domingo, 15 de noviembre de 2020

Entre Tolstói y Dostoievski

 


Es el libro de George Steiner que más ha logrado impresionarme: Tolstói o Dostoievski. Fue la primera obra de Steiner y sigue pareciéndome la mejor. Es una lectura de las obras de estos dos gigantes que contiene dos tesis: una, literaria, sostiene que la escritura de Tolstói es épica y que debe ser comparada con la de Homero mientras que la de Dostoievski es dramática y su referente es Shakespeare. Es una tesis intrigante para que la debatan quienes se ocupan, como Steiner, de literatura comparada. La segunda es mucho más apasionante y controvertida: Tolstói representa a la mentalidad profética, utópica, que cree y promueve el perfeccionamiento de la humanidad y afirma que el único reino de los cielos posible debe ser realizado en la Tierra. Dostoievski, por el contrario, representa la mentalidad conservadora, la que está segura de la maldad intrínseca de los humanos, de su maldición y de la imposibilidad de redención en esta vida.

Steiner, por convicción, está del lado de Dostoievski, pero su corazón e inteligencia le llevan a una admiración sin límites de Tolstói. En la confrontación de sus puntos de vista sobre la historia y el mundo están reflejadas las contradicciones más fundamentales del pensamiento de la humanidad. Cuando la filosofía se olvida de ella y se sumerge en los tópicos y modas del momento se acartona y convierte en puro funcionariado de la ideas. Homero y Tolstói están del lado de quienes conocen bien la violencia y capacidad destructiva de los humanos, el imperio de la violencia y el terror, pero tienen fe en las fuerzas de la vida, en el poder de la situación y en el valor de la agencia humana. Los relatos de Homero y Tolstói están llenos de objetos, texturas, descripciones concretas y de encuentros memorables de felicidad en los más terribles momentos de la historia. Un Aquiles desolado por la muerte de su amigo organiza unos juegos fúnebres que se llenan de alegría y placeres. Un Pierre Bezújov en el calabozo del ejército francés, mientras Moscú se derrumba en llamas y destrucción, encuentra la felicidad en una patata con sal que le ofrece un amigo que acaba de conocer. En esa patata, piensa Tolstói, se encuentra toda la promesa de salvación humana, la que se puede encontrar en medio de la desolación y que brilla con la luz de la fraternidad de los caídos. 

En el extremo contrario de la filosofía de la historia está la obra maestra de Dostoievski, Memorias del subsuelo, la obra que transformó a Nietzsche y está contenida en Kafka. Dostoievski, el urbano, el especialista en oscuros pasillos y malolientes habitaciones donde mora toda la miseria, dibuja una topografía de la mente y desciende al subsuelo con una falta de compasión que Freud tendría que admirar. Allí solo encuentra resentimiento, una reacción antisocial que aumenta con la inteligencia del protagonista, que se sabe en una doble condición y que habita en un yo dividido entre el ser público que habita las habitaciones del principal y el entresuelo y la miserable criatura que reside en los sótanos del alma. 

Dostoievski el inmisericorde se describe a sí mismo pero sobre todo retrata a brochazos la vaciedad de su generación, del superficial enfrentamiento entre el elitista Turgeniev de Padres e hijos y el nihilista de izquierdas Chernichevski del Qué hacer. Dostoievski solo cree en el pecado, en la irredención. Todas sus novelas comienzan o terminan en asesinatos infames, crueles más por el desprecio con que son realizados que por el acto en sí. La ciudad es el infierno interminable. La oscuridad de Petersburgo es todo a lo que puede aspirar el ser humano. No hay un cielo como el que admira el príncipe Andréi, caído en la batalla o Pierre en la oscuridad de Moscú, desde el trineo que le devuelve a su domicilio.

Es la contradicción metafísica fundamental, que no puede ser jamás confundida con posiciones políticas de izquierda o derecha. En los dos espacios, en todas las generaciones, encontramos la vaciedad de los salones y academias que horrorizan a Tolstoi, a seres oscuros como Andrei y a seres despreciables como Raskolnikov o malvados como el Piotr Verjovenski de Los demonios. Es raro encontrar ya en los textos de ética y filosofía moral interpelaciones a las profundidades de la mente y la agencia como las que significan las obras de Tolstói y Dostoievski, y la apelación a la elección entre la esperanza en esta vida y la desesperación irredenta. La muerte de Iván Illich es una suerte de respuesta a Memorias del subsuelo. No es una obra sublime como Anna Karenina o Guerra y paz, pero es una buena respuesta al personaje del subsuelo.

Leo con curiosidad la recién publicada Tercer acto de Félix de Azúa, una confesada falsa autobiografía de pretensiones generacionales con la curiosidad de quien busca alguna suerte de explicación más que nostalgia, conmiseración o ira contra los yoes del pasado que parece encontrar por doquier en sus irritados artículos, como fantasmas suyos del presente. No la encuentro. Me parece un diario que podría haber sido escrito por cualquiera de los varones que pueblan las tertulias de Tolstói. Una aparente autocrítica que no es sino autocompasión y desprecio elitista: 

Íbamos goteando sobre una Barcelona sin Franco como el líquido que escapa lentamente de los frenos hidráulicos, de modo que para cuando comprendimos que todo había vuelto a la así llamada normalidad ya era demasiado tarde y el pequeño grupo iría acelerando su caída hacia la insignificancia sin poder ponerle remedio: no funcionaban los frenos.

No están entre Tolstói y Dostoievski estas conmiseraciones de intelectual en su invierno, están, quizás, y así han sido saludadas por una crítica afín, todo lo más, entre Turgueniev y Chernichevski. 


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