domingo, 14 de septiembre de 2014

La tristeza del coleccionista


















Me ocurre la conjunción no casual de dos lecturas: Austerlitz  de W.G. Sebald (en relectura compulsiva) y la reciente biografía Walter Benjamin: A Critical Life. He ido con asiduidad de la novela a los textos de Benjamin, de los textos de Benjamin a la novela y de todos ellos a la biografía, para comprobar cuánta fidelidad guardaba Sebald a la teoría benjaminiana: el poder de los nombres, el misterio de los objetos, los vestigios del pasado como constancia de la ruina.

Hay tantas cosas de Benjamin en Sebald que las novelas y relatos de este último pueden emplearse como introducción a (o ilustración de) la filosofía del primero. El lento despliegue de las descripciones de Sebald, en largas retahílas que recorren el lugar, que nombran las partes y los todos de las cosas que lo pueblan, que nacen de una atmósfera de nostalgia como la que sentimos al abrir los álbumes en los que la remembranza de lo que fuimos nosotros y fueron los que quisimos nos inunda de melancolía y nos afina la vista sobre los paisajes, los vestidos, la circunstancia, hace que la lectura se demore, en un paso tortuguil como el que se dice tenía Walter Benjamin, como el de los propietarios de tiendas de antigüedades y libros de viejo, como el que llevaban los hermanos Centenera, dos judíos que regentaron durante mi adolescencia una librería de segunda (tercera, cuarta) mano en la Plaza de los Bandos de Salamanca, antes de que lo que habría de ser la sede de la Caja de Ahorros acabara con aquel oscuro cuchitril a donde íbamos a vender los libros de texto y a comprar la literatura que nos pedían en las clases o nos descubrían los compañeros, y que los dos hermanos, renqueantes e inclinados hacia el suelo, nos traían con parsimonia, desde las profundidades de un pasillo que nos atraía en su caótica y umbrosa acumulación de estantes y montones, como si fuera una niebla metafísica que nos detiene y obliga a una tentativa atención a cada paso que damos, porque nada es familiar una vez que el pasado se manifiesta en las cosas que hasta ahora parecían familiares y después de haber sido descritas por el artista se desvelan arcanas, se vuelven herméticas, insondables, fantasmagóricas, pues ya decía Benjamin que el fetichismo de la mercancía no es sino la fantasmagoría de un tiempo, la proyección de las imágenes bajo la forma mágica de algún espectáculo de fascinación que encandila a los paseantes, y que el coleccionista y anticuario preservan como verdaderos testigos críticos del pasado.

Hay tantas cosas de Benjamin en Sebald que nos hallamos dentro de sus textos en el lugar indeterminado de un camino de ida y vuelta entre pensamiento y literatura, entre mirada crítica y descubrimiento poético de un mundo inmediato sobre el que caminábamos sin saber de cómo lo presente no es sino vestigio, de cómo todo paisaje, aún el futurista, testimonia la destrucción y congela el pavor humano, como la estación de ferrocarril de Amberes, donde comienza Austerlitz y que aún suscita el pasmo del viajero que llega a esta ciudad, monumento al modo de vida de la gran burguesía, enriquecida por el comercio y por el imperialismo más atroz, descrito sin piedad en El corazón de las tinieblas por Joseph Conrad, y que ahora parecen ocultar los mármoles modernistas de la estación, figura y ejemplo de la arquitectura industrial y cosmopolita de la burguesía decimonónica, elegida no por azar por Sebald para dar la réplica a los pasajes parisinos de Baudelaire y Benjamin, que nos abre una ventana al mundo desconocido por la academia de la crítica de la cultura popular, de la crítica de la cultura material, no de la superficial queja por el consumismo sino de la indagación epistemológica y metafísica por los objetos que nos constituyen para descubrir en ellos mensajes sobre las trayectorias de identidad que hemos olvidado y que la mirada del coleccionista sabe apreciar al mirar una talla perdida en la sacristía de la aldea, que el párroco ignoraba y que ahora comienza a observar con la codicia de quien descubre un tesoro que tuvo siempre ante la vista y que sólo la voz experta le ha mostrado, en el territorio intermedio de una justicia al horror de la historia y de la compasión por la fascinación que ejercen los objetos, antes o después o durante su existencia como mercancías.




1 comentario:

  1. Lo que me atrae de Benjamin no es sólo la audacia de su visión crítica del arte y la cultura sino el hecho de que sea uno de los pensadores judíos famosos que sufrió las circunstancias de la persecución y expansión fascista y que murió acosado por ellas, en el sentido más literal de la palabra, es decir, que no vivió lo suficiente para saber si los vencedores serían vencidos (y, claro, los vencidos vencedores); eso aun le da más credibilidad, es como si intuyera que hasta los judíos supervivientes de tal experiencia histórica, que debería como mínimo imprimir carácter, se convirtieron en eso, en simples comerciantes de o con esa experiencia: en el mejor de los casos en vendedores de libros de otros (como los de la plaza de los Bandos en Salamanca), en el peor en vendedores del victimismo de un pueblo que masacra a palestinos anónimos y que es un ejemplo claro (relacionado también con la ética del resentimiento) de que el peor de los verdugos es aquel que no sabe enfrentarse con valentía a un pasado humillante y que vuelve, una y otra vez, a recrearlo con esa fascinación del coleccionista de horrores (en ese sentido también es interesante el pensamiento de Arendt). Supongo que el fetichismo surge cuando se cree que de verdad hay un valor objetivo, contante y sonante, en las cosas independientemente de la apreciación subjetiva que le damos o que le dan, y también me consta que hay relaciones de intercambio que no son mercancía, como también reconocía Marx, como por ejemplo para los náufragos, en ese sentido la novela de Sebald es muy bonita, aunque el contexto debería ser superado.
    Por lo demás, creo que para la mirada poética, los objetos no tienen espacio, sólo tiempo, así el verdadero lugar para la colección es la memoria (sostenida a lo sumo en anotaciones de hojas sueltas o de viejas libretas, destartaladas de tenerlas a mano) y por eso también creo que los auténticos versos no se pueden escribir para venderlos en una librería.
    Marisa

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