapos a las fuentes?
¿O el dictador se oculta en el pecho más noble?
¿Por qué violan los reyes sus propias ordenanzas?
Será que lo perfecto nunca es tan absoluto
que no admita impurezas o algo lo contamine.

Un lamento de Lucrecia que no entiende qué ha podido causar su mal han sido escritas para la audiencia en ese preciso momento de la interpretación. No conocemos cuáles fueron los motivos de Shakespeare al escribir el poema, no sabemos tampoco qué resuena en las mentes de la actriz que recita los versos; no sabemos qué está pensando el señor de la butaca de al lado, pero sabemos que esos versos fueron escritos para nosotros, cada uno en particular, para que fueran escuchados precisamente en este instante en que nos reunimos con otros en esta suerte de asamblea que es una representación.

No conocemos tampoco la respuesta correcta a estas preguntas que alguien nos recita. Estamos en la zona gris donde muchos, la mayoría, no se sitúan en el lugar de Lucrecia pero tampoco en el de Tarquino y sin embargo sí se saben interpelados por estas palabras a las que responder con otras palabras como “injusticia” o “mal” resulta una pobre respuesta. En ese momento o situación de la representación todos los antagonismos que recorren la sociedad también nos atraviesan y aparecen como carteles de propaganda que desde cada edificio nos preguntasen “¿y tú qué haces ante esto?” al modo en que los anuncios de They live de John Carpenter, 1988 se vuelven órdenes de obediencia al ser vistos con unas gafas especiales. La situación, las voces de los intérpretes, el objeto en sí de la asamblea del escenario, la tramoya y el patio de butacas adquiere la naturaleza de un médium, de una mediación que produce palabras en nuestra mente, que tal vez nunca nos habíamos dicho o escuchado decir a nosotros mismos.

¿Qué tipo de transformación generan las obras de arte de un modo distinto a las herramientas, artefactos de función predominantemente técnica o de los objetos y artefactos de función exclusivamente epistémica (como, por ejemplo, un termómetro, un analizador de proteínas asociadas a un virus o una regla para resolver ecuaciones lineales)? Alfred Gell, de nuevo, observa los ídolos e imágenes religiosas, cuya función básica es movilizar las emociones y conductas de los fieles. Pensemos en los cristos articulados que fueron tan usuales en el barroco que Fernando Rodríguez de la Flor ha estudiado[1] y que generaron toda una suerte de rituales en la Semana Santa como el Descendimiento o el Santo entierro, en los que personas elegidas de la cofradía ejercían roles de personajes evangélicos. En algún sentido, considera Gell, no hay distinción entre la compleja agencia de los cofrades sobre el Cristo y la de la agencia de esta sobre los fieles y el juego de una niña con su muñeca arreglándola y dándole de comer. Hay una suerte de distribución de la agencia entre las personas y las imágenes que cambian el modo en que ambas se comportan. Los cofrades, como la niña, viven en una realidad transcendente en la que prestan a la obra sus propias emociones y pensamientos como un modo de generar una situación particular definidamente distinta a la de otros momentos de la cotidianidad. Aquí es donde se produce la transformación que genera el arte.
Rancière ha especificado dos formas en las que el arte nos transforma: en un primer sentido,  transforma las sensibilidades en tanto que admite como agencia, como contenidos o prototipos parte de las experiencias de la gente que en otros momentos quedaron simplemente en lo inapreciable e irrelevante. Es lo que llama el “reparto de lo sensible”. En otro sentido, las obras de arte crean estas realidades en suspensión que tienen algo de juego y de piedad religiosa, pero que en una sociedad basada en la dominación producen una transcendencia muy real y un deseo de otra vida.

CONTINUARÁ (Sensibilidades y antagonismos)



[1] Rodríguez de la Flor (2012) El cuerpo del fantasta. Sobre mitología literaria hispana y progreso tecnológico”, en Fernando Broncano, David Hernández de la Fuente (eds) De Prometeo a Frankenstein. Autómatas, ciborgs y otras creaciones más que humanas, Madrid: Ediciones Evohé

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