domingo, 22 de febrero de 2015

El yo que se engaña



No hay cosa más frágil ni objeto que deseemos proteger con más ahínco que el yo que se expone a la mirada del otro. "Cuidar la imagen" es la estrategia habitual de presentación en público: la cobertura del vestido, el arreglo del pelo, el ademán vigilado, la palabra y el silencio administrados, la información insinuada que provoca inferencias,... Todo forma parte de una loriga que escuda el yo en los lances sociales. Aumentamos o disminuimos el tamaño del ego para apabullar o escabullir, dependiendo de cuál sea la mirada que deseemos o temamos.

Para desgracia de nuestro orgullo, la presentación siempre contiene metadatos que informan al otro de muchas más cosas de las que querríamos comunicar. Las mínimas incoherencias en el gesto señalan con crueldad el rasgo culpable que pretendíamos dejar en la sombra.  El juego de mostrar y ocultar se juega desde el origen de la humanidad. Resulta de una coevolución entre el yo y los demás. Desarrollamos tantas estrategias de presentación como capacidades de inquisición. El mejor actor se encuentra con el avisado espectador que observa con cuidado los detalles.

"La primera impresión es la que cuenta", nos decimos, de manera que ensayamos las entradas en escena como si todo se jugase en la apertura de la puerta de entrada y la fijación de miradas en el yo que irrumpe en espacio de los otros. No dejo de admirar a las personas que han desarrollado el arte de la irrupción. Gente "segura de sí", decimos, que se sabe impresionante y ejerce el poder de la impresión. Tampoco dejo de admirar el arte del encubrimiento y la desaparición. Kim Ki-duc dirigió en 2004 Hierro 3, una hermosa historia sobre un indigente que había desarrollado la maestría de la desaparición. El personaje cuidaba de las cosas y las personas desde un segundo plano invisible. Pero la invisibilidad es también un arte de presentación que deja huellas sutiles sobre la persona enmascarada.

Porque el problema es el tiempo. Creemos que el espacio es todo lo que cuenta en la exposición a la mirada cuando es la contingencia de la interacción la que se encarga de desnudar al yo. Se puede gestionar el autorretrato, como la impostación del ego que ejecuta Durero en su retrato, en un gesto de autorreferencia que pretende dejar clara su divinidad. No sabemos, sin embargo, que haría este personaje con sus manos ni con sus ojos impávidos si la conversación continuase. Tal vez su pupila recorriese la escena explorando los ojos ajenos inquiriendo el resultado de su gesto. Es común entre los que toman la palabra que sus ojos se muevan rápido al finalizar una frase que consideran rotunda o provocadora. Algunas personas, oí a Javier Moscoso describir con sorna, cuando hablan se vuelven bizcas, un ojo en el texto, el otro, como el ojo de Sauron, abarcando ansioso la audiencia. El tiempo deshace la cobertura del maquillaje y la coherencia de la imagen. Las palabras y los silencios, los movimientos y las inmovilidades esclavizan al yo a la mirada cruel de los otros. El tiempo es el infierno del yo en peligro.

De ahí el autoengaño. Sería opresivo y agobiante sostener la doble mirada a los otros y a sí mismo en el tiempo de la conversación si no pudiésemos cerrar los ojos a una de las dos partes en conflicto y continuar como si todo fuese bien. Algunas veces nos atrevemos y nos decimos "así soy, si no te gusto es tu gusto el que está en juego". Pocas veces logramos este nivel de sinceridad. No es imposible que incluso la sinceridad sea una estrategia de ocultamiento. Aunque, sí, en ocasiones somos valientes y nos exponemos vulnerables a la inspección ajena. La mayoría de las veces, sin embargo, cerramos los ojos al yo que somos. Creemos o queremos creer que la espontaneidad con la que nos comunicamos transparenta y a la vez protege nuestro ego. Pero no hay espontaneidad, nos enseñó Sartre. Todo es una larga negociación entre el yo que somos y el yo que no somos y queremos ser. Y la espontaneidad nos traiciona en una continuidad de detalles incoherentes que desvelan las entretelas de nuestros temores.

Hanna Arendt escribió unas crueles observaciones sobre Heidegger. El zorro que cae en sus propias trampas, juzgaba con sarcasmo. Ella conocía el percal y sabía bien qué era lo admirable y que era lo despreciable de aquél ser que tanto tiempo había dedicado a "hacerse una personalidad". Impresionante. Todo impresión. Todo autoengaño. Es uno de esos juicios que nos ganamos después de tanto esfuerzo por impresionar. El yo es más frágil cuanto más protección pretende. En el allí y el cuándo de sus pretensiones.


3 comentarios:

  1. Las poses siempre lo son espaciotemporales, como todo engaño. Pretensión de engaño ajeno que lleva oculto el autoengaño. ¿La espontaneidad resulta difícil o resulta imposible en la historia personal? Precisamente porque nos construimos ensayando versiones gratificantes (para uno mismo) del yo. No hay un núcleo duro que pueda manifestarse, luego ¿hasta dónde llega el engaño?
    Saludos

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  2. Siempre he pensado que la mirada del otro es la pantalla sobre la que proyectamos la nuestra propia (y con ella nuestros miedos, deseos, temores....) Miramos la mirada del otro porque sabemos que es por ahí por donde puede descubrírsenos, y ello nos espanta, nos atemoriza. Hay quienes ni siquiera se atreven a mirar a los ojos, y otros que no saben apartar su mirada de sí mismos. El autoengaño, decía Sartre, presupone saber la verdad de sí mismo. Muy sugerente la entrada.

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  3. Me llama la atención lo que dice el artículo sobre Sartre ya que este afirmaba que la conciencia es espontaneidad, otra cosa es, claro, que él fuera capaz de ser espontáneo. También en la correspondencia de Arendt, al menos en la que se conoce, fueron más las veces que defendió a Heidegger (incluso ante Jaspers y ante alguno de la E. de Frankfurt, como Adorno) que las que lo criticó, aunque fuera consciente de su deslealtad, su incapacidad para correr riesgos; en ese sentido él no irrumpió, estaba bien asentado y, cuando todo cambió, le importaba más salvar su imagen que mostrar su verdadera actitud, el tiempo se volvió juez histórico, encontró otra Selva. Buscar la mirada de “el otro” como un colectivo es desnudarse al estilo del emperador del cuento de Andersen, eso es el engaño y el autoengaño, convertirse en simple credencial.
    Del pensamiento de Heidegger me sigue gustando mucho su análisis del arte como lucha entre Tierra y Mundo, algo que se oculta y algo que se muestra.
    Lo mismo pasa con el “yo”; qué nos define: ¿un nombre, una profesión, una foto, los carnets, las posesiones, la carta astral, las huellas dactilares, el ADN, la lista de defectos y virtudes, de destrezas y torpezas…? ¿Basta con no mentir para desvelarlo?
    Creo que la espontaneidad es confiar en lo instintivo y lo emocional, el motor de los verbos. Entre el espacio y el tiempo se sitúa el horizonte de sucesos, “irrumpir” en él es la acción de un intruso que sencillamente ve desde dentro aunque sólo sea para darse cuenta de que está fuera. Esa visión de paralaje nos define por lo que sentimos y por la mirada que buscamos.

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