domingo, 14 de junio de 2020

Sensibilidades y antagonismos




La historia humana es una historia de cooperación en un marco de antagonismos. Dos fuerzas de atracción y repulsión que construyen en frágiles equilibrios inestables las instituciones humanas desde la familia al estado pasando por la propiedad de bienes, espacio, tiempo y personas. En los paisajes de amor y violencia que definen la historia, la sensibilidad evolucionó desde la mera reactividad a las formas complejas de emoción con las que se constituye la experiencia. Amar el desierto o las estepas como se ama lo sublime del misterio de lo común en los ritos de paso, reconocer lo siniestro en la atracción por el abismo de la muerte, enseñar al cuerpo a acompasarse a los ritmos de otro cuerpo y al oído al canto de la tarde.

 La sensibilidad que creció en la dialéctica de cooperación y antagonismo lo hizo en el contexto de las prácticas de la comunidad, donde sensibilidades emociones y aparatos conceptuales se fueron modelando en interacción, al compás de cómo las distintas formaciones sociales desarrollaban sus variadas modalidades de distribución de poder. La sensibilidad es la capacidad reactiva a la realidad física y social. No es una capacidad pasiva sino enactiva, producto de la interacción ente la espontaneidad anticipativa de la mente y los estímulos presentes en una realidad estructurada. Como todos los animales con un sistema neuronal avanzado, los humanos accedemos al mundo explotando las estructuras físicas y sociales en la forma de posibilidades de acción. Las palomas explotan el campo magnético terrestre para orientarse en sus viajes del mismo modo que el político avezado explota la reactividad moral de las personas mayores para generar polarización interesada. La sensibilidad es una capacidad compleja que abarca los sistemas sensoriales, pero está conectada con la reactividad emocional y con los mapas internos espaciotemporales y corporales. La fisiología de los sistemas sensoriales varía poco a través de la historia, pero su capacidad de sintonía sí lo hace a través de las culturas. La educación sentimental, la inmersión en prácticas como el arte, orientadas a modificar la sensibilidad, junto a la dimensión de técnicas y habilidades en los distintos trabajos influyen en la discriminación de posibles cursos de acción en las situaciones particulares. Pero, sobre todo, la sensibilidad se educa en la historia dialéctica de cooperación y antagonismo.

No hay que pensar que la dicotomía entre cooperación y antagonismo coincide con alguna división entre lo bueno y lo malo. La calificación moral de las relaciones y comportamientos comienza cuando la cooperación y el antagonismo se observan con la mirada sensible de nuestro sentido de la injusticia. Cuando se inflige un daño que no tendría que haber ocurrido y cuando ese daño no es simplemente individual ni puramente circunstancial sino colectivo y estructural la cooperación y el altruismo aparecen con tintes morales además de los epistémicos y estéticos. Así, cuando observamos que para que una parte de la población disfrute de ciertos bienes es necesario que otra quede desposeída de ellos y sufran en las dimensiones más básicas de la existencia: en la posibilidad de hacer planes de vida y llevarlos a cabo, en la posibilidad de tener una biografía y no un simple diario de supervivencia. Es entonces cuando la cooperación y el antagonismo, en la intersección con el daño y la injusticia, adquieren tintes morales y políticos.

A veces la cooperación es buena y a veces dañina; a veces el antagonismo es violento y destructivo y a veces creativo y beneficioso. Depende de cómo intersequen con la distribución del poder y qué posibilidades abran o cierren: quienes sufren cooperan para cambiar las cosas; quienes dominan en la sociedad cooperan para preservar su estatus. Por sí mismo, el antagonismo no es necesariamente pernicioso. Por el contrario, es una condición natural de la existencia humana. Quizás su forma más fructuosa sea la del antagonismo en el espacio interior, el “yo estoy en paz con los hombres/ y en guerra con mis entrañas” de Machado, ese antagonismo que nace al descubrirse enfrentado a Otro dentro de sí, un yo que oprime al tiempo que invita a la imitación, la máscara blanca de la piel negra o el marrano que lleva dentro el cristiano nuevo, el burgués que habita en el revolucionario, el padre impositivo en los deseos de libertad del adolescente. Por oscuros laberintos el deseo y el antagonismo caminan juntos y se entrecruzan y constituyen. Su tensión está antes o después de la moral.

El antagonismo presenta siempre su relato en un modo dramático que nace en la escisión de identidades: “tú tienes lo que yo deseo”, “tienes lo que me pertenece o tendría que pertenecerme”, “tú deseas lo que yo no puedo concederte”, “tú deseas lo que no quiero concederte”; o, en su forma sartriana: “no soy lo que quiero ser/ no quiero ser lo que soy”. En este espacio de conflicto el antagonismo construye una historia de protagonistas y antagonistas que diseñan formas y distribuciones de la sensibilidad: la interior, que atiende a las fracturas internas de la identidad, la exterior, que atiende a la exclusión y falta de reconocimiento. Los antagonismos educan la sensibilidad.

La sensibilidad también se reparte siguiendo la topología del poder. Simone Weil trabajó algunos meses en una factoría para entender la sensibilidad proletaria: el dolor de las piernas y espalda a lo largo de una jornada de diez horas, la espera para que el capataz te permita ir al baño, el cansancio y hastío con el que se llega a casa al final de la jornada… Hay una sensibilidad de género que capta las formas sutiles de sexismo allí donde el varón cree que sus palabras son formas naturales y espontáneas, nada dañinas, piensa, como si su interlocutora tuviese la piel demasiado fina. Hay una insensibilidad al color y la raza en quienes no han sufrido nunca la exclusión y siguen pensando de sí mismo que no son racistas. En cada conflicto histórico las sensibilidades se dividen en modos de ver, escuchar y hablar. Los antagonismos de clase, género, raza, cultura, sexualidad, corporeidad dibujan topografías de lo visible que reflejan las topologías del poder.

No existen identidades al margen de los conflictos: son los antagonismos los que van definiendo el camino de agravios y resentimientos que conduce a una identificación, es decir a la creación de una propiedad que se impone como una piel no querida en los cuerpos, en adelante calificados antes que comprendidos. Sin los conflictos, cada individuo sería un particular definido por sus relaciones cercanas o lejanas, pero no un ser cuya existencia la ordene un rol social definido por su lugar en un inmenso espacio de dominación. La identificación, el proceso por el que una persona adquiere una identidad social invade su cuerpo como el de los actores que interpretan un drama: abandonan su condición de personas para hacerse personajes. No es pues extraño que el teatro sea el mejor modelo de la acción humana. Se ha recordado numerosas veces que la palabra persona tiene su origen en el espectáculo dramatúrgico, en la máscara con que los actores se cubrían “per-sonare”, para ser comprendidos por el auditorio.

En la literatura dramática, en las artes escénicas, en la audición de conflictos y debates nos purificamos, sostenía Aristóteles: nuestras emociones se enervan y llegan a un punto de inflexión que nos deja exhaustos como lo hacen los dramas cotidianos. Son artes de construcción de personas, así como la educación en las ciencias y letras son artes de construcción de ciudadanos. En una democracia como la ateniense, que intentaba sobrevivir a una humillante derrota en las guerras del Peloponeso, a una peste y a una dictadura, Platón, que intentaba reeducar a la juventud, se encontró con el problema de que la prosa no servía como instrumento y adoptó la dramaturgia como modo de explicar filosofía. Sus diálogos reproducen dramas internos de la razón que eran a un tiempo los dramas de la democracia ateniense. Lope, Calderón, Tirso, Shakespeare, Corneille, Molière, Racine, la Camerata florentina y tantos otros elaboraron el espíritu de lo que habría de ser el nuevo ciudadano, el civites que habitaba las ciudades bajo la forma de estados modernos. En La noche de los proletarios, Rancière rehízo la documentación de los primeros proletarios que tras sus jornadas de trabajo escribían o representaban dramas en los que soñaban con dejar de ser obreros para ser simplemente las personas que representaban sus personajes.

También los conceptos nacen del antagonismo. El concipere latino, el cum-capere que habría de ser el medio del pensamiento cuando en la cultura se impusiese la prosa escrita sobre la poesía representada, las cosas se unen (eso es lo que significa en el origen: “capturar y unir”, como la madre “concibe” cuando óvulo y esperma se unen) y sólo entonces son reconocidas o discriminadas bajo una descripción, bajo una categoría, que, al unir, separa de otras cosas, de otras propiedades que también definirían a la cosa, la hacen visible solamente bajo una luz que oscurece todas las demás propiedades, con las que está en contradicción y otras formas de conflicto. La misma lógica nace en el antagonismo: es la operación de negación la que crea la contradicción fundamental de la que nacen las demás. 

No hay conflicto ni antagonismo sin cooperación (CONTINUARÁ)

La ilustración es La batalla de los centauros, de Miguel Ángel

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