domingo, 29 de noviembre de 2020

Ciudades de palabras

 




La República de las Letras es una expresión de Erasmo de Roterdam que nombra un sentimiento común de los humanistas del Renacimiento, el de la legitimidad que sentían como nuevos educadores de la humanidad en tiempos de barbarie. Es una expresión ambivalente en la que se depositan tanto los ideales como los peligros de la cultura. Así, las primeras utopías levantan planos de sociedades ideales con un nuevo orden pacífico e incluso comunista de existencia pero son a la vez manifiestos antidemocráticos que heredan de la República de Platón el elitismo y la oculta voluntad de poder de los intelectuales. ¿Quién tiene la ciudadanía de esa república y cuáles son los procedimientos por los que se gobierna? En cada momento histórico hay que hacer esta pregunta y si es razonable entender que la cultura renacentista estuviese contaminada aún de las jerarquías medievales, incluso si representaba ya a la nueva burguesía en ascenso, también lo son las suspicacias sobre las murallas que rodean a esa nueva polis. 

En el capítulo dedicado a María Zambrano, en Políticas de lo sensible, Alberto Santamaría se pregunta por qué Platón excluía a los poetas de esa ciudad. Stephen  Mulhall, en The Wounded Mulhall, un libro sobre literatura y filosofía que reflexiona sobre el personaje de Elizabeth Costello de Coetzee, comienza discutiendo a la honorable filósofa moral de Cambridge Onora O`Neill que desprecia toda filosofía que no sea argumentativa y analítica y excluye al estilo wittgensteiniano del espacio de la filosofía genuina. En el capítulo VI de su libro Memoria de la revolución, titulado "Los espacios de la tradición", Edgar Strehle discurre sobre la obra de Christine de Pizan (1364-1430): en lo que me parece que fue la primera utopía humanista, Christine de Pizan, en La ciudad de las damas, describe un reino habitado por todas las mujeres de la historia real o mítica cuyas gestas no son reconocidas por los hombres y que por ello se refugian tras esos muros de resistencia hechos de palabras. Pizan se siente llamada al acto de fundar esa ciudad, en un gesto que hoy reconocemos como un acto político instituyente. Ella fue de hecho, en una larga serie de escritos, una fina filósofa y consejera política, aunque la historia posterior haya confirmado sus temores de ser ocluida, hasta que recientemente las historiadoras feministas le han vuelto a conceder la ciudadanía de la república de las letras.

En los textos anteriores encontramos buenas razones en las que se reivindican los papeles de ciudadanía de quienes son excluidos por las visiones canónicas de la república de las letras. Alberto Santamaría, siguiendo a Zambrano, nos enseña por qué la poesía, que suspende la relación semántica entre palabra y cosas, entre lenguaje y realidad, debe figurar como una forma de conocimiento y como un ejercicio de filosofía. La poesía, nos dicen María Zambrano y Santamaría, expande lo sensible. Es una razón que los lectores de Rancière reconocemos y apreciamos y que nos resulta convincente. Nos lleva a las Cartas sobre la educación estética de la humanidad de Friedrich Schiller, en las que proponía que la educación de la sensibilidad era la única alternativa política aceptable en un mundo dividido entre la anomia y la violencia. Mulhall, por su parte, trata de explicar por qué la forma relato es tan importante como la forma argumento en la escritura y su razón es similar a la que propone Alberto Santamaría: los relatos, ciertos relatos, expanden "las afecciones del corazón", una expresión que Spinoza nos enseñó y que por él forma parte de la historia cultural de la sensibilidad. La historia de la escritura, como otras artes plásticas o escénicas, es la historia de la sensibilidad, una historia agónica de continua destrucción y reconstrucción de los muros que acogen y excluyen. 

Christine de Pizan, comienza su relato indignada por un escrito de un clérigo del tiempo contra las mujeres: 

Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos –y la lista sería demasiado larga– parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y naturaleza, siempre se inclina hacia el vicio.

Se le aparecen entonces tres damas que le encomiendan la fundación de la nueva ciudad: 

Debes saber que existe además una razón muy especial, más importante aún, por la cual hemos venido, y que vamos a desvelarte: se trata de expulsar del mundo el error en el que habías caído, para que las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse contra tantos agresores. Durante mucho tiempo las mujeres han quedado indefensas, abandonadas como un campo sin cerca, sin que ningún campeón luche en su ayuda. Cuando todo hombre de bien tendría que asumir su defensa, se ha dejado, sin embargo, por negligencia o indiferencia que las mujeres sean arrastradas por el barro. No hay que sorprenderse por lo tanto si la envidia de sus enemigos y las calumnias groseras de la gente vil, que con tantas armas las han atacado, han terminado por vencer en una guerra donde las mujeres no podían ofrecer resistencia. Dejada sin defensa, la plaza mejor fortificada caería rápidamente y podría ganarse la causa más injusta pleiteando sin la parte adversa. En su ingenua bondad, siguiendo en ello el precepto divino, las mujeres han aguantado, paciente y cortésmente, todos los insultos, daños y perjuicios, tanto verbales como escritos, dejando en las manos de Dios todos sus derechos. Ha llegado la hora de quitar de las manos del faraón una causa tan justa.

Esa ciudad de resistencia que propone Pizan volverá a ser recuperada por Gloria Anzaldúa siglos más tarde cuando proponga a las mujeres, a todas, trabajadoras o intelectuales, que agarren un cuaderno y se pongan a escribir. Virginia Woolf había considerado con razón que, para entrar en la república de las letras, las mujeres tenían que conquistar antes un sueldo y una habitación propia, pero ella estaba pensando aún en la escritura como un ejercicio modernista de alta cultura. Anzaldúa llama a un ejercicio ilimitado de la escritura: toda persona debe escribir para pensar y para crear un espacio, una ciudad interior de resistencia. Escribir aunque sea medio a oscuras, con el cansancio de un día de trabajo y alboroto de niños, o de desesperación por la falta de trabajo y por las miserias del día. 

Una vez que derribamos esas murallas que dividen la alta cultura y la cultura popular, la escritura puede recuperar su viejo ideal de república de las letras que, como en la película Kamchatka de Marcelo Piñeyro, 2002, maravillosamente interpretada por Ricardo Darín y Cecilia Roth, se constituye en un último espacio de resistencia contra la realidad violenta y miserable, un lugar que levanta murallas a un tiempo territorios de imaginación futura y de sensibilidad presente.

El arte, la literatura, el pensamiento no tienen formas canónicas. Pueden constituir, como de hecho son, campos intelectuales de competencia, mercados de distinción que ordenan en jerarquías a la gente que entra es ellos, pero no tiene por qué ser así, algo que existe bajo una forma social de mercancía. La vieja idea de la república de las letras no es la del mercado de las palabras. Es la propuesta de una ciudad infinita en donde toda persona funde una ciudad de resistencia y acogida. 





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