Paseo por la orilla del río, ahora medio arreglada por una de esas intervenciones del urbanismo contemporáneo con las que invadimos los espacios que nos rodean: un carril para bicicletas, otro para paseantes accidentales, unos bancos ocasión para ejercicios de botellón. Tres adolescentes golpean rítmicamente unos tambores y crean un tapiz sonoro entre el ruido insoportable y el ritmo acompasado. Se me ocurre que es una forma de conversar realizada en la interminable secuencia de repiques. No se dicen mucho más ni mucho menos que esos paseantes enredados en conversaciones autológicas en las que el ni el acompañante escucha ni al hablante le importa. Cada generación crea sus mediaciones: lugares, objetos, ritos que forman la trama de las relaciones con los otros. En mi niñez miraba con distancia y aburrimiento aquella adición de los mayores a ir a la iglesia en cuanto tenían un momento, especialmente en los mejores momentos: los domingos por la mañana. No sabía aún que aquellos reclinatorios, aquellas columnatas y naves, aquellos espacios de sombra eran un cruce de miradas y formas de reconocimiento en los que realizaban su identidad. Esta tarde miro con la misma distancia, pero con más simpatía, estos diálogos de harekrisnas que adornan el paseo fluvial.
Somos los objetos que nos rodean. Depositamos en ellos la responsabilidad de nuestras trayectorias vitales, de nuestros encuentros y desencuentros, de nuestras aspiraciones y decepciones. El viejo cuento explica que el niño descubrió que el emperador estaba desnudo, pero la realidad es la inversa: el niño descubre que los vestidos no tienen emperador.
Google certifica la roca que somos desde lejos.
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