La idea hegeliana de que la filosofía alza su vuelo en el atardecer del día es una piadosa recomendación que no se acepta con tranquila sumisión en la tribu de la filosofía. No es difícil leer la historia de la filosofía como una historia de aspiración al poder: entender el poder ser simplemente como poder. Desde Platón a nuestras generaciones postmetafísicas. Mi generación fue cientificista por razones comprensibles: hijos de "Tiempo de silencio", encontrábamos en la claridad de los lenguajes científicos una promesa de luz que no se hallaba en las oscuras calles de la ciudad. Durante un intervalo, entendimos el enfrentamiento entre cientificismo y anticientificismo como un enfrentamiento entre luz y oscuridad. Pero debajo estaba la voluntad de (querer) poder. En ambos lados: ciertamente, del lado del malestar contra el pensamiento cientificista había igualmente un sentido de promesa en la CULTURA: la moral, la estética, la literatura, la teología, ..., como voluntad de crítica, de eterna negación y de resistencia en una experiencia aún no dominada; pero en las dos orillas estaba el deseo de ser oídos por el príncipe, de ser atendidos en los salones de referencia, de tumbar un gobierno con un artículo, de levantar al pueblo con un libro, en definitiva, de llegar a ser. Cuando uno realiza este pequeño giro escéptico de leer todo texto de filosofía preguntándose: pero, éste, ¿qué pide?, ¿cuánto nos cuesta lo que dice proponer?, ..., todo se aclara: la (filosofía de) ciencia, la moral, la cultura, el arte, etc. Cada ontología, un premio; cada moral, una página editorial; cada epistemología, un carguito.
Todo se ha vuelto ahora más confuso: antiguos cientificistas dedican su tiempo a denostar los peligros de la ciencia; viejos culturetas descubren un arte transformado por las nuevas tecnologías; persistentes moralistas sirven seminarios de ética para empresas y hospitales; exquisitos humanistas se acomodan a una filosofía de prensa matutina; ratones de bibliotecas ahora conspiran, conspiran,... Ciento cincuenta años después de Darwin y Nietzsche, qué difícil resulta asumir la fragilidad, abandonar las historias de la filosofía como filosofías ( y agendas ocultas) de la historia, renunciar a un puesto que la filosofía nunca tuvo (el primer baile en el carnaval de la cultura), ceder el paso en las puertas de la vida.
Ciertamente, en los barrios marginales habitaron siempre filósofos de la humildad. En los márgenes de todos los espacios y lugares: Neurath, Simone Weil, Albert Camus, John Dewey, ... No están en el Olimpo: como Salomón, no pedían la gloria sino la lucidez; tenían muchas cosas que hacer, muchas conversaciones que escuchar; obedecían a la realidad, no al príncipe imaginado; habitaban en castillos interiores donde el deseo de poder no pudre el poder del deseo.
Si uno se sienta en el muelle de la bahía, silbando, a contemplar el crepúsculo, ese momento en el que la luz y la oscuridad se atraviesan, las agrias polémicas se vuelven lejanas conversaciones, las airadas revoluciones y giros conceptuales devienen vórtices que giran sobre sí mismos, la atención se centra en el día que acaba y en las sendas que los emigrantes de la historia han ido trazando en la frontera.
ZONA CREPUSCULAR
ResponderEliminarPrimer movimiento
I
Creen que me paso las horas escuchando música. En realidad escucho silencios. Me interesa cómo cada pieza musical fabrica silencios de muy distinta especie. Lo que atrapa mi alma son los huecos entre la música.
II
Con la luz encendida me muevo en casa como un cuerpo que se desliza por un espacio tridimensional y finito. Con la luz apagada, recostada en la cama viendo los relámpagos caer en silencio, me expando inmóvil de una pared a la otra y yo misma soy mi departamento que mira la tormenta.
III
Nos empeñamos en embellecernos sin darnos cuenta de que lo más importante de un cuerpo es cómo dibuja el aire que lo rodea. Lo mismo pasa con nuestras vidas: cavilamos largamente sobre el rumbo a tomar sin percibir que lo que nos define es nuestra relación con el vacío.
Segundo movimiento
I
Lo que deba ocurrir ocurrirá. Puesto que nada nuevo entra en el
mundo, todo hecho futuro ya estaba en él antes de ocurrir. Por lo tanto, o bien yo ya hice lo que estoy por hacer, o bien nunca lo haré.
II
Me creía una persona equilibrada y ahora que trastabillo veo que sólo
fui una buena equilibrista. Caminé por una cuerda sobre dos abismos
con una vara larga y flexible en mis brazos; en cada uno de sus
extremos una fuerza tiraba hacia abajo. Si hasta ahora me pude creer
equilibrada fue porque las dos fuerzas ejercían la misma presión
y yo sostenía a ambas por igual; eso producía una ilusión de firmeza
en mi paso. Pero apenas cedo ante una de ellas me balanceo peligrosamente.
III
Vivo al mismo tiempo en dos mundos, uno diurno y el otro nocturno. Durante años no percibí que este mundo son dos y creí moverme en uno solo. Creía que la unidad de mi persona bastaba para asegurar la unidad del mundo. Cuando percibí la escisión quise anular uno —el nocturno, que es más difícil de soportar— pero su espesura es tal que cuanto más intento eliminarlo más se intensifica. Ahora comprendo
que dos mundos me constituyen. La cualidad de diurno y de nocturno
de uno y otro no depende de las horas del día y de la noche,
ni de los actos que realizo en cada uno, sino de las condiciones de posibilidad de mis actos. Aquellos que me definen, que escapan de mí como alientos, lágrimas, aullidos o eructos, ésos pertenecen al mundo nocturno.
Epílogo
Tenía casi treinta años cuando descubrí que existe la hora azul y que, aunque habitualmente no reparamos en ella, se repite todos los días. Todos los días cuando el sol se va hay un momento en que ya no quedan rastros de luz solar y, sin embargo, todavía, no es de noche. En esa hora el cielo toma un tono azul tan bello que contemplarlo estremece, y muestra, en todas sus esquinas, el mismo color. La fe celeste hace que los del mundo sublunar reflejemos su
convicción, mientras él oscurece lentamente, hasta entregarnos la noche.
Marina Pérez Muraro
Estudiar la licenciatura en filosofía empuja a la huída. Demasiada "conceptualización" vacía. La filosofía tenía que ser otra cosa, ni mucho menos esa frivolización del pensamiento.
ResponderEliminarAhora, en un campo bastante afín, paralelo, cercano... la literatura, he descubierto la importancia de los márgenes, de las fronteras, de los silencios que enmarcan los poemas. Y es en ese mismo lugar (periférico) donde está la esencia de la filosofía que se nos ocutlan tras los complejos sistemas. Debido quizá a que a algunos les da miedo reconocer su "sencillez" (que no simplicidad), su mundaneidad, su cotidianeidad; esa manera que tiene de "salvar" desde la oscuridad crepuscular, desde el anonimato.
¿Es la filosofía un discurso comunicativo o autorreferencial? Tal vez la respuesta nos de dos caminos muy distintos de entender, vivir y hacer filosofía.
"Ceder el paso en las puertas de la vida". Claro, claro, como aquel autor ya dijo: "El filósofo es el portero del ser".
ResponderEliminarNo, no creo que el filósofo deba ser portero de nada, pero tampoco apresurarse a empujar y pasar antes que nadie. Porteros, profetas, pastores... son todas metáforas del poder (en este caso religioso), me gusta más el campesino que espera en El proceso de Kafka ante el guardian de la puerta, y descubre al final de su vida que la puerta estaba allí para que pasara.
ResponderEliminarY, con respecto a Brida: la literatura, también, pero intenta leer filosofía con esa mirada que tenemos para la poesía, y verás como los textos cambian de color.
Quizá como Marina: ser equilibristas en las sendas de la vida.