La película de Paolo Sorrentino,
Il divo, sobre la vida de Giulio Andreotti, el dirigente italiano que sobrevivió a todos los eternos cambios políticos por más de cincuenta años, y a casi todos sus competidores, adversarios y enemigos, me suscita preguntas que no logro responder adecuadamente. La película es más inteligente que conmovedora. Narra hechos bien conocidos de un personaje público muy conocido también: juega con muy pocos elementos. Mucho ritmo narrativo, una cámara nerviosa, música agobiante, y descansa sobre la interpretación increíble de Toni Servillo, que construye un personaje entre la caricatura y el retrato. No carece de sarcasmo, en muchos momentos es francamente jocosa, como en un curioso enfoque de Andreotti en el que aparece sentado y la cámara nos descubre que es en ese trono tan poco meritorio al que nos llevan las más humildes necesidades. Merece una vista, se disfruta en ella, pero no es eso de lo que querría hablar: se trata de la cosa en sí, de Giulio Andreotti, un personaje que siempre me resultó un ejemplar paradigmático del poderoso en política, del poderoso en general. Gente de la que uno se pregunta qué sienten o piensan cuando dejan la máscara del personaje. La película también se hace constantemente esa pregunta y deja la respuesta en blanco. Quizá, uno diría, porque la respuesta está en blanco también: tal vez estos personajes, como el ciudadano Kane que tanto cito, sean triviales, tiernos y simples, seres a los que en realidad lo que les gusta es el chocolate y mirar culos. Tal vez no: tal vez sean seres oscuros con designios complicados y mentes intelectualmente complejísimas que no alcanzamos a entender los mortales. Andreotti jugaba a ese papel: quería ser considerado un intelectual. No conozco un poderoso que al final de su carrera no quiera ser considerado un intelectual (¿qué tendrá la cosa intelectual?). Andreotti sobrevivió a todos, manipuló a todos, miró a todos por encima de sus cargados hombros, y uno sentía el desprecio universal que desprendía su mirada. No me preocupa si ha sido feliz. Es más que posible que sí. Es una tontería pensar que el poder y el dinero no hacen felices a quienes los detentan. No me hago ilusiones de pobre iluso: me preocupa más de esos personajes el halo de misterio que logran crear con su impasibilidad. La cuestión que me planteo no es qué sienten, sino la de por qué atrae tanto descubrir el secreto tras la máscara del poder, cuando lo que realmente sería fascinante sería conocer los secretos de las máscaras de quienes no lo tienen. Cuando Felipe González estaba en el poder, me dedicaba a observabar con curiosidad a todos los que se sentían como oráculos de sus mínimos gestos (con Aznar pasaba lo mismo). Eternamente pendientes de cuál sería su pensamiento real, su estrategia, su sentimiento, colgados de sus signos: vanas formas de perder el tiempo.
Héroes de todos los tiempos: leo en
Mirabeau o el político, de Ortega, esta frase que me confirma la simétrica admiración que los (algunos) intelectuales sienten por los (algunos) políticos:
"Si en algún momento, por descuido trivial, se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al punto avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego está ocupado casi totalmente por obras impersonales, mejor dicho, transpersonales. ¿Tiene sentido decir de César que era un egoísta que vivía para sí mismo? Pero ¿en qué consistía el "sí mismo", el "yo" de César? En un afán indomable de crear cosas, de organizar la historia. Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y las grandes angustias. Y es inaceptable que el hombre mediocre, incapaz de buscar buscar voluntariamente y soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor y al gran placer"
Me siento muy mediocre, la verdad (discutiría con Ortega estas reveladoras palabras, y quizá me preguntaría si nuestro filósofo está hablando de César o de sí mismo, pero un mediocre como yo no debería atreverse a estas preguntas). Todos los poderosos, tiendo a creer, lo son del mismo modo; cada uno de los dominados, estoy seguro, lo es de forma diferente: desvelar la máscara del héroe, si se logra, llevaría a quien se empeñe en esta poco interesante tarea, a lamentar no haber dedicado su vida a explorar la infinita variedad del alma humana que se encuentra entre los vencidos y los excluidos.
Visito a menudo los estantes de biografías de las bibliotecas para admirarme de esa extraña tendencia a la adulación de los héroes, los nuevos santos contemporáneos. De vez en cuando leo alguna: compruebo que todas esas biografías son la misma biografía, como la borgiana historia universal de la infamia que no es sino repetición del mismo infame. Una historia de desprecios continuos, sarcasmos y carcajadas: la miseria humana es la cosa peor repartida del mundo. La miseria también.
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