domingo, 15 de diciembre de 2013

El precio de la distancia


Aunque esta entrada quede excesivamente larga por haberme apropiado del hermoso y sobrecogedor texto del Requiem de Anna Ajmátova, uno de los grandes poemas-testimonio de la edad contemporánea, la cuestión que propongo en el cristal de esta ventana es corta y simple: ¿qué precio se paga al escribir?
La escritura o la vida, el arte o la vida, el pensamiento o la vida. Son tensiones desgarradoras que no pueden ser soslayadas con una fácil respuesta de "ambas cosas". No se pueden tener.

Leemos este conmovedor testimonio de una madre que espera en la cola de una cárcel para ver a su hijo condenado por un régimen mortal y pensamos, "qué conmovedor, qué exactitud en la mirada al abismo", "sin estas palabras todo sería un puro reportaje periodístico". Y Ajmátova era tan consciente que en un prólogo meta-poético nos indica que lo que viene más tarde no son sino palabras que responden a la petición de otra madre: "¿usted puede describir esto?"/ "sí, yo puedo". Pero una madre no dice esas palabras que nos sostienen prendidos en el precipicio de la nada. Una madre no tiene palabras, sólo lágrimas, gritos o silencio. Una madre pide a alguien que si puede cuente lo que ocurre. Ajmátova es una madre. Pero también es poeta y por ello asiente y se distancia y deja de ser madre para servir al lenguaje y hacer de las palabras una herramienta de testimonio y emoción. Para ello ha tenido que suspender su dolor, dejarlo colgado a la puerta y sentarse a una mesa a ensimismarse en el ritmo y la resonancia.

No es difícil sentir el desgarro de Ajmátova diciéndose a sí mismas, "pero, ¿cómo es posible que te olvides de tu dolor para escribir estas palabras que no son tu dolor sino tus palabras?" Y este reproche le persigue, como le persigue al novelista y al filósofo la permanente acusación de escapar de la realidad para refugiarse entre relatos y conceptos.

Por dos veces en esta semana me he tenido que enfrentar a esta pregunta. La primera fue en una mesa redonda, en ese momento en que alguien del público siempre recuerda "¿qué hacemos aquí hablando? ¿qué es lo que tenemos que hacer?". La segunda vez, del lado contrario, intentando defender la prosa de Coetzee (nadie como el tan consciente del extraño lugar de quien escribe) ante quienes veían su novela La infancia de Jesús como un ejercicio absurdo. Pero en realidad me enfrento a ella cada vez que comienzo a escribir y a pensar. Al escribir abandonas la fila ante la cárcel. Ya no eres de ellos, te has convertido en alguien que presta la voz, pero al hacerlo tiene que mirar y mirarse desde fuera. Abandonarás los lazos que te unen, el casi consolador sentimiento común que une a las víctimas para irte a un lugar ambiguo a medio camino entre la compasión y la mirada fría del comisario del lenguaje.

A veces es un precio casi impagable en el que te juegas la vida. Quien crea que se puede decir impunemente "sí, yo puedo" sin pagarlo es que no será capaz de cumplir la promesa que le ha hecho a la vecina en la cola de las víctimas. Creemos que estas palabras surgen de una madre hundida, pero es mentira. De una madre en el barro no salen palabras. De las víctimas no salen palabras. Hay que atreverse a dejar de serlo para emitirlas. Y entonces se pierde por segunda vez el vínculo con el mundo.

Me imagino a la madre de la cola a la semana siguiente de haber leído este poema (en realidad fue escrito cuando Anna pudo: después de todo, al final del duelo. Ni siquiera ella fue capaz de pagar el precio). Se habría conmovido con el poema pero estaría para siempre separada de la poeta, ahora convertida en otra cosa, ya no madre, ya no víctima.

A veces este precio es casi impagable. Cuando miro a quienes están redactando tesis, escribiendo artículos, quizá en medio de una novela, me acuerdo del Requiem de Ajmátova. Me gustaría compadecerles, pero es mejor distanciarse y decir en voz alta lo que pasa.



REQUIEM
No, no bajo un extranjero firmamento
ni bajo el amparo de extranjeras alas –
estuve entonces con mi pueblo,
donde mi pueblo, por desgracia, estaba.

EN LUGAR DE UN PRÓLOGO
En los terribles años del terror de Yezhov hice cola durante siete meses delante de las cárceles de Leningrado. Una vez alguien me “reconoció”. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con los labios azulados, que naturalmente nunca había oído de mi nombre, despertó del entumecimiento que era habitual en todas nosotras y me susurró al oído (allí hablábamos todas en voz baja):
-¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije:
-Puedo.
Entonces algo como una sonrisa resbaló en aquello que una vez había sido su rostro.
DEDICATORIA
Las montañas se doblan ante tamaña pena
y el gigantesco río queda inerte.
Pero fuertes cerrojos tiene la condena,
detrás de ellos sólo “mazmorras de la trena”
y una melancolía que es la muerte.
Para quién sopla la brisa ligera,
para quién es el deleite del ocaso –
Nosotras no sabemos, las mismas por doquiera,
sólo oímos el odioso chirriar de llaves carceleras
y del soldado el pesado paso.
Nos levantamos como para la misa de madrugada,
caminábamos por la ciudad incierta,
para encontrar una a la otra, muerta, inanimada,
bajo el sol o la niebla del Neva más cerrada,
más la esperanza a lo lejos canta cierta…
La sentencia… y las lágrimas brotan de repente,
ya de todo separada,
como arrancan la vida al corazón, dolorosamente,
como si hacia atrás la derribaran brutalmente,
pero marcha… vacila… aislada…
¿Dónde están ahora aquellas compañeras del azar,
de mis años de infierno desnudo?
¿En la borrasca siberiana cuál es su soñar,
qué imaginan en el círculo lunar?
A vosotras os envío mi adiós y mi saludo.
INTRODUCCIÓN
Esto fue cuando el que muerto estaba
sólo sonreía, de su paz alegrado.
E inútil, colgante, columpiaba
junto a sus prisiones Leningrado.
Y cuando de tormento enloquecido
el condenado al regimiento marchaba,
y una corta cantinela de despido
el silbido de los trenes cantaba.
Las estrellas de la muerte constantes,
Rusia inocente de dolores repleta
debajo de aquellas botas sangrantes
y las ruedas de las negras furgonetas.
1
Al alba te llevaron,
como a un entierro tras de ti mi salida,
en la oscura alcoba los niños lloraron,
ante el santo quedaba la vela derretida.
En tus labios el frío de un ícono.
Sudor de muerte en la frente no olvido.
Como las mujeres de Streliezki pregono
bajo las torres del Kremlin mi alarido.
2
El Don apacible, apacible pasa,
entra la luna amarilla en la casa.
Entra, sesgada su gorrilla,
una sombra ve la luna amarilla.
Esta mujer, su enfermedad,
esta mujer es – soledad.
El marido en la tumba, el hijo en prisión,
rezad por mí una oración.
3
No, no soy yo, es otra la que sufre.
Yo no podría. Que ensombren
lo ocurrido negros velos
y retiren los faroles…
Noche.
4
Si te hubieran dicho, bromeadora,
la preferida de todos los amigos,
de Tsarkoie Selo alegre pecadora,
lo que sucedería en la vida contigo.
Cómo las trescientas, con tus presentes,
ante “Las Cruces” en fila esperas
y cómo con tus lágrimas ardientes
del año nuevo el hielo derritieras.
Cómo de la prisión el álamo se mece
y no se oye nada – pero cuánta
vida inocente allí fenece…
5
Diecisiete meses grito,
a la casa te reclamo,
al verdugo ayer suplico,
por ti mi hijo y mi espanto.
Todo se enreda sin nombre
ya no sé diferenciar
quien es la bestia o el hombre,
si la ejecución he de esperar.
Sólo flores polvorientas,
incensario, tintineo, huellas
a cualquier y a ninguna parte.
A los ojos me mira lanzada
y de pronto desastre me amenaza
una estrella gigante.
6
Las semanas en un vuelo acaban,
de lo ocurrido no sé dar razón.
Cómo, hijo mío, en la prisión
las noches blancas te miraban
cómo ellas vuelven a verte
con ojo ardiente de azor,
de tu alta cruz en redor
hablan – y sobre la muerte.
7
Cayó la palabra petrificada
en mi pecho vivo todavía.
No importa, de hecho estaba preparada,
fuera como fuere, lo superaría.
No es hoy para mí día de calma:
necesito acabar con la memoria,
necesito petrificar el alma,
necesito recomenzar mi historia –
si no… el caliente susurro del verano,
tal fiesta viene a mi ventana abierta.
Lo había presentido ha ya lontano –
un día radiante y la casa desierta.
8
A LA MUERTE
¿Por qué no pues ahora – tú que seguro llegas?
Te espero – muchas son mis desgracias.
Ya apagué la luz y abrí la puerta,
a ti, cosa simple y extraña.
Toma para ello no importa qué aspecto.
Irrumpe tal proyectil envenenado,
o furtiva y con pesa, tal bandido experto
o con vapores de tifus impregnados.
O con un cuento por ti misma inventado
y al que ya hasta la náusea conocemos –
para que yo vea de la gorra azul el plato
y la palidez de miedo del casero.
A mí ya nada me importa. El Yenisei va removido.
Reluce la estrella polar
y el azul brillo de los ojos querido
el último tormento cubrirá.
9
Ya el aleteo del delirio
a medias cubre el alma,
y a beber da ardiente vino
y a oscuro valle llama.
Y comprendí a lo que yo
debo otorgar la victoria,
escuchando a mi interior
como si extraño fuera ahora.
Y en absoluto me permite
que algo mío conmigo lleve
(por mucho que le suplique
y por mucho que le ruegue):
ni los ojos del hijo espantados
- pétreo sufrimiento –
ni el día aquel atormentado,
ni en la prisión la hora del encuentro,
ni el frescor de la querida mano,
ni la sombra estremecida de los tilos,
ni el ligero sonido lejano –
palabras de consuelos últimos.
10
CRUCIFIXIÓN
No llores por mí, Madre,
si en la tumba yazco.

1
El coro de ángeles alabó la gran hora,
y los cielos se abrieron en fuego y resplandores.
“¡Por qué me has abandonado!”, al padre implora,
y a la Madre – “Ay, por mí no llores”.
2
Magdalena se conmovía y lloraba,
el discípulo amado de piedra era,
y allí, donde en silencio estaba
la madre, nadie mirar osó siquiera.
EPÍLOGO
1
Vi cómo los rostros se ajan fácilmente,
cómo bajo los párpados el miedo brilla,
cómo – escritura acuñada – duramente
el sufrimiento se inscribe en las mejillas,
cómo rizos negros y rubiocenizos
de pronto de plata tiene su color,
la sonrisa se marchita en los labios sumisos
y en la risita seca se estremece el pavor.
Para mí misma sólo no reza mi voz,
sino por las que allí vieron mis ojos,
en el tórrido julio y en el frío feroz,
juntas conmigo bajo el ciego muro rojo.
2
De nuevo se acerca del recuerdo la hora.
A vosotras os veo, os oigo, os siento ahora:
a ti, que llegar a la ventana apenas pudiste
a ti, que no pisaste la tierra en que naciste,
a ti, que, sacudiendo la hermosa cabellera,
dijiste: “Vengo aquí como si a casa fuera”.
A todas por sus nombres quisiera evocar,
la lista me arrancaron y ahora dónde buscar.
He aquí una gran manta para ellas tejida
de pobres palabras de ellas oídas.
De ellas me acuerdo siempre y por doquier,
ni en las nuevas desgracias las olvidaré,
y si me amordazan la boca de tormento atrita,
por la que un pueblo de cien millones grita,
que sea posible que ellas en su pensar me eleven
en la víspera del día que a la tierra me lleven.
Y si en este país en un cierto momento
tienen la idea de hacerme un monumento,
acepto que este homenaje me advoquen,
pero sólo a condición – que lo coloquen
no junto al mar donde vine a nacer:
los últimos lazos con el mar desgarré,
ni en el parque junto al tronco venerable,
donde me busca la sombra inconsolable,
sino aquí ante las puertas donde estuvieron
mis pies trescientas horas y no me abrieron.
Porque temo en la muerte de dicha consueta,
olvidar el tronar de las negras furgonetas,
olvidar la odiosa puerta de golpe cerrada,
y el grito de la anciana como bestia lanceada.
Y ojalá en los pétreos párpados sin vida
como lágrimas corra la nieve fundida,
y la paloma de la cárcel arrulle en tierra nueva,
y en silencio naveguen las naves por el Neva.
(De Réquiem y otros poemas, traducción de José Luis Reina Palazón, 1998, publicado por Grijalbo Mondadori en la hermosa colección Mitos Poesía)

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