Cuando niño, vivía en un pueblo muy pobre de la cara sur de Gredos. Cada año (recuerdo al menos tres años) venía al pueblo un pobre limpiabotas. Un homeless, un sintecho; vivía unas semanas en un bajotechado abierto al viento, con la compañía de un perrito. Venía en invierno y habitaba aquella ruina los días de nieve y viento. Yo vivía en un pueblo en el que los hombres aún usaban abarcas hechas de neumáticos y muchas mujeres iban descalzas y los niños desayunaban vino con sopas de pan antes de ir a la escuela. Recuerdo los desmayos y vómitos de niños de mi edad entonces, cinco o seis años, en el parvulario. Yo era hijo de maestros y estaba fuera de esa esfera pero no puedo olvidarla. Eran los cincuenta en un pais que habría de convertirse en un pais de nuevos ricos. Nos preguntábamos mis hermanos y yo cómo subsistía el limpiabotas en un pueblo sin zapatos. Le pedíamos a mi madre comida para el perrito. Es mi primer recuerdo de sentimiento moral.
El último capítulo del penúltimo libro de Judith Butler, Precarious Life: The Powers of Mourning and Violence (Vida precaria: la fuerza del duelo y la violencia) habla de la precariedad del otro, tal como se manifiesta en su rostro, como origen de la moral. El rostro o, en una cita que Levinas hace de Vida y destino de Vasili Grossman, la parte del rostro que es la espalda doblada de una mujer en una cola, el rostro en todo caso, es el origen de toda demanda: para bien o para mal. Un rostro precario pide ayuda, pero también excita la violencia del poderoso. O del débil: los notaréis por cómo son crueles con los más débiles y sumisos con los poderosos. Algunos detectan la precariedad por la violencia que nace de la excitación que sufre su cuerpo de seres sin sentido.
Es más que sorprendente, trágico e ilustrativo sobre la materia de la que estamos hechos, que la compasión y la violencia tengan el mismo origen. El débil, el precario, suscita a la vez la compasión y el deseo de matar.
Durante muchos años me pregunté qué habría sido de aquél limpiabotas. Estos últimos meses Madrid se ha llenado de sintechos que duermen en los más insólitos lugares del centro. Hacia media mañana levantan sus cartones y oscuras mantas, levantan su malolor y se mueven. Hoy cuenta el periódico que un atracador en paro es lapidado por varios furiosos perseguidores. Venía de ver a su madre, había buscado trabajo por todas partes y sólo se le ocurrió, al final, sacar la navaja y entrar en un salón de juegos.
El rostro precario de la vida, el rostro negro de la muerte.
soy solo un anónimo pero me parece que este blog es de lo mejor que he visto en mi vida.
ResponderEliminarañado, con este blog logro no perder el sentido de la vida, me recupera cada vez que lo leo.
ResponderEliminar