Los conceptos de experiencia y agencia se han convertido en
dos temas centrales de la filosofía del siglo XXI tras las sospechas e incluso
desprecio que tuvieron décadas atrás por parte del estructuralismo, el
constructivismo y el posmodernismo. Ambos comparten una complejidad que no
hubiera sido notada sin los ataques de estas corrientes, algo que ha
contribuido a que den lugar a teorías del sujeto y la identidad (otros dos
conceptos en crisis) mucho más prudentes, contextuales y situadas corporal y
socialmente que las versiones de hace un siglo, básicamente desposeídas de
emociones, de integración de lo corporal y lo subjetivo y de relacionalidad
social y cultural. En este breve apunte me voy a referir solamente al concepto
de experiencia y sus complejidades motivado en gran medida por el libro de
Linda Martín Alcoff Violación y resistencia- Como comprender las
complejidades de la violación sexual. No hablaré del tema de Alcoff, la
violación, algo para lo que carezco de autoridad, sino de cómo ella trata esta
experiencia de daño y cómo usar sus análisis, junto a otros como los que ha
realizado Carlos Thibaut para entender lo que he titulado como densidad de la
experiencia.
La experiencia era un concepto central en la filosofía empirista
y en las kantiana y hegeliana en tanto que base fundamental y fundamentante de
la relación con el mundo y por ello de la constitución de la subjetividad. Las
sospechas vinieron de múltiples frentes en el siglo pasado. Así, en la
filosofía de la ciencia se argumentó sobre la “carga teórica” de la
observación, para indicar que no hay observación o experiencia puras sin marcos
teóricos en los que se interpreten los datos sensoriales; el giro lingüístico,
que formó el núcleo básico de la forma anglosajona del posmodernismo, abogó
también por la inutilidad de lo experiencial que no es expresado en un lenguaje
público (como son todos los lenguajes); por último, el posestructuralismo,
Foucault particularmente, y otras formas de constructivismo argumentaron sobre
la construcción social del discurso, y por ello de la forma en que se expresa
la experiencia. Todas estas críticas son básicamente correctas, pero llevaban a
callejones sin salida cuando se trataban cuestiones de agencia, responsabilidad
y normatividad. Fue sobre todo el feminismo filosófico el que notó lo peligroso
de estas derivas que llevaban a dejar sin recursos argumentativos a quienes
querían llevar al debate público y jurídico cuestiones como la violencia contra
la mujer. Los estudios de raza llegaron a conclusiones muy parecidas al tratar
de elaborar las contramemorias de quienes sufrieron esclavitud y marginación
sistemáticas o padecen discriminación y violencia policial por razones de raza.
Todas las críticas posmodernistas y posestructuralistas parecían llevar a un
socavamiento de cualquier pretensión de estar hablando realmente de experiencia
de algo cuando se hablaba de esas experiencias, regalando a los grupos
dominantes y responsables el concluir que solo eran construcciones sociales,
por más que fuesen producto de las conciencias colectivas producidas por los
movimientos sociales respectivos.
Carlos Thiebaut ha tratado con una gran finura teórica la
experiencia del daño refiriéndose a todas estas experiencias a las que hay que
añadir la violencia política, el abuso infantil, la explotación económica y
tantas otras formas de opresión que encontramos en la historia y en el presente.
Tanto Thiebaut como Alcoff tratan el complicado problema de cómo dar cuenta de
la experiencia, como constituirse en un testigo de lo ocurrido y no simplemente
en una víctima pasiva y cómo pensar la subjetividad y la recomposición de quienes
han sufrido estos daños. Ambos aceptan la necesidad de los nombres y las
palabras para que las vivencias de puro sufrimiento se transformen en
experiencia. Ambos también dan cuenta de la necesidad de incorporar a la
sociedad y a la comunidad en estos relatos. Siguiendo un análisis que Josep
Corbi realizó de la tortura y que bien puede aplicarse también a la violación,
no pueden ser entendidos estos daños reduciéndolos a la relación víctima
verdugo o víctima violador. Todas los relatos hablan también de la indefensión de
la víctima al sentir que nadie la protege, que la sociedad que tendría que
hacerlo no está y esta ausencia la convierte también en parte implicada en el
daño. Esta presencia es mucho más notoria cuando las víctimas no son escuchadas
o se siembra la duda y la sospecha sobre su testimonio, produciéndose lo que se
ha llamado una “segunda violación” o segunda tortura cuando estos casos son
tratados por los medios de comunicación o malatendidos por las autoridades que
tienen que investigarlos. Así, la sospecha de “terrorista” que se aplica
sistemáticamente a tantas víctimas de tortura o la de “provocación” a las de
violación, o la banalización de los actos cometidos, como hizo la ley de Estados
Unidos después del 11S o como tantas veces escuchamos en los discursos de la prensa. La sociedad está allí, antes,
durante y después de la violencia.
El análisis de Alcoff aporta una muy productiva cantidad de
conceptos que iluminan la idea de que la conversión de la
vivencia en experiencia necesita relato en el que aparecen voces diversas. De entre
estos análisis, me parece muy relevante el que ella realiza de la profunda
relación entre la experiencia de la violencia sexual y la subjetividad sexual.
Por subjetividad sexual entiende el modo en que las personas constituyen su
forma de vivir la sexualidad. Es una subjetividad cambiante que se desarrolla a
lo largo de la vida en parte impulsada por las experiencias y en parte por la
reflexión que la persona hace de ellas. El principal daño que produce la
violación sexual, afirma Alcoff, es a la subjetividad sexual, una parte tan esencial
de la subjetividad y de la persona. Las supervivientes sufrirán trastornos,
falta de autoestima, desconfianza sistemática, y, en general formas de vida
dañada a causa de estas experiencias. No se trata sin embargo, afirma Alcoff,
de que el tratamiento que se haga de estas víctimas deba ser la restauración de
alguna forma “natural” o normativamente sana de sexualidad. No hay tal cosa
independientemente del contexto cultural y social. Se trata, por el contrario
de qué modos las supervivientes, como las llama Alcoff, entre las que se
incluye, desarrollan una subjetividad propia, definida, que cuide de sí y que
les ayude a sortear nuevos peligros y a discriminarlos con antelación. Se trata,
en definitiva, de convertir la experiencia en un nuevo modo de fortalecimiento
de la subjetividad.
En estos procesos son esenciales los relatos de otras
víctimas, los grupos de apoyo en que se tratan y elaboran estos relatos, lo que
he llamado en otros textos “fraternidades epistémicas”, que no pueden ser
sustituidas por la simple solidaridad social de terapeutas o de personas
allegadas que tratan de ayudar. Hay un elemento de cooperación interna sin el
que la experiencia estará muchas veces, o todas las veces, dirigida por la
mirada y los discursos dominantes. Sobre todo, cuenta Alcoff, son necesarios
para tratar los casos complejos, grises, que no son entendidos ni contemplados
por los estereotipos que tenemos de la violencia sexual. Esta falta de
comprensión la notamos muy bien en la legislación española, por ejemplo, en la
justificación jurídica de casos como el infame de la Manada. Así, Alfcoff critica
cómo muchas legislaciones bienintencionadas se centran en el consentimiento
como frontera aparentemente clara de legitimidad de las relaciones. Pero el
consentimiento no es suficiente, argumenta, pues hay muchos casos en donde el
consentimiento se da precisamente para evitar la violencia o la violación
física, o simplemente, como ocurre en el abuso infantil, generalmente por parte
de personas cercanas, porque no se sabe cómo decir que no. Ni siquiera la
presencia o ausencia de placer es indicativo suficiente, continúa Alcoff. Se
necesitan exámenes complejos y experiencias compartidas para elaborar todos los
daños que se producen a la subjetividad en casos que la mirada social no alcanza
a discriminar.
Me referiré a otra forma de daño para no entrar en estas
complejidades que Alcoff trata tan admirablemente y en las que yo me perdería.
Pensemos en un contexto distinto, en los
daños en la subjetividad que se producen en la experiencia del trabajo
asalariado bajo condiciones de explotación claras, y que Marx resumía con la
idea de alienación como forma dañada de la subjetividad del trabajador. También
aquí hay muchísimas complejidades que se ocultan por la burocratización del
trabajo sindical y por la falta de comunicación en lo que se echa tan en falta
desde el neoliberalismo: las asambleas y los círculos de discusión en donde se
elabore la experiencia diaria del trabajo. Así, por ejemplo, las diferentes
formas de acoso, vigilancia, en ocasiones mezcladas con violencia sexual, con
desprecios e insultos, de desvaloración personal que produce síndromes como el
burnout. Estas experiencias no llegan a elaborarse por déficits sociales de
discurso, pero también por haber entrado en modelos de legislación y vida
laboral que impiden o persiguen la comunicación de experiencias. En el entorno
laboral que me es cercano, el de la enseñanza universitaria, todas las
experiencias de trabajo precario que comienzan en el mismo momento en que se
decide desarrollar una labor investigadora, se pierden por falta de relato y se
transforman en simples formas de sufrimiento personal, de faltas de autoestima,
de bárbaras competencias con los compañeros por un futuro y casi imposible puesto
estable. También aquí se producen diversas formas de acoso e incluso de
violencia sexual, a veces disfrazadas de consentimiento. La alienación es un
término vacío si no lo situamos históricamente en las múltiples formas de daño
que permite la legislación y el modo de organizar el trabajo, que en no pocas
ocasiones, son mucho más invisibles en las nuevas formas de trabajo “inmaterial”
que, equivocadamente creo, Antonio Negri y otros consideran como zonas de
fractura del capitalismo cuando son a veces estructuralmente tan dañinos como
el trabajo material y físico.
La experiencia es densa porque depende del lenguaje y, a su
vez, el lenguaje constituido por discursos, se relaciona con las prácticas
donde nacen estos discursos y, desgraciadamente, tantas veces, por la falta de
espacios de elaboración de estos discursos en fraternidades epistémicas que
cooperen en la formación y reconstitución de subjetividades dañadas. Lo es
también porque involucra el cuerpo, las emociones, la capacidad reflexiva y de
auto-poiesis y autoformación. Y lo es, sobre todo, porque las experiencias no
son meros constructos lingüísticos sino formas de estar en la realidad y de sufrirla
o disfrutarla, porque son experiencias de algo.
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